viernes. 29.03.2024

Es la desigualdad, estúpido

Si hemos de elegir una batalla que dar en este contexto de incertidumbres es la batalla contra la desigualdad. Esta es la batalla decisiva...

Durante los últimos días de este fin de curso he tenido que atender como diputado a los representantes de dos colectivos de perfiles tan contradictorios entre sí como significativos para la época que nos toca vivir. Los universitarios con escasos recursos económicos denunciaban que la subida de tasas y la reducción de becas expulsarán de la enseñanza superior a más de 85.000 estudiantes a lo largo del próximo ejercicio educativo. Y la asociación española de yates de lujo reclamaba nuevas ventajas fiscales para que la industria nacional pueda aprovecharse del aumento de la demanda en el mercado de alquiler de grandes embarcaciones destinadas al recreo y al ocio. Las dos solicitudes se produjeron con apenas unas horas de diferencia, pero había todo un universo de distancia entre sus protagonistas.

Si hemos de elegir una batalla que dar en este contexto de incertidumbres es la batalla contra la desigualdad. Esta es la batalla decisiva, porque se encuentra en la base de la mayor parte de los problemas que nos aquejan: desde la precarización social hasta los desequilibrios económicos, y desde la desafección política hasta la pérdida de valores morales. La desigualdad es el cáncer que corroe los cimientos del sistema económico, de la institucionalidad democrática y del propio modelo de convivencia. ¿Cómo puede soportarse que la sociedad española sufra el incremento dramático del paro y la pobreza, mientras el consumo de productos de lujo se dispara a razón de un 25% anual? Hay algo que no funciona, decía Judt. O lo corregimos o esto no terminará bien.

La lucha contra la desigualdad tiene un fuerte componente moral. La acumulación de riqueza en pocas manos, mientras la mayoría pasa dificultades crecientes, es una realidad moralmente reprobable, que choca contra los principios más elementales de solidaridad y justicia. El perfil social de la denuncia también es evidente: la desigualdad ocasiona el deterioro de las condiciones de vida de los menos afortunados. Los efectos políticos son igualmente inmediatos, porque el régimen democrático asienta su legitimidad en una amplia clase media con derechos y libertades, y la desigualdad achica espacios a las clases medias en favor de ricos privilegiados y pobres sin derecho a nada.

Hasta ahora, sin embargo, se habían analizado menos las consecuencias negativas de la desigualdad para el funcionamiento del modelo económico capitalista. La propia naturaleza especulativa del mercado llevaba a concluir un tanto inconscientemente que la acumulación de la riqueza era consustancial al éxito del sistema. Pero no es así. Se ha demostrado que las economías nacionales más competitivas en el mercado abierto son las que presentan más cohesión y menos desigualdad, como sucede en los países del norte de Europa. Es más, algunos de los principales gurús de la economía mundial están alertando ya sobre los riesgos de la desigualdad excesiva. Stiglitz avisó de la insostenibilidad de un sistema económico que no proporciona beneficios a la mayoría de la población. Krugman asocia directamente el surgimiento de la última crisis norteamericana con el pico de desigualdad de rentas que se produjo en su país en el año 2007. Y Roubini apuesta abiertamente por la recuperación de la igualdad de oportunidades para relegitimar la economía de mercado. Está claro que la desigualdad es un mal negocio.

Los peligros de la desigualdad comienzan a ser tan serios y tan evidentes que algunos planteamientos propios de la utopía socialdemócrata pueden resultar de aplicación imprescindible a corto plazo. Si la economía de mercado vincula la satisfacción de las necesidades vitales al empleo, y el sistema ya no es capaz de lograr empleos suficientes, puede que tengamos que acabar con ese vínculo. Y puede que sea preciso establecer una renta básica de ciudadanía que garantice unos mínimos vitales dignos para todo ser humano por el solo hecho de serlo, financiada con un modelo fiscal suficiente, progresivo y global. Si el avance tecnológico proporciona a la Humanidad recursos suficientes para una vida digna, habrá que asegurarse de que esos recursos se distribuyen razonablemente, sin abusos.

Si hemos concluido que las desigualdades en la distribución de ingresos y las grandes diferencias de renta ocasionan gravísimos problemas económicos, sociales y de convivencia, adoptemos medidas eficaces para evitarlas. Una es la fiscalidad, pero hay más. Las diferencias salariales entre directivos y empleados en las empresas se han disparado exponencialmente durante los últimos años. ¿Por qué no establecer un límite? Si somos capaces de limitar por ley el crecimiento de las nóminas de los trabajadores y de las pensiones de nuestros mayores, ¿por qué no atrevernos a limitar los ingresos de los presidentes y grandes directivos de Bancos y empresas? Establezcamos una relación razonable: que el salario del principal directivo de la empresa no supere en veinte veces el salario del trabajador menos cualificado. O quince veces, o treinta veces. Pero que no sean doscientas veces, o dos mil veces, como ocurre a menudo, porque nos llevará al desastre.

Sé que es previsible y fácil apostar por la igualdad desde unas convicciones socialistas. Pero me temo que ya hemos llegado al punto en el que la apuesta por la igualdad ha dejado de ser una opción moral, ideológica o política. O combatimos la desigualdad o esto hará crack. Acabamos de recibir un serio aviso con la crisis en vigor. Puede que ya no haya más.

Es la desigualdad, estúpido