sábado. 20.04.2024

La mano que mece la cuna

El Estado corrector de desigualdades se está viniendo abajo porque así lo ha decidido la mano invisible que dirige el ente depredador, cada vez más omnipresente a escala planetaria. Así pues, los gobiernos y demás ínsulas, todos ellos muy obedientes a la mano que mece la cuna, ponen en marcha sus planes, cueste lo que cueste y caiga quien caiga.

Dicen las malas lenguas que hay un consenso entre la jerarquía que dirige el mundo para dar un discurso unificado y persistente orientado a dar los frutos previstos.  Y para que todo salga a pedir de boca, han reclutado a un excelso ejército interdisciplinar de profesionales que estudie la mejor forma de convencernos.

Para que los sufridos contribuyentes no nos alarmemos ante la anunciada orfandad, nos van dejando, poco a poco, en manos de una bondadosa madrastra que mitigue nuestra soledad: las entidades bancarias.

Estas instituciones están dispuestas a suplir los servicios que debería prestarnos el Estado por un módico precio. Prometen esmerarse en dar protección a quienes les muestren su confianza: seguros de vida, de hogar, se vejez, etc. Todavía no ofrecen seguros de paro, pero tiempo al tiempo. “Proteja a los suyos”. “Asegure su vejez”. “Cambie de coche”. “Renueve su hogar” son, entre otros, los maravillosos esloganes que emiten. Si tenemos cualquier necesidad o capricho no tenemos que angustiarnos, para eso están los créditos blandos, los ligeros, los superligeros y otros posibles para dar cobertura a nuestros deseos. Si alguien tiene dudas de que un coche es símbolo de prestigio, de poder, ahí van algunos mensajes: “La potencia de los líderes”. “Conduce tu propia vida”. ¿Verdad que estimula el ego?

El otro día, me comentaba una amiga (no doy el nombre porque prefiere seguir en el anonimato) que salió del banco con un montón de folletos protectores. Comenzó a sentirse tan segura que, por un momento, se le pasó la angustia que sentía ante el inminente vencimiento del pago mensual de la hipoteca de su piso. Se dejó ilusionar por el espíritu solidario y maternal que mostraba dicha institución. La desilusión llegó cuando, ya en casa, repasó los folletos bancarios e hizo las cuentas correspondientes. Fue entonces cuando se dio cuenta que con los 850 euros que ingresaba en casa no podía permitirse los bondadosos planes de pensiones, ni el seguro de vida, ni mucho menos pedir un crédito para cambiar su destartalado coche. “Sentí todas mis esperanzas frustradas; como si el mundo se me viniese abajo”, me dijo con infinita tristeza.

Y es que mi amiga, a pesar de estar bien entrada en la cuarentena, es una ingenua. Yo la aconsejé que, a pesar de los pesares, siguiese exigiendo al Estado lo que es de obligado cumplimiento, porque a fin de cuentas seguía pagando sus impuestos.

La mano que mece la cuna