jueves. 28.03.2024

El buen samaritano

jarrones

Todavía siguen resonando en las redes sociales -más redes que sociales-, la advertencia ética consistente en decir que el Coronavirus, una vez haya desaparecido,  nos dejará como marca indeleble de su paso por la tierra, no solo una crisis económica de órdago, millones de muertos en el mundo, sino, también, un plus de bondad y de mejora en nuestra responsabilidad púbica, por lo que, a veces, casi se nos sugiere que deberíamos dar gracias a esta puta Pandemia, porque por ella estamos recobrando nuestro ímpetu ético perdido no se sabe cuándo.

Empecé a sospechar de esta perspectiva, no porque no crea en que el dolor y el mal sean excelentes escuelas para mejorar la conducta cívica; incluso lo es la guerra, pues como decía Hegel, una guerra de vez en cuando viene bien para sacudir la modorra ética de la sociedad (aunque se lleve millones de muertos). Bueno, y tampoco hace falta citar a Hegel para saberlo, pues pertenecemos a una cultura cristiana heredada, defensora del axioma de que “el dolor es la mayor fuente de conocimiento” y “la experiencia es la madre de la ciencia”, sobre todo si, como la letra, entra con sangre.

Prefiero no comentar el hecho de que el dolor como grifo de conocimiento es una mierda y que de la experiencia, menos aún si proviene de la Historia con mayúsculas, no aprende nadie, y, por tanto, seguiré diciendo que mis sospechas se hicieron evidencia al ver que estas proclamas éticas tenían siempre el mismo destinario: la ciudadanía monda y lironda. Nunca los poderosos, los grandes empresarios, la banca y el FMI, por poner algunos ejemplos más que pertinentes.

¿Han tenido un gesto de generosidad solidario sus fundaciones, pienso en FAES, de Aznar, y en la Fundación Personal de Felipe González, con los afectados por la pandemia?

Me mosqueaba tanta deferencia y tanto interés por la ciudadanía contemplada de un modo uniforme y homogéneo, como si todos, ricos y pobres, banqueros y agricultores, grandes empresarios y autónomos viviesen esta naturaleza de ser ciudadano del mismo modo y, sobre todo, vivirla de forma idéntica en tiempos de una pandemia que, a la vista está, no trata a la ciudadanía del mismo modo, sin que por ello y pretenda acusarla de antidemocrática. Entiendo bien, procediendo de la naturaleza, que el virus vaya a los pues lo suyo, es global y universal, y a quien pilla por el camino se le introduce en el cuerpo para sobrevivir como virus. Pero, tampoco, me resisto a aceptar que no me importaría lo más mínimo que esta pandemia, en lugar de llevarse a quienes se ha llevado, se hubiese cebado en gente emérita de cualquier tipo y que tanto abunda por este mundo.

Junto con la buena nueva de que todos seríamos más buenos que un principio categórico kantiano, iba parejo el discurso de la solidaridad basada en la parábola del buen samaritano (San Lucas, 10, 25-37) -y que no referiré-, pero con la misma indefinición de su destinatario o, mejor dicho, destinado a la misma ciudadanía uniforme y homogénea anterior.

librEstá bien recordar este discurso, porque, normalmente, en épocas de pandemias, de pestes y de guerras, no es habitual que el comportamiento de la ciudadanía se caracterice por su inclinación a hacer el bien de forma desinteresada. Si se leen los dos grandes relatos sobre esta cuestión, Diario del Año de la Peste (1722), de Daniel Defoe, y La peste (1947), de Camus, se verá que los actos de bandidaje, de rapiña, de robos, de destrucción masiva de instrumentos y de los depósitos de la producción, en mayor o menor escala, se reproducen de forma exponencial. Y nadie duda que eso se debe, no solo a que la naturaleza del ser humano es la de un depredador nato, que es lo más fácil de decir, sino que, también, y sobre todo, a la descompensación bestial de la distribución de la riqueza.

¿Qué, coño va a hacer un muerto de hambre en una situación caótica como la que puede acarrear una pandemia global? ¿Ser responsable y respetar las leyes que se le han impuesto para hacer que él y muchos otros coman literalmente mierda, es decir, la comida que los satisfechos arrojan diariamente a los contenedores?

No quiero ponerme Cantinflas, así que iré al grano de pus que me interesa explotar contra quienes se pasan el día pregonando a los demás que sean generosos, que sean solidarios, cuando ellos, ¡cabrones sean mil veces!, sin especificar lo más mínimo que esa petición general se dirige, también, a los poderosos de este mundo, los cuales, no parece que se den aludidos por tales discursos, ni por ningún otro.

¿Será verdad que solo la Iglesia, como institución fuerte y poderosa, rica como pocas, sea la única interesada en repartir limosnas entre los pobres de las parroquias, aunque, lo haga  través de ONGs subvencionadas con el dinero del Estado? Pues pudiera ser que pudiera. En cualquier caso, para esta época en la que el discurso institucional, pero no solo, nos invita a que seamos buenos y responsables, nada mejor que la lectura del libro esclarecedor de Helena Béjar, El mal samaritano. El altruismo en tiempos del escepticismo (Anagrama. 2001).

Entiendo que a nadie se le puede obligar a ser generoso, incluso aun cuando ese nadie sea llame Bezos, Gates, Ortega o Zuckerberg, pero uno no puede ver alterado su colesterol malo cuando observa que, quienes más aconsejan a los demás modales de solidaridad en su conducta, menos generosos lo son. Y no lo son, siquiera, en parcelas al alcance de sus manos, y que, básicamente, no les supondría una sustracción de sus riquezas, superior, incluso, a lo que puedan ganar en sus respectivas pagas extraordinarias.  

Ejemplos.

Hay instituciones, como los periódicos, algunos muy poderosos, tú los conoces muy bien, que siguen manteniendo “bajo registro” los artículos de sus colaboradores impidiendo que ciertos lectores no accedan a ellos, pues no gozan de una renta per cápita suficiente para suscribirse al periódico y leerlos por Internet. La tacañería de la mayoría de los periódicos en este sentido ha sido, lo sigue siendo, soberbia. Y no se libra ninguno de ellos. Ni en los tiempos de esta brutal pandemia, obligados a resistir en una habitación, muchas personas no han podido disfrutar de ese gesto de solidaridad por parte de los grandes periódicos y acceder a sí a una lectura gratuita de artículos y reportajes.

Increíble esta falta de cintura solidaria, porque tomar esta decisión no les habría supuesto económicamente un carajo, sabiendo, además, que el lector compulsivo del periódico lo seguirá comprando, haya pandemia o no, con permiso del confinamiento, claro.

En cuanto a las televisiones públicas y las privadas que dominan el cotarro de las retransmisiones deportivas, cabe decir lo mismo. En ningún momento se les ha ocurrido la idea retransmitir partidos de fútbol sin que nadie se viese obligado a pagar un euro por contemplar dicho evento. Para colmo, muchos aficionados, más que compulsivos, esquizofrénicos, se han visto obligados a ir a un Bar para ver a su equipo del alma y, ¡maldita sea!, exponiéndose así a contagiarse si es que ya no lo estaban… Ni la más mínima compasión, típica del buen samaritano, han sentido por esos millones de aficionados que, en periodos de normalidad absoluta, hacen que las empresas del fútbol mantengan sus escandalosos negocios.

En cuanto a banca, ¿qué decir? Solo recordar el dicho de Bertold Brecht: “No es delito robar un banco, sino crearlo”. Si no han aumentado el coste de las transferencias y cualquier operación realizada en los cajeros automáticos o en internet, contentos nos podemos ver. El dinero no huele y el obtenido como plus en tiempos de pandemia, tampoco. No basta con alargar las moratorias para pagar las hipotecas pendientes, que es todo un detalle, sí, pero, ¡ya basta de tanta ruindad y rapacería!

¿Que era lo previsible? Pues sí. Los bancos, los periódicos y las empresas funcionan, cuando funcionan, siguiendo el reguero de la ley, que no de la ética. Y bien sabemos que los caminos de la primera como los de la ética son como el sendero de los jardines que se bifurcan, que decía Jorge Luis Borges.

A las grandes fortunas de este país, provenientes del sistema bancario o empresarial, no parece que ni la muerte de miles de personas les haya provocado el síndrome del buen samaritano. ¿Han tenido algún gesto? Dirán que sí, que, por ejemplo,  lo ha tenido san Amancio Ortega. Pero si es así, tampoco retiro la pulla. Porque, caso de haber  caído en esta evangélica tentación de generosidad, seguro que en la declaración de la renta del año que viene les sale a recibir una pasta gansa millonaria gracias precisamente a esa limosna… 

¿Y qué me dicen de los expresidentes de Gobierno, aquellos que perdían el culo, digo su libertad, para que los demás lo fuéramos libres? ¡Que ocasión han tenido, todavía disponen de ella, para demostrar en esta pandemia que eran unos pedazos de presidentes generosos y filántropos! ¿Han tenido un gesto de generosidad solidario sus fundaciones, pienso en FAES, de Aznar, y en la Fundación Personal de Felipe González, con los afectados por la pandemia?

Un amigo, tras leer lo que antecede, me dice que tanta ingenuidad por mi parte le conmueve. Le pregunto que por qué. Su respuesta me deja pensativo: “Contento te puedes ver que esta gente no haya aprovechado la actual pandemia para enriquecerse más de lo que lo hacen en tiempos de normalidad?”.

A lo que, desde mi ingenuidad, le he replicado: “¿Acaso no lo han hecho?”. Mi amigo no ha respondido.

El buen samaritano