jueves. 28.03.2024

Cerrado por... la muerte de "El Pernales"

Había un bar en mi pueblo que estaba siempre lleno, el primero en abrir, y el último en cerrar. No cerraba ningún día de la semana. Nunca se le vio cerrado. Y es que el dueño era un bodeguero de toda la vida. Le venía de familia y disfrutaba conversando con la gente, sirviendo bebidas, vino, vermut y aperitivos que se inventaba con lo que tuviera a mano. Decía que el bar era como el confesionario de los curas, o la consulta del médico, hasta las cosas más escabrosas contaba la gente, sobre todo los clientes de confianza, aunque para él todos eran de confianza. Repartía simpatía por los cuatro costados y las cuatro esquinas de la barra. Aunque uno no quisiera, invadido por la mayor desazón, tenía que reírse a la fuerza por sus ocurrencias, sus chascarrillos y sus chistes. A cada momento, a cada situación, le sacaba punta. Jugaba con la historia y la inmediatez, entre la anécdota y el chiste, que lo que decía se quedaba grabado en el oyente como si fuera un refrán. En su local, uno se sentía como en casa. Qué digo, mejor que en casa. Era como la casa de todos. En mis vacaciones estudiantiles, muchas partidas de mus jugué con él, el farmacéutico y el veterinario, a veces con mi padre, que junto al veterinario eran dos “capos” manejando los juegos de mesa, desde las cartas al dominó, incluso el ajedrez y el julepe. Y sin hacer trampas. Si algo estaba mal visto en aquel bar, era hacer trampas. Mariano, que así se llamaba el dueño (q.e.p.d), no permitía la entrada a quien hiciera trampas. Había que jugar con ley, y había que saber perder... Generalmente siempre perdían o perdíamos los mismos, pero se llevaba bien, no se jugaba dinero, solamente lo consumido. Había mucha rivalidad, sobre todo, si el rival era el veterinario, don Julio, o mi padre, Paulino, que antes de acabar la partida ya sabían, a la segunda vuelta, qué cartas o fichas tenía cada uno... Y lo peor es que las descubrían sobre la mesa, y a seguir poniendo cada cual, sabiendo que no tenía nada que hacer frente a la pericia del contrario. La mayor humillación. Pero así se aprende, y como decían ambos siempre que se apuntaban todos los tantos, los de grande, los pares, envites... “menos la chica”: “da gusto jugar la mus porque todo el mundo se tantea... Esto es democracia”. Lo último lo decían cuando no había “moros” en la costa, que en aquellos tiempos hasta esa frase podía ser motivo de arresto, estando como estábamos bajo la bota del “Chaparro”, que así llamaba Mariano al jefe de Estado. (Los “moros” no eran emigrantes, era la pareja de la guardia civil). No solamente aprendí a jugar al mus, sino a diferenciar las setas de cardo, comestibles (manjar de dioses, las llamaba él), de las venenosas; aprendí a saber de la historia oculta y cercana que no se cuenta, y él la contaba a modo de copla de ciego, historias con sus protagonistas, de esos que no salen en los libros, como quiénes eran Francisco Ascaso, García Oliver, anarquistas del grupo “Solidarios/Crisol”, que quisieron matar al Rey Alfonso XIII, como pretendió por dos veces Mateo Morral; descubrí a una mujer con dos... “la Montseny” (como él la llamaba que todavía vivía exiliada en Francia), al ácrata Joan Peiró (que yo confundía con un futbolista)... Y sobre todo a dos personajes que él admiraba, reflejados en las coplas que cantaba dedicadas a dos militares, héroes republicanos, el Capitán Galán, y García Hernández, fusilados por su participación en la conocida como “Sublevación de Jaca” en 1930. Aprendí, en fin, que en España siempre ha habido gente que ha ido contra el sistema establecido, incluso obispos y cardenales, desde Acuña, “el comunero”, a Vidal i Barraquer que, por no sumarse a “la Cruzada del 36”, tuvo que morir en el exilio.

Y cómo no, entre cartas y cervezas, aprendí con Mariano el “romance moderno” de El Pernales, un bandolero bueno, muerto a tiros por la guardia civil: “en la provincia Albacete, en la sierra de Alcaraz, mataron al Pernales, también al Niño del Arahal...” Un bandolero que repartía entre los pobres lo robado. No como otros, que ni son bandoleros ni na, a lo más, políticos o directivos de empresas, que les ponen el botín al alcance del guante blanco. También contaba, y mi padre estaba de acuerdo, aunque el veterinario argumentaba que no había pruebas, que Franco se había desecho de generales que le podrían hacer la competencia, como Mola, y de otros, como José Antonio, el de la Falange, al que permitió que lo fusilaran para convertirlo en héroe.  

Muchas cosas se aprendía en aquel bar del pueblo, al lado de la plaza, que siempre estaba lleno. Y de sus enseñanzas he sacado una que me causó mucha gracia, porque fue la única vez que cerró, y no por vacaciones, que Mariano no necesitaba vacaciones: toda su vida era una constante vacación. Lo mismo que el resto de vecinos. En los pueblos de España las vacaciones no existían, sino para los niños que se olvidaban de la escuela hasta que acabara el verano, y se dedicaban a trillar o a jugar a guardias y ladrones, a los indios y al toro. Solamente decían que estaban de vacaciones, aburriéndose, sin saber qué hacer, algunos pocos emigrantes del extranjero o de las capitales que habían tenido que huir de un lugar donde no había con qué ganarse la vida, y volvían en verano, años después, nostálgicos, casi perdidos, como una cabra en un garaje, a ver a la familia que habían dejado. 

Lo mismo tuvo que hacer el cantinero ese mes para asistir a una boda afuera, por Cataluña, que aunque estaba muy lejos, en distancia y en tiempo de traslado, nadie, entonces, la imaginaba con frontera. Ni por esa distancia, superada por extremeños, andaluces, castellanos y muchos no nacidos catalanes, en aquel entonces, no se planteaba salir de España, ni se le ocurría a nadie siendo como he dicho un conglomerado de gentes procedentes de otras partes que ayudaron a levantar esa región en detrimento de otras. Mariano tenía que ir. Era una boda, y a las bodas y a los entierros hay que ir, aunque uno no sea religioso; se casaba su hija y ese día iría hasta al pie del altar. No faltaría más.

Mariano, por esa boda, se vio obligado a cerrar el bar. No puso en la entrada el cartel de “cerrado por vacaciones” o “cerrado por descanso”, ni nada que se le pareciera, ni siquiera el motivo por el que se ausentaba unos días del pueblo, que todo el mundo sabía el motivo; no tenía por qué escribirlo para que se enterasen forasteros y otros visitantes que por aquellos andurriales se perdieran en esas fechas. Así que sin más puso: “Cerrado por descanso de los clientes”. Sí, señor. Su clientela también tenía derecho a pasar un tiempo sin beber, ni jugar a las cartas, ni aguantar sus coplas, ni sus chistes en voz baja del ridículo “Paquito”, inaugurando pantanos, junto a Fraga Iribarne (que él llamaba “Friega y Barre”), ni sus historias de rojos, republicanos, anarquistas, cenetistas, y antisistema... Porque eso era él, el primer antisistema que he conocido.

Pero no es de esto de lo que quería hablar, sino de que me causó grande sorpresa, por su chispa, el cartel que colgó en el portón, con la inscripción “Cerrado por descanso de los clientes”. Por eso lo imito años después, y me permito el atrevimiento de copiarle y poner algo parecido en esta columna semanal, que se cierra durante el mes de agosto, para que el lector en este caso, también cliente, descanse de leer tantas historias, como desde hace varios años le vengo contando. También tiene derecho, porque quien firma este artículo, como mi amigo Mariano, no necesita descanso, la escritura es mi mejor pasatiempo. Lo dicho, el mes de agosto, pueden descansar mis lectores que no les daré la vara con críticas al gobierno, ni les contaré historias de bandoleros, que hoy se han multiplicado por toda la geografía y se quedan lo que roban, en lugar de dárselo a los pobres, como dicen que hacía el Pernales; los ladrones de hoy lo reparten en los bancos de Suiza, su patria querida. Ni les recordaré historias de España, la roja y la azul, a la que hay que añadir el color morado, de fuerte raigambre en los viejos pendones de Castilla; ni hablaré de Suiza, ni de Cataluña, ni de otros lugares, personajes y coplas, como las que aprendí de Mariano, el del bar. Por cierto, que todo el mundo le conocía como Mariano, “el Herrero”, y no el camarero. Pero esa es otra historia. Se la contaré después, cuando vuelva.

Cerrado por... la muerte de "El Pernales"