jueves. 28.03.2024

Por una regulación laica de los actos del Estado

Puede que el inefable cardenal Rouco Varela logre impulsar de modo involuntario lo que muchos hemos peleado...

Puede que el inefable cardenal Rouco Varela logre impulsar de modo involuntario lo que muchos hemos peleado voluntariamente durante años y años. El aprovechamiento espurio que el líder de los obispos españoles hizo de las ceremonias de Estado en torno a la conmemoración del atentado de Atocha y el funeral de Adolfo Suárez ha sido el último detonante para una reivindicación tan lógica como indebidamente postergada: la regulación laica de los actos de Estado.

Rouco utilizó sendas ceremonias religiosas con carácter de Estado para divulgar sus posicionamientos políticos en plena comunión con la extrema derecha. Durante su discurso conmemorativo del 11-M llegó a dar pábulo a las teorías conspiranoicas que, ignorando lo probado y sentenciado por la Justicia, sitúan la auténtica motivación de los asesinos en el desalojo del Gobierno popular y en la llegada de Zapatero a la Moncloa. No satisfecho con tamaño desbarre, días después, durante el funeral por la muerte del Presidente Suárez, utilizó la convocatoria institucional multitudinaria para legitimar el levantamiento fascista de 1936 y advertir de la plena vigencia de los “hechos y actitudes que causaron la guerra civil”.

Pero el conocido extremismo político de Rouco Varela no debe distraernos de la cuestión de fondo mucho más relevante. Si la Constitución Española que regula nuestra convivencia establece en su artículo 16 que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, carece de sentido que los actos y ceremonias de Estado se celebren conforme a las reglas, los escenarios y los protagonistas de una determinada organización religiosa.

Aún hoy, treinta y seis años después de promulgarse nuestra ley de leyes, multitud de tomas de posesión de autoridades públicas, muchas conmemoraciones y casi todos los funerales de Estado, se llevan a cabo mediante fórmulas establecidas por la iglesia católica. Es más, la última revisión de nuestras leyes educativas, bien adentrado el siglo XXI, establece el adoctrinamiento religioso como una asignatura obligatoria, curricular y computable a efectos de evaluación y promoción académica. Las ceremonias más importantes de nuestras Fuerzas Armadas se subordinan al rito católico, y el erario público, satisfecho por religiosos, agnósticos y ateos, sufraga el salario de curas, capellanes militares y consejeros religiosos en hospitales y centros penitenciarios.

En el marco de un Estado aconfesional, las administraciones deben respetar escrupulosamente las creencias religiosas de los ciudadanos, han de garantizar su libertad de culto y han de preservar la autonomía plena en el funcionamiento de las instituciones confesionales. Y, a la inversa también, las organizaciones religiosas deben respetar la autonomía propia de un Estado que es aconfesional por decisión del poder constituyente. España no se configura como un Estado teocrático, afortunadamente y a diferencia de otros muchos. Las fuentes del derecho en España no emanan de los dogmas religiosos, sino de las instituciones democráticas. Y aquí no hay religión de Estado.

En consecuencia, el Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados ha propuesto la creación de una comisión plural de trabajo para dar lugar a una nueva regulación para las ceremonias y actos de Estado, con autonomía total respecto a cualquier confesión religiosa. El objetivo consiste en diferenciar con claridad los ámbitos que tienen legitimidad, naturaleza y propósitos diferentes. Una conmemoración o un funeral de Estado no deben celebrarse conforme a los designios de una u otra organización religiosa. Y cualquier ciudadano, familia y entidad privada cuenta con la libertad y el derecho de organizar por su cuenta todas las manifestaciones católicas, protestantes, musulmanas, judías o budistas que consideren.

Va siendo hora ya de que esta sociedad madura cuente con instituciones y normas propias de su madurez. Y casi cuarenta años después, es tiempo ya también de que vayamos cumpliendo la Constitución que nos otorgamos, entre otras razones para liberarnos de determinados poderes fácticos que han lastrado nuestro desarrollo durante demasiados siglos.

Por una regulación laica de los actos del Estado