viernes. 29.03.2024

Esa beatífica estupidez que nos invade

Dijo aquel visionario que siempre tendríamos pobres entre nosotros. Lo que no aclaró es si, además, de pobres de bolsa lo serían, también, de espíritu.

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Una sociedad que requiere la presencia de un futbolista como ídolo para que un pueblo encuentre en él sus señas de identidad, está a dos pasos de consumar el cenit de su perfección estúpida

Dijo aquel visionario que siempre tendríamos pobres entre nosotros. Lo que no aclaró es si, además, de pobres de bolsa lo serían, también, de espíritu. Lo cual no se sabe qué es peor, si un pobre de solemnidad o un estúpido que ejerce como tal a lo largo de unas cuantas horas al día.

Porque convengamos en que estúpidos no lo somos a tiempo completo. Aunque lo quisiéramos, no podríamos ejercer de estúpidos con dedicación exclusiva. Si hay alguien que así lo hiciera, tendría que dar un paso al frente y ofrecerse como objeto de investigación científica. La humanidad se lo agradecería.

En realidad, la naturaleza es tan piadosa que hasta permite que el ser humano dé muestras de inteligencia, no muchas, pero sí suficientes para demostrar que intelectualmente está por encima de las ratas, status que ponía en cuestión Ambrose Bierce. El ejemplo más nítido de esta permisividad lo observamos en ciertos estúpidos, cuya alopecia mental va pareja con su verborrea digna de un mentecato. Tal vez, a los políticos les gustaría ser los únicos portavoces de dicha cualidad aborrecible, pero no es así. Dichos elementos se reclutan hasta en los ámbitos de la jurisprudencia.

Si fuéramos estúpidos de una pieza, el mundo sería irrespirable, que así lo es cuando un tanto por ciento de la población decide ser estúpida a la misma hora, evento que, en ocasiones, ocurre de forma simultánea, tanto en la intimidad como al aire libre.

Si Darwin viviera, no tendría necesidad de irse a la isla de los Galápagos, porque le bastaría ver durante un cuarto de hora cualquier programa de televisión para comprobar hasta qué punto el desarrollo de la involución y regresión de la especie humana hacia especies unicelulares es un hecho científico

Pero distingamos. Cuando esta estupidez la patenta gente con poder de joder la marrana a una población, entonces su influencia está a la altura de una peste bubónica. Un grupo de estúpidos haciendo planes para incordiar al prójimo es terrible. Y, por favor, no pensemos únicamente en los consejos de ministros del gobierno o los ídem de Gas natural o de Telefónica. Podéis encontrarlos en el FMI, en la conferencia episcopal y en la cúpula del ejército, tierra, mar y aire.

Alguien pensará que los estúpidos cuando se encuentran no se aguantan entre sí, pero se equivocan. Los estúpidos se quieren y se apoyan tanto que logran fácilmente formar cuadrilla o grupo de militancia activa. Y es que la estupidez nunca está quieta, siempre está activa, en ebullición, en movimiento. Trabaja de forma conjunta e interdisciplinar. O, como dicen ahora, de forma transversal. Su radio de acción alcanza cada uno de los ámbitos de la vida. Y no los concretaremos no vaya a ser que alguno se sienta discriminado.

Lo más lamentable es que quienes deberían protegernos de ella no lo hacen, sino que están empeñados en proporcionarnos nuestra ración diaria de estupidez. Se diría que desean una colectividad estúpidamente compacta. A veces, hasta lo consiguen.

En lugar de ser un dique de contención contra ella, se empeñan en mostrarla como la cosa más natural del mundo. El niño del cuento de Andersen hoy ya no diría que el rey va desnudo, sino que “Rajoy es estúpido”.

La prensa y la televisión se han convertido en portadores de la consagración de la estupidez, presentándola como si fuera una virtud. Quizás, eso se deba a que ambos medios se han vuelto esencialmente estúpidos. Tanto trato e intimidad con ella han conseguido que asumamos sus formas más degradantes como si fueran delicias turcas para la mente.

En lugar de emitir programas para enseñar al mundo cómo combatirla se la enaltece, retransmitiendo una y otra vez las imágenes de gentes que no hacen más que gritarse estúpidamente los unos a los otros. Estaría bien que cambiasen semejantes bocazas por otros. Su forma de manifestarse estúpidos es tan clónica que aburren y la gente necesita nuevas formas de estupidez. Y lo peor de todo: personas que parecían la mar de sensatas, al contacto con esta tropa, han terminado por ser idénticos a ellos.

¿Y qué decir de los periódicos y su relación con la estupidez? Los hay para quienes la única estupidez válida es la que protagonizan los políticos que no son de su cuerda. No lo duden. La falta de autocrítica es una característica esencial de la estupidez. Así que vayan sacando cuentas.

Hace unos días, casi dos millones de personas se quedaron extasiados ante la televisión escuchando la apasionante discusión de Carmen Lomana con su hermano en un programa que denominan Sálvame de luxe. Share dixit.

Cada persona es muy esclava de enajenar su materia gris con aquella sustancia que le convenga, pero uno se pregunta qué puede aportar al desarrollo de tu inteligente estupidez los rifirrafes familiares de dos personas que ni te van ni te vienen. Ya que uno decide voluntariamente ejercitarse en el cultivo de su estolidez mental –recuerden que todos disponemos de un tiempo maravilloso para hacerlo-, estaría bien encontrar formas más nobles de volverse tonto perdido. A no ser que junto con la estupidez uno quiera desarrollar al mismo tiempo una cierta dosis de masoquismo auditivo.

Desgraciadamente, la prensa no solo es receptáculo de las distintas formas en que practicamos nuestro prurito de insensatos. Ella misma nos incita a serlo sin ningún pudor. Los cronistas deportivos en este sentido son geniales promoviendo la creación de la estulticia colectiva que es, como se sabe, un punto de gilipollez estructural superior. Un periódico, que no nombraré para no darle publicidad estúpida, sentenciaba que “nadie como un joven de la tierra, de la casa, para representar a un pueblo, necesitado de ídolos con los que identificarse”. Entiéndase, un ídolo futbolista.

En lugar de evolucionar parece que estuviéramos involucionando a pasos gigantescos. Si Darwin viviera, no tendría necesidad de irse a la isla de los Galápagos, porque le bastaría ver durante un cuarto de hora cualquier programa de televisión para comprobar hasta qué punto el desarrollo de la involución y regresión de la especie humana hacia especies unicelulares es un hecho científico.

De hecho, una sociedad que requiere la presencia de un futbolista como ídolo para que un pueblo encuentre en él sus señas de identidad, está a dos pasos de consumar el cenit de su perfección estúpida.

Esa beatífica estupidez que nos invade