Los Estados Unidos de América lideran una gran coalición internacional con más de 60 naciones para combatir a los yihadistas en Iraq y en Siria. Miles de hombres y mujeres, tecnología punta y decenas de millones de dólares en armas se movilizan cada día para hacer frente a esta amenaza. Sin embargo, no hay coalición internacional contra el Ébola.
Ya han muerto más de 3.500 personas, hay más de 10.000 contagiadas por el virus mortal, y los enfermos se hacinan sin apenas atención en hospitales precarios. Pero solo son africanos pobres, sin un miserable barril de petróleo bajo sus pies. No hay industria petrolera ni armamentística interesada en una guerra contra un virus que mata africanos. Tan solo unos pocos héroes de organizaciones médicas y de religiosos se juegan la vida sin apenas ayuda para combatir la plaga.
Los debates sobre la infección del Ébola, que se suceden en nuestro país, tienen que ver con la oportunidad o no de repatriar a los españoles infectados, con la eficacia de los protocolos para proteger a los nacionales, con la estulticia con la que algunos políticos descargan la responsabilidad propia, con la talla de los trajes de protección, con el destino de la mascota de una infectada, con los clubes de futbol que impiden a sus jugadores africanos viajar con sus selecciones, con las implicaciones de esta alarma en los ingresos por turismo…
Ha tenido que ser el Presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim, el primer referente internacional en requerir una estrategia global contra la epidemia, “porque las acciones de los operadores de transporte empiezan a sufrir”. La motivación no es de carácter moral o humanitario, sino estrictamente financiera. O se hace algo, o puede producirse el desastre de que unos cuantos actores financieros pierdan dinero. Una catástrofe, vamos.
La conductora de un conocido programa radiofónico entrevistó hace pocas fechas al catedrático de Salud Pública Moreno Martin, ex número dos de la Organización Mundial de la Salud. Le preguntaban por las estrategias útiles para impedir que los españoles suframos contagio y enfermedad. La respuesta fue tan directa como obvia: ayudar a los africanos a contener el virus. Por una vez, la periodista fue incapaz de repreguntar.
Centenares de vecinos del municipio madrileño de Alcorcón se concentraron durante horas, con cierta violencia incluso, para intentar evitar el sacrificio de “Excalibur”, el perro de la profesional sanitaria infectada por cuidar al misionero García Viejo. Ese mismo día, los noticiarios en prensa y televisión mostraron las imágenes de varios niños africanos agonizando solos en el suelo de un remedo de hospital en Sierra Leona. No hubo concentraciones por esos niños.
Teresa Romero es una auxiliar de enfermería que se ofreció como voluntaria, jugándose la vida, para cuidar de un semejante infectado con una enfermedad temible. Tuvo un accidente, aún por aclarar, y quienes debían de cuidarla, protegerla y homenajearla se dedican en estos días, mientras se debate entre la vida y la muerte, a vituperarla para esconder su incapacidad.
Sí, la sociedad está enferma. Muy enferma. Pero el Ébola no es la peor de sus enfermedades.