viernes. 29.03.2024

El perdón de los pecados

Uno de los dogmas de la Iglesia que no ha variado lo más mínimo en estos tiempos de desolación es el principio de causalidad del mal en el mundo -en formato de catástrofes, terremotos y pestes-, y que lo atribuye a los pecados de los hombres y mujeres que ofenden con sus actos a la Divina Providencia.

Pero, a diferencia de la Iglesia que en tiempos de un Estado confesionalmente católico proclamaba dicho principio sin ambages, hoy es el día en el que no se le ha oído decirlo en ningún momento. Es más, ninguno de sus bocazas integristas más preclaros, caso de los obispos Reig Pla y Munilla, ha caído en esa vaticana tentación. Y no hace más que una década, cuando Haití fue devastado hace una década por un terremoto, causado por “nuestra concepción materialista de la vida”, según el obispo de San Sebastián.

Dado el autoritarismo doctrinal con el que se mueven los jerarcas eclesiales en estas aguas movedizas, sorprende que ninguno se haya expresado con la contundencia dogmática del iluminado Rouco. Siendo un dogma que aceptan sin fisuras cada uno de los obispos. Si el terremoto de Lisboa de 1755 y, luego, el de Haití en 2010, fueron provocados por los pecados de los hombres, ¿por qué los obispos de hoy no tienen el coraje teológico de decir que el coronavirus se debe al mismo principio causal? ¿A qué tienen miedo?

¿Quién es el papa para perdonar los pecados de nadie, menos todavía, cuando, con toda certeza, está incluyendo en dicho término lo que son lisa y llanamente delitos tipificados en el código Penal y, por tanto, ajenos a una categoría confesional religiosa?

Ante la ausencia de estas declaraciones, es posible que alguien deduzca que la Iglesia ha cambiado de chip explicativo. Se equivocaría cien por cien. La Iglesia no es tonta y sabe que, si contemplase el coronavirus como un castigo de la Divina Providencia por los pecados de los hombres y mujeres, habría encontrado en la población la repulsa más absoluta, incluso, en una porción considerable de creyentes.

También, podría pensarse, por un lado, que, por fin, la Iglesia ha entrado en los predios de la racionalidad científica a la hora de explicar este tipo de eventos calamitosos, y evitarse, por otro lado, su cansina perorata de que estamos ante un misterio y que solo desde la fe se comprende tal crueldad divina, porque, aunque nos cueste creerlo, estas mierdas y catástrofes las envía Dios para recordarnos que, en el fondo, pero que muy en el fondo, nos sique amando… Es decir, lo hace por nuestro bien.

¿Sí? ¿No? Lo diré sin tapujos. La Iglesia no ha cambiado su perspectiva providencialista a la hora de interpretar el siniestro del Covid-19. Mantiene inmóvil tal principio de causalidad, aunque no haya tenido la valentía de proclamar que es causada por los pecados del ser humano contra Dios o su sagrada familia. Si no lo ha manifestado directamente, sí lo ha hecho mediante gestos y frases repetidas en misas celebradas por sacerdotes y retransmitidas por videoconferencia.

El más claro de los gestos lo protagonizó el propio papa en la celebración de la llamada misa de Pascua. El pontífice no utilizó el clásico comodín providencialista llamado pecado, sino que lo sustituyó por un enigmático “desafío histórico”, sin especificar su responsable. Pero desafiar, etimológicamente, significa perder la fides, la fe, de ahí lo del desafío. El ser humano ha perdido la fe en Dios y este, más cabreado que nunca, lo ha castigado de modo fulminante, como en Sodoma y en Gomorra. Pero el papa, aunque no haya proclamado dicho principio providencialista de causalidad, no ha renunciado a él.

De hecho, después de afirmar que estamos ante un “desafío histórico”, proclamó urbi et orbi, el perdón de los pecados a los enfermos de coronavirus, a los que concedió indulgencia plenaria. 

Que el papa perdone los pecados cometidos por hombres y mujeres afectados por el coronavirus podría ser motivo más que suficiente para preguntarse acerca de quién se cree que es este tipo que se arroga dicha potestad supersticiosa, pero no lo haré, porque no ignoro que dicho privilegio se lo otorga la Iglesia a sí misma, lo que evidencia una desfachatez y soberbia poco comunes, y, además, porque solo sus forofos creyentes lo aceptan y ellos se sienten muy cómodos con dicho mecanismo.

¿Quién es el papa para perdonar los pecados de nadie, menos todavía, cuando, con toda certeza, está incluyendo en dicho término lo que son lisa y llanamente delitos tipificados en el código Penal y, por tanto, ajenos a una categoría confesional religiosa? Y, si no es así, ¿por qué, cuando habla de “pecados”, no especifica cuáles son? ¿Solo los de naturaleza religiosa, susceptibles de ser perdonados graciosamente por un ego te absolvo tan fantasioso como irritante? ¿Cómo saberlo, sobre todo, cuando muchos de los llamados pecados de los hombres son lisa y llanamente delitos perpetrados por gentes que se cobijan en sus creencias religiosas para cometerlos? Por ejemplo, de los llamados mandamientos de Dios, el Decálogo, pocos serán los que no sean delito cuando se conculcan. Así que, ¿cómo es posible hablar hoy día de pecados cuando son delitos? Incluso, la blasfemia, que tienen por ofensa a Dios, es castigada por el poder civil. Está claro que sin la influencia clerical que la Iglesia sigue ejerciendo en nuestra sociedad y en el Derecho, nada de estas alucinaciones serían posibles. Y, por supuesto, por la condescendencia que le otorga en este campo el poder civil, incapaz de poner firme a los jerarcas eclesiásticos.

La Iglesia sigue metiendo en el mismo saco penal de los pecados cada uno de los delitos del ser humano, a pesar de ser “la blasfemia mucho más penal que robar”, como afirmó el obispo Munilla. Declaración que constituye una pista de que, tanto Munilla como el papa, siguen considerando que el supuesto poder religioso -que Marsilio de Padua y Hobbes denominaban usurpación- está por encima del poder civil.

Según el papa, los enfermos de coronavirus, gracias a esta indulgencia plenaria universal, nada temerían al presentarse ante Dios, pues su aval les permitiría entrar en la corte celestial sin ningún pecado en su haber. Y como a Dios solo le preocupan los pecados, no los delitos, miel sobre hojuelas.

En este contexto, tiene puñetera gracia celestial que, por ejemplo, Juan Cotino, muerto por coronavirus, se haya ido tan fresco a la diestra de Dios Padre con el alma más limpia que un recién nacido, gracias a que, nada más y nada menos, el papa Francisco le perdonó sus “pecados” mediante una indulgencia plenaria concedida urbi et orbi y por videoconferencia. ¡Tiene güevos la cosa! ¡Como si el Cotino solo cometiera pecados en su vida y nunca delitos! Recuerden que, tras las elecciones autonómicas de 2011, Cotino fue presidente de Les Corts Valencianes, llevando un crucifijo y la Biblia debajo del brazo para jurar su cago, como fiel reflejo de su militancia en el Opus Dei.

Fue juzgado en el banquillo en la Audiencia Nacional por irregularidades en la contratación de pantallas para la visita del papa Benedicto XVI a Valencia en 2006, dentro del caso Gürtel. Durante su mandato, ocurrió el accidente de metro de Valencia de 2006, en el que fallecieron 43 personas y quedaron heridas 47. Las víctimas le acusaron de haberles ofrecido trabajo a cambio de que no denunciaran el caso.

Todos estos delitos, de cohecho, perjuro, malversación de fondos públicos, fueron los pecados de Cotino, entre otros, y que le fueron perdonados por el papa por arte de birlibirloque.

Lo de menos es que nos creamos o no esta farsa y tinglado doctrinal en el que se basa la dogmática de la Iglesia. Se necesita mucha fe, desde luego.Que haya parte de la sociedad que admita este estado de cosas es algo que, tampoco, reprocharé, pues cada uno elige libremente sus servidumbres y supersticiones. Importa poco que la Iglesia no abandone jamás el término pecado y el cuento de la indulgencia plenaria. Lleva engañando al pueblo con estas supercherías de ojete y de ombligo desde que san Pablo se hizo con la dirección de la empresa.

Lo que no se le puede permitir es que confunda pecado con delito. Menos aún que coloque su poder religioso -fundamentado en una dogmática inverificable-, por encima del poder civil. Que atribuya a una misa o a un rosario un poder curativo mayor contra el coronavirus que la ciencia o la medicina, como ya hizo a lo largo de las pestes habidas en el mundo, allá ella y su sentido del ridículo y el hazmerreír. Lo que no se puede consentir es que el poder político permita que estas necedades se vehiculen a través de espacios institucionales -como la televisión pública- y pertenecientes a un Estado Aconfesional.

En la web de la Conferencia Episcopal se contemplan declaraciones y celebraciones religiosas de todo tipo. En ellas, se evidencia que la Iglesia no ha abandonado el fundamentalismo religioso e integrista en estos tiempos de miedo y de zozobra, sino que, al contrario, ha repetido una y otra vez que “estamos en manos de Dios y que solo su Amor infinito aliviará nuestras penas y, finalmente, nos librará de esta terrible pandemia”.

¿Y la ciencia? Nada que hacer si Dios no lo quiere… Eso, sí, cuando, por fin, la ciencia haya terminado con esta pandemia, lo será porque lo ha decidido la Divina Providencia y, en consecuencia, se prodigarán misas para darle gracias. Y el primero en hacerlo será el papa de Roma.

Visto lo cual, ya no se sabe bien si estamos ante una jerarquía episcopal con dos dedos de racionalidad en la frente o ante una cuadrilla de sinvergüenzas y de cínicos. O ambas cosas a la vez.

El perdón de los pecados