jueves. 28.03.2024

El manejo de las competiciones mundiales

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Los 4000 deportistas, y la participación de las 26 naciones que han mostrado la unión de las ciudades de este Mare Nostrum, han quedado eclipsados por el fútbol, la droga dura y asequible de los pueblos, y como tal droga dura, difícil de controlar, pero fácil de manejar

El Mundial 2018 de fútbol en Rusia celebra sus últimos partidos, de donde saldrá el campeón. Un mundial muy igualado, y con sorpresas, en el que algunas selecciones favoritas, o en principio, poderosas, han sido eliminadas. Coincidiendo con este campeonato, se ha celebrado en España, en Tarragona, otro acontecimiento semejante, más completo por abarcar otros deportes, además del fútbol. Pero ya se sabe, habiendo fútbol, que se quite todo lo demás. El fútbol y sus estadios son la droga y la religión de hoy, como en tiempos lo fueran los coliseos y las catedrales, donde competir y rezar, bajo los auspicios del poder, el temor y la angustia. Dentro de ellos el humano se siente pequeño, y tanto con la oración, como con los gritos y la emoción por su equipo, se desahoga y se tranquiliza pensando que por encima de su humilde persona hay un poder que le socorre, y al que debe rendir veneración para sentirse fuerte y protegido. Quizá no se plantee más, y olvide el manejo que de sus sentimientos hace el poderoso, y la esclavitud a la que le somete. Tras ese estallido de fe, emoción y esperanza, sigue la vida, y sigue el individuo creyéndola mejor porque le han infundido nuevos ánimos y porque cree haber desechado su represión y opresión.

Hecho este apunte del manejo de acontecimientos semejantes que a lo largo de la historia de la humanidad ha llevado a cabo el poder del Estado y la religión como acólita de ese poder, me gustaría hacer una breve reseña de lo acontecido, sin olvidar que esas competiciones, además de servir para lo susodicho, sirven para aumentar el poder y los negocios de quienes los mantienen y organizan, ajenos al pueblo y a sus verdaderos intereses. Asunto que se hace ver en la propaganda, planteándolo como beneficiarios de naciones, ciudades y vecinos. Nada más lejos de la realidad. Bien pudiera ser que así fuera, y que, por ejemplo, las infraestructuras montadas para su celebración, repercutieran en los barrios, y siguieran usándose por el pueblo. Serían provechosas y útiles durante mucho más tiempo que unos días. Lo mismo sucede con las grandes Expos... 

No es oro todo lo que reluce. Estos magnos acontecimientos deportivos han perdido su esencia, tergiversada desde los tiempos de los romanos, donde la política imperial los manejaba a su antojo. Cuán diferentes eran en tiempos de los griegos, más inclinados a la cultura y al desarrollo de la creatividad por las artes, como cualidad esencial en el ser humano, que le asemeja y equipara a los dioses, trasciende su propia naturaleza, y perdura en el espacio y el tiempo, consiguiendo la inmortalidad.  

Del deporte al negocio

Este manejo de la vida, la emoción y el sentimiento humanos se ha extendido a la economía, la religión imperante en nuestro tiempo, en torno a la cual todo gira, incluso la misma persona, concebida como una mercancía más. 

Los Juegos Olímpicos y otras competiciones semejantes, nacieron en Grecia con caracteres bien distintos a los de hoy. En sus orígenes servían para demostrar no sólo la destreza de los atletas que participaban, sino también para unir las diferentes etnias, comarcas, ciudades y clanes que componían los pueblos mediterráneos y ensalzar no sólo el valor físico, sino intelectual a través de esa, por un tiempo, unidad política. En las Olimpiadas, decía Isócrates, “se olvidan nuestros odios; votos y sacrificios comunes recuerdan nuestra afinidad y estrechan los lazos de amistad”. Esas fiestas deportivas se convirtieron muy pronto en un factor de educación cívica, y junto a la destreza física se premiaba el valor intelectual. A las competiciones deportivas se añadieron exhibiciones artísticas: los pintores y escultores exponían sus obras; los dramaturgos concurrían con su tetralogías; debatían y dialogaban los filósofos; explicaban sus inventos los sabios; pronunciaban discursos los oradores; relataban hechos los historiadores; cantaban sus versos los poetas; había conciertos de música y exhibiciones de danzarines… Todo un mundo en torno a las Olimpiadas que atraían, unían, divertían y educaban al pueblo. Era una magnífica oportunidad donde se daban a conocer muchos intelectuales, artistas, poetas, comediantes, pregonando su arte durante la celebración. De ahí salieron magníficos rapsodas, escultores y variados artistas, cuyas obras han pervivido a lo largo de estos veinticinco siglos como grandes creadores de personajes y críticas a la sociedad en la que vivían. Paralelamente, como hiciera el poeta Píndaro, dedicaban sus epinicios y odas a los atletas vencedores. No había oro, el premio a los mejores consistía en una corona de acebuche que le ceñían en la cabeza, aunque posteriormente se reconocían sus méritos, concediéndoles el honor de poder sentarse entre los magistrados y tener acceso a la vida pública. Los triunfadores, eso sí, se hacían famosos en toda la Hélade. Como sucede hoy.

Sólo la fama y el éxito se asemejaban a los juegos de hoy, pero no hará falta apuntar cuán dispar es en la actualidad el fin de estas competiciones. No tanto porque se haya perdido el sentido cívico y educativo de los mismos, sino porque en algunos casos más que unir, desunen y ensalzan todo menos la victoria justa. Desde la elección de la sede, están cargados de manejos que poco tienen que ver con la verdadera unión entre pueblos, sino con el negocio y la actividad comercial, mercantil y empresarial. Del sentido educativo se ha pasado al puro y duro mercadeo donde el atleta es admirado durante unos minutos para ser utilizado en cuanto haya ocasión. Se le corona con una pequeña cantidad de dinero para que sirva a intereses que nada tienen que ver con el deporte y la promoción educativa. Acaba siendo, frecuentemente, una fuente de ingresos para grandes empresas que utilizan su nombre para fines comerciales.

Algo parecido ocurre con las sedes donde tiene lugar la celebración. Su elección pocas veces es objetiva, y no se debe, tanto a méritos, cuanto a intereses empresariales. Se elige sede, condicionados por la influencia del mercado y de inversiones sin tener en cuenta la promoción del deporte de base. Se construyen instalaciones dirigidas al servicio exclusivamente de los juegos y no de la educación cívica y deportiva. Infraestructuras que no sirven luego para el deporte base a las que puedan  acceder diariamente las generaciones jóvenes.

Si algo primaba hace dos mil quinientos años en tales eventos era, precisamente, la ausencia de negocio. Hoy el negocio manda sobre todos los demás aspectos, incluso sobre el deportivo, por no mencionar el descartado y olvidado por completo objetivo de la educación y la cultura. 

Las Olimpiadas, si antes unían, en nuestro tiempo separan. Si antes eran indicativo de la unión de los pueblos dando sentido a un sistema democrático, desde el pasado siglo van unidas a regímenes que de demócratas tienen bien poco, salvo excepciones. Desde hace décadas mantienen buenas relaciones con regímenes políticos aborrecibles: desde los celebrados por Hitler, en la Alemania nazi de 1936, a hoy, cuya sede para el próximo 2022, como apunté en el anterior artículo, será Catar (Qatar), un país pequeño y casi desértico, tres millones de habitantes, que hasta 1971 era el más pobre de la tierra, y hoy, gracias al gas, es el más rico. Un país bajo una monarquía absolutista, con ausencia de democracia, y discriminación de la mujer... Pero eso sí, aliado de los EE UU. Nada importa. Los JJ OO y otras competiciones mundiales, sobre todo de fútbol, se han convertido, como digo, en un buen negocio internacional donde los medios de comunicación y las grandes multinacionales hacen su agosto vendiendo imágenes ora idílicas y patrióticas, ora espectaculares y turísticas. 

Juegos del Mediterráneo: Tarde y mal

En el ejemplo de ambas celebraciones de estos días, es notable la diferencia de trato de uno y otro acontecimiento, por los medios de comunicación, sobre todo, las televisiones. Los Juegos del Mediterráneo, celebrados en Tarragona entre el 22 del mes pasado y el 1 del actual, apenas si han tenido repercusión no sólo mediática sino de público. Gradas casi vacías, poca expectación, salvo los familiares de los atletas, y atletas que han pasado desapercibidos, mientras se han llenado páginas y páginas de futbolistas, goles y otros chismes en torno a este mundial ruso. Los 4000 deportistas, y la participación de las 26 naciones que han mostrado la unión de las ciudades de este Mare Nostrum, han quedado eclipsados por el fútbol, la droga dura y asequible de los pueblos, y como tal droga dura, difícil de controlar, pero fácil de manejar. Por el retraso de un año, debido a problemas económicos, y también políticos, por todos conocidos en Cataluña, quizá sus organizadores no han sabido elegir la fecha adecuada, que no eclipsara el mundial de Rusia, y diera la relevancia que se merecen unos JJOO como éstos, que sirven para unir lo que de siempre ha estado unido, pese a sus avatares religiosos, políticos y económicos: las riberas de un mar al que si no se le aplica una política conjunta, desaparecerá. Y con él, Europa.


Post Data: Acabados los Juegos en Tarragona, y el mundial de Rusia, esta columna se esconde durante estos meses de verano. Los lectores podrán descansar la vista, mientras descansa la pluma de su humilde habitante. Eso sí, no olviden cuidar y mimar nuestro Mediterráneo, si se acercan a sus aguas, ni las fiestas de nuestro interior, donde divertirse y vigilar que no haya “manadas” que hagan de las suyas. ¡Feliz verano!

El manejo de las competiciones mundiales