viernes. 29.03.2024

Votar, no votar o votar a la contra

La campaña electoral está dominada en mayor medida que en otras ocasiones por ese fenómeno que Felipe González llama “psicopolítica”.

La decisión de no votar es irracional y contraria a cualquier expectativa de mejora

La campaña electoral presente está dominada en mayor medida que en otras ocasiones por ese fenómeno que Felipe González llama “psicopolítica”, y que consiste en la formulación mayoritaria de posiciones políticas derivadas por las emociones antes que por las ideologías, y por cierta irracionalidad antes que por el sentido común.

Las gravísimas consecuencias de la crisis en términos de deterioro social y el descrédito institucional derivado de los casos de corrupción alimentan una pulsión de cambio tan potente como legítima. Pero tal pulsión está desarrollándose mediante conductas políticas diversas: una parte de la población decide optar por proyectos políticos constructivos pero distintos al hegemónico; otra parte piensa utilizar su voto para castigar a quienes considera responsables de los problemas; y una tercera opción se decanta por la auto-marginación en el proceso electoral.

Cualquier actitud que respete las reglas del juego ante una campaña electoral es legítima en democracia: votar, no votar o votar a la contra. Sin embargo, unas actitudes resultan más beneficiosas que otras desde la perspectiva del interés común e incluso del interés propio.

Por ejemplo, la decisión de no votar es irracional y contraria a cualquier expectativa de mejora. La política es la disciplina que organiza el espacio público que compartimos, y puede aplicarse conforme a los valores y a la voluntad de los concernidos, o tan solo conforme a los que decidan participar en sus procesos de decisión. Como siempre hay alguien que decide, el hecho de auto-marginarse no conduce a la no-política sino al ejercicio de la política que llevan a cabo los que no se auto-marginan. Por tanto, la actitud de no votar no es inteligente, sino todo lo contrario. Si no votas, alguien votará por ti, y puede que vote contra ti.

Votar a la contra puede ofrecer una primera satisfacción agradable. Estoy enfadado. ¿Dónde puedo hacer más daño con mi voto a quienes responsabilizo de mi enfado? Pues ahí voy a votar. Es voto de la frustración y el desahogo. Bien, pues. Respondo al daño con daño.

¿Y después qué? ¿Qué hacemos con unos Ayuntamientos y con unos Parlamentos donde se sientan un buen número de anti-todo? ¿Qué hacemos con unos Ayuntamientos y unos Parlamentos en los que buena parte de sus integrantes no cuentan ni con programas realizables, ni con equipos solventes, ni tan siquiera con voluntad alguna para colaborar en el gobierno de los problemas? Ya estamos viendo en Andalucía para qué sirve el voto del desahogo: para bloquear la formación del gobierno que han elegido mayoritariamente los andaluces.

El voto del cambio realizable y seguro resulta menos arrebatador en la psicopolítica reinante, ciertamente, pero es la opción más positiva para el interés propio y el interés común. Entre el inmovilismo y el “liquidacionismo”, por citar otra vez a Felipe, cabe la opción del reformismo. Entre no cambiar nada de lo que no funciona, y tirar abajo lo que funciona junto a lo que no funciona, cabe optar por cambios sensatos, en positivo, conforme a los valores progresistas mayoritarios, y conforme a la experiencia positiva de los programas reformistas para el desarrollo equitativo de la sociedad.

Y claro que hay una traducción electoral en este discurso. Si Cifuentes y Aguirre representan el inmovilismo, y los Podemos-Ciudadanos representan el “liquidacionismo”, las candidaturas socialistas que encabezan Gabilondo y Carmona representan el reformismo inteligente y justo. Debo decirlo, sí. Pero es la pura verdad.

Votar, no votar o votar a la contra