viernes. 29.03.2024

Una página de Honoré de Balzac (1799-1850)

Nos enfrentamos a un texto, tomado de la novela Papá Goriot, de una dureza ideológica bárbara. 
 


 

Nos enfrentamos a un texto, tomado de la novela Papá Goriot, de una dureza ideológica bárbara. Podríamos suavizarla mediante la apelación a la ironía y al sarcasmo, pero lo cierto es que en las palabras de Balzac –que habla por el cínico Vautrin-, no hay mota alguna de ellos. La ironía y el sarcasmo, bien crueles por cierto, podrían estar en que quien habla de este modo es el jefe de policía de París, y que en una vida anterior había sido ladrón y criminal. Por lo tanto, no habla por hablar. Vautrin (Balzac) sabe bien de qué va la mermelada inmoral que propone como mecanismo insustituible para hacerse rico. Ni que decir tiene que la actualidad que estamos padeciendo en estos lares parecen prolongaciones naturales de estos personajes balzacianos, que hicieron sus fortunas mediante la estafa, el robo y el crimen.

“Cómo hacer rápidamente una fortuna, es el problema que se plantean en este momento cincuenta mil jóvenes que se encuentran en la misma situación que usted. Usted es uno de ellos. Calcule los esfuerzos que tiene que hacer y lo encarnizado del combate. 

Tienen que devorarse unos a otros como fieras, dado que no hay cincuenta mil buenos puestos. ¿Sabe usted cómo se triunfa aquí? Con el brillo del genio o con la habilidad de la corrupción. Hay que entrar en esta masa de hombres como una bala de cañón o deslizarse en ella como la peste. 

La honradez no sirve para nada. La gente se inclina bajo el poder del genio; se le odia, se intenta calumniarle, porque toma sin compartir; pero se inclinan si persiste; en una palabra, se le adora de rodillas, cuando no se ha podido enterrarle en el lodo. 

La corrupción es lo que prima, el talento es raro. Por eso, la corrupción es el arma de la mediocridad que abunda, y sentirá usted sus alfilerazos por todas partes. Verá usted mujeres cuyos maridos únicamente tienen seis mil francos de sueldo, y que gastan más de diez mil francos en vestirse. Verá usted mujeres que se prostituyen por ir en el coche del hijo de un par de Francia, que puede correr en Longchamps por la calzada del medio. Ha visto usted al pobre memo de Goriot, que ha tenido que pagar la letra de cambio endosada por su hija, cuyo marido tiene cincuenta mil francos de renta. 

Le desafío a que dé dos pasos por París sin encontrar chanchullos infernales. Apostaría a que cae usted en un avispero con la primera mujer que le guste, aunque sea rica, bella y joven. Todas están atadas por las leyes, en perpetua guerra con sus maridos. No acabaría nunca si quisiera explicarle los manejos que se traen por sus amantes, por los trapos, por los hijos, por el matrimonio o por la vanidad, rara vez por la virtud, puede usted estar seguro. 

De modo que el hombre honrado es el enemigo común. Pero ¿qué cree usted que es un hombre honrado? 

En París un hombre honrado es el que se calla y no quiere tomar parte en la corrupción general. No hablo de esos pobres esclavos que hacen todos los trabajos sin ser nunca recompensados, y a los que yo llamo la cofradía de las zapatillas de Dios. Ciertamente en ellos está la virtud en todo el esplendor de su necesidad, pero también está la miseria. Estoy viendo la cara que pondrían esas buenas gentes si Dios nos gastara la broma pesada de no asistir al Juicio Final. 

Si quiere usted rápidamente la fortuna, tiene que ser ya rico o parecerlo. Para enriquecerse hay que dar golpes importantes, no conformarse con pequeños trapicheos. Si en las cien profesiones que puede usted abrazar hay diez hombres que triunfan rápidamente, la gente los llama ladrones. Saque usted sus conclusiones. He ahí la vida tal como es. No es más agradable que la cocina; huele igual de mal y hay que mancharse las manos si se quiere sacar tajada; sólo es preciso sabérselas limpiar bien después; en eso consiste toda la moral de nuestra época. 

Yo no acuso a los ricos en favor del pueblo. ¡El hombre es el mismo arriba, en medio o abajo! Por cada millón de ese ganado de arriba, se encuentran diez tíos bravos que se ponen por encima de todo, incluso de las leyes, y de esos soy yo. Si es usted un hombre superior, camine en línea recta y con la frente alta. Pero tendrá que luchar con la envidia, la calumnia, la medianía, contra el mundo entero. Napoleón tropezó con un ministro de la Guerra que se llamaba Aubry y tuvo que enviarlo a las colonias. ¡Tómese usted el pulso! Vea si podría levantarse cada mañana con más voluntad que la víspera.

Tengo un amigo que me debe favores, un coronel del ejército de Loira que acaba de ingresar en la Real Guardia. Sigue mis consejos y se ha hecho ultrarealista; no es ningún imbécil de esos que se aferran a sus opiniones. 

Si aún tengo algún consejo que darle a usted, angelito mío, es el de no aferrarse a sus opiniones ni a sus palabras. Cuando se las pidan, véndalas. 

Un hombre que se jacta de no cambiar nunca de opinión es un hombre que se impone el marchar siempre en línea recta, un cretino que cree en la infalibilidad. 

Y no hay principios, sino acontecimientos; no hay leyes, sino circunstancias, y el hombre superior adopta los acontecimientos y las circunstancias para conducirlos. Si hubiese principios y leyes fijos ¿no cambiarían de ellas los pueblos igual que nosotros cambiamos de camisas?”.

Una página de Honoré de Balzac (1799-1850)