jueves. 25.04.2024

¿Qué daría? ¿Qué daríamos?

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Hoy he caminado el Rastro madrileño. No las vías principales de la Ribera de Curtidores ni plaza de Cascorro, no, que aún con aforo restringido, rehúyo. He pateado los aledaños. Las callejuelas adyacentes casi vacías de curiosos y de puestos de venta. Pequeños tenderetes con variopinto género en oferta. En uno de ellos, desparramados, lo que son imanes para mi persona: libros. Suele haber casi siempre alguno que me llama por mi nombre. En esta ocasión una novela con su portada de diseño muy siglo pasado y de título y autor en consonancia: El negro que tenía el alma blanca y Alberto Insúa, respectivamente. Por supuesto que me suena el nombre del autor y su novela llevada al cine. Película de la que solo recuerdo el título y que fue una de las tantas que nutrieron el cine en familia de la Plaza de Toros, a donde nos llevaban nuestros padres para distraernos de los calores de la noche cacereña.

En esta ocasión no he adoptado la novela. En su lugar, del mismo Insúa, me he decidido por la titulada Humo, Dolor, Placer para hacer un estudio de trama y estilo del autor con vistas a mi futura deriva literaria, que ya contaré algún día.

El germen «del alma blanca, cine familiar de Plaza de toros y noches de verano cacereña», había prendido en mi adentro, aunque no fui consciente hasta detenerme en otro tenderete en donde se exhibían unas aventuras de El guerrero del antifaz, entre otras. El puesto estaba solitario de curiosos. Únicamente el dueño.

— Son originales, las de los años 40 y 50…me informó el hombre saliendo del sesteo.

Mi germen eclosionó. Apareció el kiosco de la plaza mayor de Cáceres, cuando existía bandeja y arandel, y los domingos por la mañana en él se ponía a la venta un nuevo ejemplar de ‘las aventuras y tebeos’ de la época como los llamábamos entonces, cómics hoy.

— Sí, de las que me compraba mi padre con su periódico, respondí.

Tras mi respuesta debí hacer mutis por el foro, y abandonar el escenario del improvisado teatro. Pero no lo hice. La conversación que mantuvimos a continuación sería larga y prolija de contar. Solo haré referencia al final.

— «Mi padre era analfabeto, no sabía leer ni escribir. De niño yo le leía algunas de estas aventuras y se le caían unos lagrimones como puños». Posteriormente a esta confesión, el hombre, la mirada perdida en su hondón, susurra: «—Amigo, no tengo casi nada en esta vida, pero lo que tengo lo daría por volver a aquellos tiempos y seguir leyendo para él».

Apreté el paso para llegar pronto a casa. Sentía la necesidad de diluir sentimientos y recuerdos en palabras escritas. En estas. Ni tentación tuve de tomar antes un aperitivo. Y no precisamente por mi reciente cirugía dental.

¿Qué daría? ¿Qué daríamos?