sábado. 20.04.2024

Libertad y seguridad ciudadana

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Étienne de La Boétie (1530-1563)

En teoría, puede que no sean conceptos incompatibles, pero en la práctica rara vez funcionan como vasos comunicantes. La libertad pertenece a la esfera individual de la persona, pero no su seguridad, que es «regalo envenado» del poder político que determina qué es lo que nos conviene para estar libres de esta o aquella amenaza que ni siquiera nosotros hemos provocado, siendo lo más probable que sea el Estado quien las haya fabricado para justificar alguna de sus arbitrariedades.

Lo hizo durante el terrorismo de ETA y seguirá haciendo de las suyas apelando a cualquier enormidad inventada a última hora.

Si, para colmo, relacionamos ambos conceptos, siguiendo la Constitución española (CE), el panorama resulta perturbador.

Tiene su hiriente ironía que la libertad considerada como «un valor superior del Estado social y democrático de Derecho que es España», se tambalee cuando se trata de salvaguardar la seguridad de la ciudadanía, que es, a fin de cuentas, la seguridad del Estado.

Menos mal, que el derecho a la libertad en la CE tiene un desarrollo tan extenso como envidiable. En ella se habla del derecho a la libertad ideológica, religiosa y de culto (art. 16.1), a la libertad física, de movimientos ambulatoria (art. 17), a la libertad de residencia y de circulación (art. 19), a la libertad de expresión e información (art. 20), a la libertad de enseñanza y de educación (art. 27), a la libertad sindical (art. 28).

Para colmo, el Estado pretende que, en tiempos de pandemia, estos derechos dimanantes de la libertad sean compatibles con la seguridad férrea del Estado, que, a la hora de articularla, se convierten en tres seguridades distintas según la CE -personal, física, pública o ciudadana-, pero con un solo fin verdadero: convertir dicha seguridad en el envés de la libertad.

Desde que el Estado es Estado ha funcionado siempre siguiendo más los parámetros de la seguridad –ligados a la fuerza–, que los de la libertad

La seguridad, se quiera o no aceptar, es un fin que exige sacrificar la libertad individual. El problema radica en que los medios que se utilizan para que esto suceda se conviertan en redes que anulan la mayoría de los derechos que, no solo están asociados a esa libertad, sino que están recogidos en la Constitución con un rango superior al de la propia seguridad. De ahí los conflictos jurídicos a los que la derecha se agarra como clavo ardiendo para dinamitar el poder político del Gobierno.

El argumento de la seguridad nacional ha sido siempre la gran falacia a la que los Estados se han agarrado para ocultar sus patrañas y reducir la libertad individual a mero sucedáneo. Ahora es la pandemia, pero ayer fue el terrorismo que dio origen al terrorismo de Estado. De ahí, que haya quien sostenga que la libertad individual no exista ni en tiempo de pandemia, ni en tiempos de normalidad. Lo que no debería inquietarnos, pues es la ciudadanía la que hace tiempo vendió la primogenitura de su libertad por la seguridad que le proporciona el Estado. Y, en tiempos como los actuales, mal o bien, estaríamos todos mejor callados y dejar que actúe bajo la orientación y supervisión científica de los expertos en epidemias, virus y demás bichos.

Es cierto. Escuece recordarlo, pero, históricamente, así ha sido. La Boétie ya reflexionó con amargura sobre esta «servidumbre voluntaria», el “Contra Uno”, lo llamaba y Hobbes en el “Leviatán” no dudó en defender la violencia del Estado, la única legítima, si con ella se conseguía la seguridad de la ciudadanía. Por su parte, Montesquieu, en “Espíritu de las leyes” (Libro XI, capítulo 6), endulzó dicha sumisión, más o menos servil, afirmando que la seguridad es el basamento de la libertad.

Lo que significa que no podemos ser libres sin seguridad y que solo el Estado la puede proporcionar y garantizar. El problema estará siempre donde siempre estuvo: en el Estado, al crear y aplicar unas condiciones de seguridad, tenga que respetar la libertad de movimiento del individuo. Una condiciones de seguridad que estrangulen, incluso, nuestro modus vivendi de ganarnos el pan.

Sin duda alguna que, en estos tiempo de pandemia, el Gobierno ha esgrimido la seguridad del Estado para protegernos de la pandemia llevándose por delante todos los derechos anejos a la libertad.

No debería escandalizarnos semejante actitud gubernamental. Ningún gobierno, ni sistema, monarquía o república, habría actuado de distinta manera. Todos, sin dudarlo, hubiesen optado por la seguridad cercenando de cuajo la libertad.

Desde que el Estado es Estado ha funcionado siempre siguiendo más los parámetros de la seguridad –ligados a la fuerza–, que los de la libertad. Y, mucho antes que del Despotismo Ilustrado, no ha dudado que, cuanta más seguridad proporcione a la ciudadanía, más libertad le está dando.

La seguridad que facilita el Estado conlleva la negación de la libertad y, en algunos casos, su negación absoluta. Pero, si el Estado no actúa, ¿cómo estaremos seguros de que una epidemia no termine, no solo con nuestra seguridad y nuestra libertad, sino con nuestra vida?

La seguridad en un tiempo de pandemia funciona como lo dictamina la seguridad constitucional. Y no se puede olvidar que, si el funcionamiento de la seguridad depende en última instancia de las fuerzas del orden público y, ahora privado, no es probable que la ciudadanía entienda que esa seguridad forme parte del bien común y sea un elemento clave de su libertad. Así, es imposible aceptar de modo simultáneo esa seguridad como garante de nuestra libertad.

Pero, como se ha dicho, esto no es nuevo. Tendríamos que estar acostumbrados a esta tara original, siempre recordada por el Estado, sea democrático o no. Y que la libertad a la que aspiramos es, desde hace muchísimo tiempo, una quimera, un sueño, una utopía. Y, en una pandemia, un espejismo. No tenemos la libertad que nos merecemos como personas, sino la que nos proporciona la seguridad del Estado. Y, mientras esta seguridad, nos garantice seguir vivos, bienvenida sea.

Libertad y seguridad ciudadana