jueves. 25.04.2024

¿Qué queda después de leer?

Probablemente poca cosa, pero para consuelo de quienes son lectores compulsivos digamos que la respuesta podría reducirse a este conjunto de variopintos efectos, más o menos perdurables...

Probablemente poca cosa, pero para consuelo de quienes son lectores compulsivos digamos que la respuesta podría reducirse a este conjunto de variopintos efectos, más o menos perdurables: un manojo desordenado de sensaciones y sentimientos, impresiones de variada naturaleza, algún estremecimiento o sacudida interior, analogías  recurrentes, verdades universales e intuiciones parciales, asociaciones y evocaciones insólitas, falsas verdades, imágenes borrosas, mentiras complacientes, idealizaciones, prejuicios a posteriori –son los prejuicios que te llevan a no leer a un autor después de haberlo leído y no soportarlo-, personajes irreales y algún que otro bostezo memorable…

Como se ve, de todo un poco y mucho más que cualquier lector avezado podría añadir para contentamiento de su ego. Digamos que los libros que hemos leído recuerdan más al sujeto que éramos que al título o autor o, incluso, a los personajes que, en un tiempo, se dedicaban a identificarnos íntimamente. Y lo que evocan no tiene, a veces, nada que ver con la literatura, sino con los bostezos memorables que nos han proporcionado. No asustarse por el exabrupto, pues hasta leyendo Ana Karenina se cabecea más que un títere. Y si se lee a Proust ni te cuento.

Más aún. He conocido a un tipo que me aseguraba que solo se dormía leyendo Cien años de Soledad, de García Márquez. Que había sustituido el Valium por esta novela. Y otro al que le era imposible echar la siesta no sin antes leer un fragmento de Mañana en la batalla piensa en mí, de J. Marías. Incluso, tuvo la gentileza de señalarme aquellas páginas que contenían mayor carga dormidera.

Particularmente, afirmo que la literatura jamás me ha servido como Valium. Ni siquiera las novelas de Pérez Reverte creadas para tal fin, lo que cuestionaría los consejos de los entendidos en farmacopea literaria, sección particular de somníferos. Solo la prosa de Thomas Mann y en idéntica medida algunos feroces ladrillos de Sánchez Ferlosio me ocasionaron alguna cabezada que otra.

Una vez, propuse a un grupo de profesores que indicaran en una hoja qué autores y qué títulos habían conseguido llevarlos a los brazos de Morfeo en un abrir y cerrar de hojas. En un principio, pensé que la propuesta los descolocaría, pero no fue así. La tomaron como lo más natural. La mayoría estampó en un folio autores y títulos que sin desmerecer  harían la competencia a la Dormidina, al Valium 10 mg, al Orfidal o al jugo dosificado de amapolas.

En el coloquio posterior, más de uno aseguró que lo que recordaban de algunas novelas era su efecto dormidero. La información fue tan abundante que elaboramos un cuadro descriptivo con los autores y las novelas más soporíferas de estos últimos años. Hablando de autores, referiré que a Millás, por ejemplo, no lo citó nadie. A Eduardo Mendoza, tampoco. Detalle que convenimos en tomarlo con cautela, porque para lograr que un autor te duerma con un libro se necesita cierto salero. Muchos lo pretenden, pero no lo consiguen

Juan Goytisolo fue somníferamente vitoreado en varias ocasiones. Lo mismo que Marías. El más votado fue Muñoz Molina, triunfo contundente que no me esperaba, dado que su prosa no permite al lector exigente la lectura de dos líneas seguidas y, por tanto, incapaz de dar tiempo a producir modorra. A los ojos de este profesorado, Muñoz Molina era un campeón bostezante. Dicha afirmación sería injusta si no añadiese que el escritor Antonio Gala quedó clasificado ex aequo que el de Úbeda.

Llamó la atención que en la lista no aparecieran nombres de escritoras. Lo lamenté. Porque esta laguna tiraba por tierra mi teoría de que las escritoras tenían una facultad superior al varón para escribir libros que ayudaran a los lectores a dormir de un tirón. Yo esperaba en esas listas a Rosa Regás, Zoé Valdés, Lucía Etxebarría, entre otras. Pero nada, ninguna referencia. Una ausencia   que bien daría material suficiente para hacer una tesis doctoral con una singular apuesta: “¿Por qué las novelas de los escritores duermen con más facilidad al lector que las que emborronan las escritoras?”.  Ni Virginia Woolf fue capaz de contestar a tal enigma. Ella, desde luego, cuando relacionó bostezos y literatura solo se acordó del polaco Joseph Conrad.

Menos mal que, en cuanto pasan los años, todo se olvida, menos el sueño que te provocaron ciertos libros y sensaciones íntimas experimentadas mientras nos deleitábamos con el lenguaje y algunas tramas de las novelas leídas. Pero poca cosa más. No conviene idealizar esos momentos pasados con la lectura, porque poco o nada tienen que ver con la propia literatura. Tanto que, si alguien escribe sobre los libros que considera que más le afectaron en su vida, volverá a releerlos. Y no será lo mismo, porque el lector ya no es el que era. Y, si no es el mismo, el texto tampoco. Es más. Incluso, si los relee es posible que ni siquiera se duerma con ellos. Lo más probable es que algunos de ellos acaben en un contenedor.

Después de leer queda poca cosa. Y lo que acontece, mientras leemos, pronto pasa a ser pasto del olvido. Por mucho que se diga, la intensidad de la lectura se convierte pronto en débil aleteo; apenas deja marca en las cinglas de la memoria afectiva o intelectual. A los quince años, leí La sonata a Kreutzer, de Tolstoi. De esta lectura, recuerdo el impacto que me produjo su lenguaje. Me acuerdo que, mientras la leía, apuntaba en una libreta las palabras que me eran desconocidas. El resto no me inmutó y eso que era un texto censurado por los profesores. ¡Qué sería sin ellos! ¡Cuántas grandes novelas habremos leído gracias a su sagrada intervención profiláctica! Las teorías de Tolstoi, desarrolladas en la novela sobre el amor carnal y los celos, me interesaron cuando inevitablemente me estaba convirtiendo en un moralista. Curiosamente, su nivel lingüístico que tanto me impresionó siendo adolescente a los veintitantos dejó de interesarme.

Lo que queda después de leer viene determinado por las necesidades y obsesiones que uno vive mientras está leyendo y del sueño que uno tenga. Como quiera que en cada época de nuestra vida experimentamos distintas necesidades y padecemos variopintas obsesiones, es lógico considerar que lo que queda tras una lectura esté determinado y teñido por aquellas, duermas o no duermas bien.

¿Qué queda después de leer?