Se les hace la boca cocacola-light defendiendo la legalidad. Tanto que ese Houdini de la responsabilidad política llamado Rajoy no tendrá empacho alguno en decir que hay que “dialogar sin salirse de la legalidad”. Pero ¿cómo se podrá dialogar en igualdad de condiciones si de antemano se estigma al interlocutor posible con la delicatesen de que está fuera de la legalidad?
¿Solo está dentro de la legalidad cuando se defiende la legalidad? Ante la habitual charlatanería moralizante de quien está en el poder, estaría bien recordar aquella frase de Cervantes: “cuando la zorra predica, no están seguros lo pollos”. Y en esta historia presente no hace falta indicar quién es la zorra y quiénes los pollos.
Se olvida que la legalidad sirve, ha servido y seguirá, para legitimar actos de bandidaje que un mínimum de ética personal no aceptaría, no solo por su grasienta inmoralidad per se, sino por atentar impunemente contra la más elemental justicia distributiva.
La legalidad de la que estos políticos hablan es una legalidad de chichinabo, un traje estrecho ajustado a las medidas de su ambición y de su fama. Cuando la legalidad les da la razón, tras el pronunciamiento de una justicia hace tiempo descafeinada por su subordinación a la ambición política, estos tipos se envalentonan y asegurarán, que “están con ganas de seguir trabajando como siempre”, que es lo que dijo Barcina en el affaire de la CAN (Caja de Ahorros de Navarra).
¿Cómo siempre? Encima tienen la desfachatez de avisarnos de que van a perpetrar las mismas trapisondadas en cuanto puedan. Se sienten tan seguros de sus obras ante una justicia y una legalidad permisivas que solo les falta indicar con pelos y señales cuándo, cómo y dónde harán la siguiente para que vayamos a contemplar in situ el espectáculo.
La legalidad de la Constitución que aplauden y recaban como espejo en el que deben mirarse los demás, ellos la maltratan incumpliéndola cuando les conviene e interpretándola como les dicta su cerebro procustiano, demediado por el orín del dinero. La ambición suele llevar a los seres humanos a ejecutar los menesteres más viles, por eso para trepar se adopta la misma postura que para arrastrarse. Jonathan Swift dixit. Y hoy día hay demasiados arrastrados metidos en política.
Barcina no es tonta, pero desde su pragmática y legal inteligencia no parece entender el alcance que tiene el artículo 16.3 de la constitución en las formas de gobernar una sociedad o de ejercer la representatividad de una ciudadanía.
Desde luego, ha demostrado por activa y por aoristo griego que el concepto de no confesionalidad de dicho artículo no entra en su diccionario de andar por el palacio de gobierno. Todavía no se ha estrenado poniéndola en práctica. Y no será porque no ha dispuesto de ocasiones para demostrar que ella cumple la legalidad de forma escrupulosa.
Quizás, el problema de su percepción sectaria y restrictiva de la realidad no radique solo en su personal pupila ideológica, sino que es muy probable que la culpa esté en que partimos y aplicamos una falacia política, mal asimilada y propagada por una democracia cada vez más descafeinada. Hablo de la falacia consistente en aceptar acríticamente que los políticos representan la ciudadanía. ¿La representan?
Si lo hacen, lo será de un modo formal y formalista, pero no real. Lo demuestran una y otra vez los propios políticos que solo actúan para su parroquia, pero no para la mayoría. La ciudadanía es plural en cualquiera de las manifestaciones que se tomen en consideración: política, cultural, social, religiosa, sexual y gastronómica.
Representar este pluralismo mediante el ejercicio del poder político es un imposible, no solo físico, sino, sobre todo, ideológico. Quien lo pretenda caerá de bruces en un restrictivo sectarismo y en una falta absoluta de delicadeza hacia quienes forman parte de ese conglomerado de personas tan diversas y dispares en creencias y en intereses, y que denominamos sociedad.
Si tomamos como referente el ámbito religioso, se observa que la presidenta del gobierno foral las mete dobladas cada vez que tiene ocasión de clavarlas bien clavadas. Es que parece hacerlo a posta. No pasaron diez días de la ofrenda de Navarra a santa María la Real, para que una vez más cometiera el mismo desliz confesional asistiendo como presidenta de todos los navarros a la beatificación del sucesor del Opus Dei, Álvaro del Portillo.
Se comprende bien que tanto Barcina como Catalán asistan a dicho acto, toda vez que gracias al Opus Dei, Navarra sigue siendo esa Navarra que tanto agrada a la casta empresarial de la provincia.
Sin embargo, si la pretensión de Barcina y Catalán ha sido agradecer públicamente al Opus Dei su labor en la cohesión ideológica conservadora de la sociedad navarra, se podían haber limitado a enviar a la Obra una postal de agradecimiento. De todos es sabida la connivencia existente entre Opus Dei y UPN, en cuyo partido militan varios miembros numerarios de dicha obra. Así que con enviarles una esquela personal en nombre de su partido, pero no de Navarra, habrían cumplido con el expediente y el protocolo. Y habrían ahorrado al erario navarro unos buenos euros que, seguro, han despilfarrado en viajes, comidas, hoteles y guardaespaldas.
Asistiendo a dicho acto confesional católico, Barcina, como presidenta del Gobierno de Navarra, y Catalán, como presidente del Parlamento navarro, lo único que han demostrado es su desprecio al pluralismo social y el sometimiento una vez más de las instituciones públicas más importantes de Navarra a una determinada confesión religiosa, la católica, y en esta ocasión pasada por la piedra áspera del opusdeísmo.
Barcina y Catalán han vuelto a dar una puñalada trapera al pluralismo confesional y no confesional de la ciudadanía. Seguro que Barcina y Catalán comprenden muy bien el alcance pragmático que tiene el artículo 16.3 de la constitución. De ahí que lo conculquen con premeditación y alevosía.
Tal vez, piensen que tienen todo el derecho del mundo para poder asistir a cuantos actos consideren una exaltación pública de sus particulares creencias, sean estas religiosas, sexuales y gastronómicas. Seguro que sí, que tienen todo el derecho del mundo, pero no tienen el derecho que dimana de la propia Constitución, o, como les gusta decir a ellos cuando se ponen Cantinflas, del Estado de Derecho. Este les obliga a respetar escrupulosamente el pluralismo de la sociedad, de tal modo que cuando asisten a la beatificación de un carcamal en vida lo único que están manifestando es su propia ideología afín al beatificado, pero en modo alguno están representando a Navarra. Esta es mucho más que sus particulares alucinaciones teocráticas.