viernes. 29.03.2024

La democracia en peligro

La democracia no es indestructible. La supervivencia de la democracia depende de hasta qué punto estemos dispuestos los demócratas a defenderla. Se puede destruir. Ya ocurrió en España, en Alemania, en la Europa de los años 30. La hemos visto amenazada estos días en Estados Unidos.

No se puede ignorar, ni infravolorar, ni contemporizar, ni frivolizar con la amenaza fascista. La historia nos enseña que el precio a pagar es demasiado caro

La democracia tiene muchos enemigos, ya sea por motivaciones ideológicas o en defensa de intereses poderosos. A veces, el mayor adversario reside en la desidia, el aburrimiento o la ceguera de quienes están llamados a su defensa. Los populismos, las polarizaciones excesivas, las corruptelas, las ineficiencias… también son adversarios temibles.

Pero el principal peligro para la democracia viene del fascismo, como entonces, como ahora, como siempre.

No caigamos en la caricatura de despreciar un Tercer Reich redivivo. Trump es fascismo. No es aún el Hitler de 1933 y el incendio del Reichstag, pero sí se asemeja mucho al Hitler de 1923 y el golpe cervecero del Putsch.

Quienes minusvaloraron el peligro fascista en aquella asonada de la cervecería muniquesa lo lamentaron después sobre la tumba de la República democrática de Weimar.

Trump es fascismo, como lo es Bolsonaro, como lo es Le Pen, como lo es Salvini, como lo es Abascal. Y se le ha de combatir en defensa de la democracia, cuando aún estamos a tiempo.

El fascismo constituye un paso atrás en el proceso civilizatorio. Aún más, supone un retroceso grave en la humanización de nuestras sociedades. El fascismo representa el poder de la fuerza sobre la razón, que nos aleja del terrible estado de naturaleza.

El fascismo llama a los instintos primarios, como el egoísmo, el odio al diferente, la imposición violenta de la voluntad, frente a los valores que nos humanizan y nos civilizan, como la libertad, la igualdad, la fraternidad, la democracia, el derecho.

Trump practica el fascismo cuando alienta al supremacismo blanco. Como lo hace Abascal al tachar de ilegítimo y criminal al Gobierno democrático. Como lo hace Espinosa al identificar inmigrantes con violadores. Como lo hace Olona al reivindicar el vandalismo sobre el homenaje monumental a la democracia. Como lo hace De Meer al azuzar el odio a los menores africanos.

No se puede ignorar, ni infravolorar, ni contemporizar, ni frivolizar con la amenaza fascista. La historia nos enseña que el precio a pagar es demasiado caro.

Para muchos alemanes de 1923, Hitler era un payaso que había protagonizado una patochada inofensiva en una cervecería de Munich. Apenas le tuvieron unos meses en la cárcel por aquello. Despreciaron por libelo su “Mein Kampf”. Se rieron de sus uniformes, sus marchas y su folclore. Diez años más tarde, ardían el parlamento y la democracia alemana.

En el año 2015, los americanos de bien y buena parte del mundo civilizado se reían de Trump y sus frikadas. En 2016 se convirtió en jefe del mayor ejército del mundo. Esta semana ha instigado a una multitud para asaltar el Capitolio y forzar un golpe de Estado.

¿Alguien cree que Trump va a parar?

En 2016, los demócratas estadounidenses se incineraron en las hogueras de su propia división. Como aquí, como tantas otras veces. Los republicanos, la derecha democrática, siguieron  la estela de Trump, entre el acomplejamiento y el aprovechamiento. Como aquí, como tantas otras veces. Una parte del poder económico y mediático le justificó y le amparó, por interés, por recoger dividendos, por comodidad. Como aquí, como tantas otras veces.

Ahora lo lamentarán, en el mejor de los casos. O, en el peor de los casos, permitirán que salga impune de su Putsch particular, de su noche de los cristales rotos, y siga creciendo.

Lo peor del caso estadounidense no son las terribles imágenes de esos fascistas asaltando el parlamento y tratando de imponer la fuerza sobre los votos. Lo más temible es la constatación de que tras Trump y su fascismo del siglo XXI hay más de 74 millones de norteamericanos, que se registraron como votantes e introdujeron una papeleta con su nombre en una urna.

Eso, y los 3,6 millones de votos que obtuvo VOX en España. Ahí está el reto. La democracia sobrevive si la democracia se defiende.

Hay que combatir al fascismo y a los fascistas. Con la palabra y con el Estado de Derecho. Desmontando sus consignas falaces y aplicándoles la ley con contundencia.

Aislándoles, mientras tanto. Y, desde luego, no pactando con ellos, no gobernando con ellos, ni con su apoyo, como hacen aquí PP y Ciudadanos.

Si Hitler hubiera cumplido la condena que merecía por el golpe de 1923, no hubiera tenido después la posibilidad de destruir la democracia alemana y sembrar la desolación en toda Europa. Si Trump es acusado y juzgado como merece por alentar un golpe de Estado en su país, la democracia americana tendrá la oportunidad de defenderse.

Aquí también hay que hacerlo. Cada vez que traspasen la barrera de la ley, la ley debe caer sobre ellos. La democracia es grande. Tanto, que protege los derechos de aquellos que buscan destruirla, incluso. Y es lo correcto. Pero la democracia no puede ser ingenua, ni indefensa. Es cierto que la democracia tiene limitaciones, defectos, fallos. Y buena parte de la defensa de la democracia pasa por reconocerlos y corregirlos.

Pero la única alternativa legítima a una democracia con fallos es una democracia mejor.

Esto no ha terminado. Ni mucho menos.

La democracia en peligro