jueves. 28.03.2024

Consecuencias de la escasa democracia en EEUU

eeuu

Como era predecible, las elecciones del 3 de noviembre en EEUU están siendo presentadas por los grandes medios de comunicación estadounidenses (pero también por los grandes medios europeos) como la gran “fiesta de la democracia”, celebrando el ejercicio de la voluntad popular que supuestamente caracteriza a las democracias liberales y, muy en particular, la estadounidense, referencia internacional dentro del mundo democrático. Como indicó Joe Biden, candidato demócrata a la presidencia de EEUU, en un momento de celebración de su victoria electoral, “el sistema de gobierno estadounidense ha mostrado, durante sus 240 años, su ejemplaridad, despertando la envidia de todo el mundo.”

Los datos, sin embargo, no corroboran ni apoyan esta interpretación idealizada -promovida por los establishments liberales a ambos lados del Atlántico Norte- de una realidad que es muy distinta. De hecho, estas elecciones han mostrado las grandes insuficiencias de la democracia neoliberal, que alcanzan su máxima expresión, precisamente, en el actual EEUU. Los resultados electorales muestran claramente los efectos de un sistema electoral profundamente sesgado a favor de las opciones más conservadoras y que limita enormemente el ejercicio de la voluntad popular. Según la última actualización del recuento de votos por formación política, el Partido Demócrata ha conseguido más votos que los obtenidos por el partido más conservador, el Partido Republicano, tal y como ha ocurrido en todas las elecciones presidenciales en los últimos veinte años (excepto en una ocasión, en el año 2004, cuando el presidente republicano, George W. Bush, obtuvo 3 millones más de votos que su oponente demócrata, John Kerry). Y a pesar de esta mayoría de votos del Partido Demócrata sobre el Republicano, ha sido este último el que ha gobernado el país durante la mayor parte de este período. Aquel eslogan de que “todos los votos valen lo mismo” (surgido del principio democrático de “una persona, un voto”) no se cumple en la gran mayoría de sistemas democráticos liberales, y todavía menos en EEUU, el país con el sistema democrático menos representativo de todos los existentes tanto en Norte América como en la Europa Occidental, tal y como mostré en un artículo que escribí días antes del 3 de noviembre (“Los grandes déficits de la democracia en EEUU: claves para entender lo que pasará mañana”, Público, 02.11.20).

Es cierto que esta vez ganó el candidato demócrata, Joe Biden, pero no le resultó nada fácil y ganó por los pelos, a pesar de haber ganado por una amplia mayoría de votos (más de 4,5 millones más que Trump). Esta victoria “por los pelos” se basa en la escasísima representatividad del Colegio Electoral (que es el que elige al presidente), un órgano también muy sesgado a favor de las fuerzas conservadoras cuya composición es determinada, entre otros, por el Senado, la cámara menos representativa del Estado Federal en EEUU. Esta cámara es probable que continúe bajo el control del Partido Republicano como consecuencia de que cada estado (desde California, que tiene casi 40 millones de habitantes, al Wyoming, que tiene poco más de medio millón) tiene el mismo número de senadores: dos. Este hecho hace que en el sistema supuestamente “modélico y envidiable” estadounidense, el voto de un ciudadano del Estado más pequeño (y también más rural y conservador) puede ser hasta ochenta veces más valioso que el del ciudadano de California, un estado con grandes centros urbanos en los que se concentra, por cierto, la clase trabajadora.

Trump, en su discurso de enfado y rechazo tras conocer los primeros datos de las elecciones que no le eran favorables, además de acusar al Partido Demócrata de haberles “robado y manipulado” el proceso electoral, bien directamente o a través del voto por correo controlado en su mayoría por Estados demócratas

Como resultado de tal desproporción, el Senado probablemente continuará teniendo un gran poder en manos del Partido Republicano, con la potestad de vetar las principales propuestas del gobierno Biden (promovidas por el candidato socialista en las primarias del Partido Demócrata, el senador Bernie Sanders), tales como un presupuesto federal muy expansivo (con una clara orientación social), argumentando que hay que controlar el déficit y deuda pública (argumento que nunca utilizaron cuando aprobaron los presupuestos del gobierno Trump, que aumentó el déficit y deuda pública en cantidades insólitas en los presupuestos del Estado federal).

Continuará la escasísima diversidad política existente en las instituciones representativas

Las elecciones han demostrado también las grandes limitaciones del sistema bipartidista, con una escasa proporcionalidad del sistema electoral, permitiendo el debate político solo entre dos opciones políticas, una profundamente conservadora (hoy de ultraderecha), representada por el Partido Republicano, y la otra de centroderecha de sensibilidad liberal, representada por el Partido Demócrata (durante muchos años fue observador y asociado a la Internacional Liberal). No ha habido ningún partido de centroizquierda o de izquierda que haya sido admitido en el debate. De hecho, era prácticamente imposible que los hubiera, pues el sistema electoral no es proporcional (en el que el número de representantes corresponde al número de votos) sino mayoritario, lo cual determina que su sistema de partidos sea bipartidista, imposibilitando en la práctica la aparición de una tercera opción política.  De ahí que los partidos de izquierda -bien de sensibilidad socialista o socialdemócrata, o bien partidos comunistas- no tengan ni puedan tener ninguna capacidad de representación. El único espacio posible para estas fuerzas es el que puedan conseguir dentro de los principales partidos mediante las primarias y, en el caso de las sensibilidades de izquierda, dentro del Partido Demócrata, funcionando como una corriente minoritaria dentro de este partido de corte liberal.

En este sentido, es importante subrayar que el número de congresistas progresistas próximos a los partidos de izquierda (mayoritariamente, del Partido Socialista) aumentó como resultado de las últimas elecciones, continuando, sin embargo, como una minoría muy exigua (aproximadamente 20 congresistas). En general, estos congresistas están marginados y reprimidos por el aparato del Partido Demócrata, que tiene una relación muy estrecha con la clase corporativa (the corporate class, que incluye a los propietarios y gestores de las grandes corporaciones), habiéndose desarrollado una especie de sistema de puertas giratorias entre los miembros del partido y la clase dirigente de los grandes grupos corporativos que ejercen una enorme influencia sobre los aparatos del Estado federal. Es cierto que la dirección del Partido Demócrata ha ido cambiando con el tiempo, incluyendo progresivamente en sus órganos de dirección a miembros de las minorías negras y latinas y a mujeres de clase media alta, con educación superior, aunque ello no ha conllevado un cambio significativo en su orientación política, mayoritariamente liberal. Como he indicado en el artículo citado anteriormente, el gran subdesarrollo del Estado del Bienestar en EEUU y su ausencia de derechos fundamentales básicos, tanto sociales (no hay, por ejemplo, derecho al acceso a los servicios sanitarios) como laborales (es muy fácil para los empresarios despedir a sus empleados y trabajadores), se basa en esta realidad. Y no es probable que esta situación cambie en el nuevo escenario político bajo el gobierno Biden.

Biden: representante del liberalismo que caracteriza a la dirección del Partido Demócrata

Joe Biden es un político con una larga trayectoria de defensa de los intereses de la clase corporativa dentro del Partido Demócrata, habiendo sido una voz importante de la ideología liberal promovida por su formación desde el mandato del presidente Clinton al del presidente Obama, del cual él fue vicepresidente. Su apoyo a la globalización y a los tratados de libre comercio dañaron el bienestar y calidad de vida de las clases trabajadoras de los sectores industriales, que vieron descender tanto sus salarios y estabilidad laboral como el número de puestos de trabajo durante la época de expansión neoliberal. Como resultado, se produjo un descenso muy marcado de la esperanza de vida de la clase trabajadora de los sectores industriales (la mayoría blanca), con un aumento de la mortalidad debido a la adicción a las drogas y suicidios, entre otras causas. De ahí que una parte muy importante de esta clase trabajadora blanca se convirtiera en el eje central del apoyo a Trump, que se presentó, tanto en 2016 como en 2020, como el candidato antiestablishment liberal. El trumpismo (como también mostré en mi artículo “El crecimiento del trumpismo o fascismo en EEUU”, Público, 26.10.20) tiene una orientación ideológica de características semejantes a las del fascismo español, con un nacionalismo exacerbado -que considera a su nación como la escogida por Dios para liberar al mundo del socialismo-comunismo- y un marcado carácter religioso, machista, anticientífico, autoritario, caudillista, antidemocrático y represivo.

Sería un gran error, sin embargo, considerar a todos los votantes de Trump como trumpistas. En realidad, el voto a Trump era el voto contra el establishment liberal del gobierno federal que había abandonado las políticas redistributivas para centrarse en las políticas identitarias que consistían primordialmente en integrar a personas profesionales negras y mujeres en las estructuras del Estado. El hecho de que el Partido Republicano haya conseguido, en estas elecciones del 3 de noviembre, el mayor número de votos de su historia (más de 71 millones), constata el éxito de Trump en canalizar el gran enfado de grandes sectores de la clase trabajadora, pasando de la abstención al voto Republicano, aumentando la participación hasta niveles récord. Según los datos del New York Times, recogidos en una encuesta a pie de urna, el 49% de los votantes sin educación media y superior -la mayoría de clase trabajadora no cualificada-, el 40% de los trabajadores sindicalizados y el 41% de los trabajadores en situación precaria de trabajo, votaron a Trump, canalizando el enfado y rechazo hacia el establishment liberal representado por el Partido Demócrata e identificado con la candidatura de Biden. Esta experiencia, por cierto, es semejante a la europea, donde la conversión de las izquierdas (predominantemente socialdemócratas) al neoliberalismo ha tenido como consecuencia el trasvase de voto de amplios sectores obreros que votaban a partidos de izquierda a una ultraderecha que consiguió canalizar el rechazo hacia aquellas políticas.

Trump, con gran astucia, ha estado acusando a los Demócratas de estar financiados por los grandes grupos económicos y financieros del país, utilizando la gran hostilidad que ha recibido de los medios (que estos grupos financian) como prueba de ello. En su último discurso de campaña se definió como el defensor de la clase trabajadora industrial (the blue collar workers), olvidada y maltratada históricamente por los gobiernos del Partido Demócrata. La movilización de esta clase trabajadora precarizada (mayormente abstencionista), así como de otras poblaciones olvidadas por el establishment liberal (como las poblaciones rurales) ha sido lo que más ha contribuido al aumento de más de 8 millones de votantes al Partido Republicano respecto a las elecciones de 2016. Ha sido precisamente el gran aumento de la participación electoral, con la movilización de amplios sectores abstencionistas a favor de Trump, lo que ha causado que fallaran casi la totalidad de las encuestas que auguraban un enorme triunfo de los Demócratas. Aunque Trump haya perdido las elecciones, ganó la gran batalla dentro del Partido Republicano, consiguiendo el mayor número de votos que el partido haya conseguido en su historia. Nunca antes el partido había tenido una base social tan amplia y movilizada como ahora. De ahí la importancia de este dato, ignorado o silenciado por gran parte de los principales medios de información en España.

La pandemia y su impacto electoral: la existencia de dos países en un mismo Estado

La pandemia ha mostrado de forma dramática la realidad social existente en EEUU, y ha puesto al descubierto el hecho de que hay dos países en un mismo Estado: el compuesto por clases pudientes, por la mayoría de las clases medias profesionales y por parte de la clase trabajadora sobre todo la cualificada (cuya participación también aumentó), por un lado, y todas las demás (la gran mayoría de la clase trabajadora), por el otro. Los primeros pudieron confinarse; los segundos -la mayoría de la clase trabajadora- no se lo pudo permitir. Y han sido precisamente los que no han podido confinarse los que han quedado más afectados por la crisis económica. De ahí que el enfado creciera y que también lo hiciera el apoyo a Trump, que promovía el mensaje de que había que priorizar la economía sobre todo lo demás (incluyendo el control de la pandemia).

La encuesta a pie de urna del New York Times muestra que para la gran mayoría de la población cuyo nivel de renta era mayor al promedio del país y cuyo trabajo no se había visto afectado por la pandemia, pudiendo trabajar en casa, el tema central era -precisamente- la pandemia y el miedo al contagio, mientras que, para el resto de la población, en condiciones laborales difíciles, su situación económica y laboral eran lo más importante. La parálisis económica afectó predominantemente a los trabajadores manuales que no podían hacer el trabajo en casa, a diferencia de los trabajadores profesionales que sí pudieron teletrabajar. La propagación de los contagios mostró que los barrios obreros -donde vive la clase trabajadora no cualificada- eran los más afectados (pues en ellos había también una mayor movilidad) por la crisis económica y fueron, también, los que votaron más al presidente Trump, debido a que, como indiqué antes, fue el candidato que más enfatizó la necesidad de mantener la economía por encima de la prevención de la enfermedad. Para entender este comportamiento hay que tener en cuenta la escasísima protección social existente en la sociedad estadounidense, con un subdesarrollo muy notable de los derechos laborales y sociales de la mayoría de la ciudadanía. No tener trabajo es, pues, lo peor que le puede pasar a una familia obrera sin recursos.

De esta manera, la pandemia jugó un papel determinante en las elecciones, dividiendo y polarizando el país. La mitad que gozaba de mayor seguridad laboral y que quedó menos afectada por la desaceleración económica votó predominantemente a Biden, y la que se vio más afectada por la crisis económica votó a Trump. De ahí que Biden fuera el principal receptor de aportaciones para financiar la campaña por parte de la primera mitad, y que Trump (que recibió menos fondos) fuera el principal receptor de donaciones de la mitad más castigada, tal y como documenté en mis artículos citados anteriormente.

La gran movilización del elector abstencionista en una situación polarizada

Trump, en su discurso de enfado y rechazo tras conocer los primeros datos de las elecciones que no le eran favorables, además de acusar al Partido Demócrata de haberles “robado y manipulado” el proceso electoral, bien directamente o a través del voto por correo controlado en su mayoría por Estados demócratas (acusación que era a todas luces falsa), hizo una mención especial al hecho de que el establishment liberal se estaba movilizando para, una vez más, explotar al trabajador manual (blue collar worker) a costa de la gente pudiente del país. Su lenguaje obrerista y antiestablishment extraordinariamente movilizador, que había movilizado a grandes sectores de los trabajadores de la manufactura, contribuyó en gran medida a conseguir el mayor número de votantes republicanos en la historia de EEUU.

Sin embargo, el voto demócrata fue incluso mayor (casi 5 millones más de votos), procedente mayoritariamente de las clases medias profesionales, de las zonas urbanas y de los suburbios (la parte más pudiente de las clases medias). Su victoria se debe al apoyo de estos grupos sociales junto con amplios sectores de la clase trabajadora cualificada y de los más politizados (incluso muchos de los que habían votado a Trump en 2016, votaron a Biden en 2020), gracias al apoyo mayoritario que Biden recibió de la dirección de los sindicatos (el 57% de los trabajadores sindicalizados le votaron) y de la mayoría de clase trabajadora cualificada. En total, más de 76 millones de votantes demócratas que, junto a los más de 71 millones de votos republicanos, alcanzaron una participación electoral del 67%, la más alta en la historia reciente del país. Muy alta en EEUU, pero más baja de lo que es común en los mayores países europeos como Francia (74,6% en 2017), Alemania (76,2% en 2019), Dinamarca (84,6% en 2019) o Suecia (87,2% en 2018). España, uno de los países con menor participación de Europa Occidental, tuvo una participación casi idéntica a la estadounidense en las últimas elecciones generales (67%), hecho que en España se valoró muy negativamente por considerar bajo este porcentaje, mientras que en EEUU se considera una gran victoria. Está claro que el Sr. Biden no conoce estos datos, cuando considera la democracia estadounidense ejemplar y envidiable a nivel mundial.

La división de las clases populares en EEUU: el racismo y su importancia en la reproducción de tal división

Además de debilitada debido a la inexistencia de partidos que sirvan a sus intereses, la clase trabajadora está hoy claramente dividida. Y contribuyendo a esta división está la política racista seguida por el presidente Trump en respuesta a la creciente importancia de la rebelión de la población negra (y, en menor medida, la latina, excepto la del sureste de EEUU) frente al dominio blanco en las estructuras de poder. Esta rebelión ha jugado un papel importante en la movilización para parar a Trump, prototipo del personaje racista (sin ambigüedades ni disimulos) y, también, machista grosero. De ahí que la gran mayoría de negros (y de latinos, excepto en Florida) y de mujeres apoyaran a Biden. En este sentido, es importante destacar que la figura central de las elecciones fue en todo momento Trump, pues los votos de Biden no fueron necesariamente de apoyo a Biden (el político liberal y representante de la clase política bastante desprestigiada en EEUU), sino en contra de Trump. Sin ánimo de minimizar la enorme importancia del movimiento Black Lives Matter y la gran simpatía y apoyo que ha despertado a lo largo y ancho del territorio en EEUU, hay que aclarar que la importancia del tema racial no se debe a un incremento (inexistente) del racismo, sino a la utilización del racismo precisamente para dividir a la población, incluyendo a la clase trabajadora. La inseguridad y falta de estabilidad y protección social del obrero blanco es la mayor causa de su racismo. Hay que ser conscientes de que, resultado del dominio conservador-liberal en el Estado federal, el Estado del Bienestar está muy poco desarrollado y en su mayoría (excepto la Seguridad Social) está privatizado. No hay una universalización de los derechos laborales y sociales. El acceso a los servicios sanitarios no es un derecho, de manera que el 38% de enfermos terminales afirman estar preocupados por cómo ellas y ellos y/o sus familiares pagarán sus facturas médicas. Desafortunadamente, la propuesta sumamente popular del candidato Sanders de universalizar este derecho no la hizo suya Biden (que tampoco hizo suyo el Green New Deal), manteniendo un Estado del Bienestar de tipo asistencial, es decir, “para los pobres”, que la mayoría de la población blanca cree erróneamente son mayoritariamente negros (la mayoría de pobres en EEUU son obreros blancos que viven en zonas rurales). De ahí que el obrero blanco en paro, sin ninguna protección social, no vea ningún beneficio por el pago de sus impuestos, y cree estos solo benefician a las minorías, y no a las personas como él.

La gran importancia y relevancia de lo que está ocurriendo en EEUU

No puedo finalizar este artículo sin destacar dos hechos que están ocurriendo en EEUU y que tienen una gran importancia y repercusión tanto para el bienestar de las clases populares estadounidenses, como para el resto de la humanidad. Uno es el haber parado los pies al máximo representante del trumpismo, que es la versión del siglo XXI del fascismo del siglo pasado. Esto ha sido posible gracias a una amplia alianza de distintas sensibilidades políticas y diferentes movimientos sociales se han unido para parar tal deriva. La alegría suscitada en la parte más progresista del país –que salió a la calle en cuanto se supo que Trump había perdido- refleja la esperanza de un mundo mejor que en ningún caso puede consistir en la restauración de la normalidad anterior. Que ello sea así dependerá de la correlación de fuerzas dentro de esta amplia alianza, que incluirá un amplio abanico de sensibilidades temerosas ante lo que significa el auge del trumpismo.

El segundo hecho, también de gran importancia, es que el trumpismo no fue derrotado. Perdió una batalla importante, pero consiguió el apoyo de casi la mitad del electorado estadounidense. Trump fue derrotado en el terreno electoral, pero no es una derrota absoluta, pues continúa teniendo un gran poder, incluyendo en aparatos del Estado tales como el Senado y la Corte Suprema. El eventual fracaso de la alianza anti-Trump en su estrategia de cambio puede conllevar la vuelta del trumpismo incluso con más fuerza. Que ello ocurra o no dependerá de que se apliquen las propuestas auténticamente transformadoras (democratizando el sistema político, económico y social, con la universalización de derechos políticos, sociales y laborales), promovidas por movimientos sociales dirigidos por Bernie Sanders, que empoderen a las clases populares y atraigan a aquellos que actualmente apoyan a Trump, pues sin parte de sus votantes será dificilísimo cambiar Estados Unidos y mejorar profundamente su democracia.


Catedrático Emérito de Ciencias Políticas y Políticas Públicas, Universitat Pompeu Fabra, Profesor de Public and Social Policy en The Johns Hopkins University y Director del JHU-UPF Public Policy Center

Consecuencias de la escasa democracia en EEUU