viernes. 29.03.2024

A vueltas con el bipartidismo

Conforme se aproximan las convocatorias electorales reaparecen recurrentemente los discursos falaces y oportunistas sobre el llamado “bipartidismo”.

bipartidismo

Conforme se aproximan las convocatorias electorales reaparecen recurrentemente los discursos falaces y oportunistas sobre el llamado “bipartidismo”. En Norteamérica, por cierto, el término “bipartidismo” tiene una connotación positiva y alude a la voluntad de alcanzar acuerdos sobre cuestiones importantes entre demócratas y republicanos.

Aquí no. En España, generalmente, se utiliza esta expresión en clave peyorativa, bien para deslucir el éxito de los partidos más votados por los ciudadanos, o bien para intentar una identificación imposible por incierta entre los idearios y las políticas de los dos partidos con más apoyos democráticos. Cuando este discurso proviene de una parte de la izquierda, suele buscar la evitación del “voto útil”, o la tendencia lógica a aglutinar los apoyos electorales progresistas en el partido que más capacidades y posibilidades tiene para defender los valores y los propósitos comunes.

Resulta sorprendente que se lleguen a utilizar argumentos de calidad democrática para cuestionar el hecho incuestionable de que unos partidos obtienen más votos que otros. La democracia española no limita la concurrencia electoral a dos partidos y, antes al contrario, en cada elección suelen participan decenas de formaciones políticas. Si unos obtienen más apoyos que otros, no es por un déficit democrático o porque los partidos mayoritarios se adjudiquen a sí mismos la representatividad, sino por la propia voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas.

Es cierto que el sistema electoral votado por los ciudadanos y sus representantes en la Constitución y en las leyes prima a las mayorías, pero no es menos cierto que el respeto a la proporcionalidad de los votos es mucho más relevante aquí que en otros países, y que el sistema permite tanto mayorías absolutas como representaciones parlamentarias muy fraccionadas. Además, el sistema vigente no predetermina cuál ha de ser el partido más votado en la izquierda o en la derecha. Son los votantes los que toman esa decisión.

El reforzamiento de las mayorías, en todo caso, no es una cuestión baladí, ilegítima o irracional. Si el respeto a la pluralidad es un valor en democracia, no lo es menos el ejercicio del gobierno democrático en condiciones de mínima estabilidad y eficacia. Muchos de los comentaristas que a veces recelan de las mayorías son los mismos que en otras ocasiones abominan de la incoherencia y la inestabilidad de los gobiernos sin apoyos mayoritarios, de los gobiernos en coalición y de los tripartitos o cuatripartitos.

Los argumentos sobre la pretendida “frescura” y “originalidad” que aportan algunos de los partidos minoritarios son tan legítimos como perfectamente discutibles. Hablar de la frescura novedosa de los actuales dirigentes máximos de IU o de UPyD es tan opinable como la que puede adjudicarse a los dirigentes del PSOE y el PP, y la supuesta originalidad de sus planteamientos tiene que ver a veces con la propia convicción de que rara vez tendrán que contrastar sus discursos a favor de corriente con una acción efectiva de gobierno.

Despachar con una descalificación general el vigente régimen de democracia parlamentaria porque hasta ahora solo dos partidos han obtenido apoyos ciudadanos suficientes para gobernar no parece razonable. Quizás la democracia española de este tiempo sea manifiestamente mejorable, pero no sé yo si podemos buscar referencias más positivas en otras etapas históricas. Y tampoco creo que sea muy fácil encontrar ejemplos de funcionamiento más perfecto en las democracias vecinas. ¿Nos interesa el sistema británico que margina a las minorías? ¿O vamos a apostar por la inestabilidad permanente del sistema italiano?

Más grave por mendaz me parece la acusación de que los dos grandes partidos representan los mismos intereses y las mismas políticas. Porque cualquier análisis mínimamente informado y honesto debe llegar a la conclusión contraria. No pueden ser iguales, además, las políticas del partido que instauró el Estado de Bienestar que toda la izquierda defiende hoy en las manifestaciones y mareas, que el partido que está desmontando este modelo social decreto a decreto. Y no puede ser igual el partido que afianzó derechos civiles y libertades públicas que el partido que los está derogando. Desde luego que no.

Dejemos que sean los ciudadanos los que decidan democráticamente con su voto si en España hay un monopartido mayoritario, o dos partidos mayoritarios, o tres, o cinco o veinticinco. Y dediquemos nuestros esfuerzos en campaña electoral menos a criticar la decisión libre de los votantes sobre el sentido de su voto, y más a hacer propuestas que reivindiquen el apoyo de los votantes por atender eficaz y creíblemente a sus intereses.

A vueltas con el bipartidismo