sábado. 20.04.2024

¿Por qué crece el voto anti-sistema?

Si el sistema ya no proporciona satisfacciones a buena parte de la población, ¿por qué nos extraña que la población reaccione contra el sistema?

Las dos democracias más poderosas del mundo viven en estos días procesos políticos paralelos. El controvertido Donald Trump está arrasando en las primarias del Partido Republicano de los Estados Unidos de América, contra todos los pronósticos de hace escasos meses. Y Alternativa por Alemania (AfD) ha irrumpido en varios Parlamentos regionales con una representación inédita para un partido de extrema derecha desde la segunda gran guerra.

No son fenómenos aislados. Trump y AfD comparten la línea medular de sus discursos con otras fuerzas políticas en constante crecimiento en democracias tan consolidadas como Francia, Reino Unido y otros grandes países europeos. De hecho, hay similitudes inquietantes entre estos nuevos actores políticos y determinadas fuerzas emergentes en la sociedad y en las instituciones españolas. Comparten un mensaje central: el rechazo al sistema.

En Norteamérica hablan del establishment, en Alemania despotrican de los burócratas europeos y aquí se grita contra la casta, las élites y las oligarquías. No son actores homogéneos, cuentan con procedencias y programas bien distintos. Pero comparten las viejas fórmulas populistas de decir a cada cual lo que quiere escuchar y de plantear falsas soluciones mágicas para complejos problemas reales. Y, sobre todo, mantienen la estrategia común de dar cauce al rechazo y la rabia crecientes en amplios sectores de población contra todo lo establecido.

Constituyen un peligro para el progreso y para la convivencia, desde luego. Hay que combatirlos desde la fuerza de la razón, sin lugar a dudas. Pero también es preciso analizar las causas de esta desafección en aumento hacia los regímenes que la mayoría aún considera la culminación del proceso civilizatorio. ¿Por qué logran arrastrar tantas voluntades aquellos que vituperan contra las instituciones políticas, económicas y sociales en las democracias que ponemos como ejemplo de progreso humano a todo el mundo?

¿Cómo es posible que los personajes más estrafalarios, los discursos más irracionales y las candidaturas más insolventes estén logrando apoyos extraordinarios en lugares tan distantes? La respuesta está en la ruptura de los grandes consensos sociales en las democracias occidentales avanzadas.

En la segunda mitad del siglo XX se construyeron los consensos básicos que han sostenido y legitimado hasta ahora la economía de mercado y las llamadas democracias liberales. Se trataba de limitar la acumulación de capital propia del modelo capitalista con sistemas fiscales progresivos y justos, evitando así las desigualdades sociales desmesuradas. Se trataba también de garantizar a toda la población una exigente igualdad de oportunidades y una razonable igualdad de resultados, mediante lo que llamamos Estado de Bienestar. Y se trataba finalmente de asegurar unos derechos políticos y cívicos que hacían posible la participación de las mayorías en la organización del espacio público compartido.

La globalización y los modelos económicos austericidas se han llevado por delante estos consensos. La acumulación de capital ya no tiene límites, y las desigualdades entre los más pudientes y los menos pudientes son obscenas. En el altar de la competitividad se sacrificaron la mayor parte de los estándares sociales y laborales que aseguraban condiciones dignas de vida a la mayoría. Y el conocido trilema de Rodrick entre globalización, empoderamiento estatal y vigencia de los derechos democráticos de ciudadanía, se ha resuelto finalmente a costa de este último factor.

Si el sistema ya no proporciona satisfacciones a buena parte de la población, ¿por qué nos extraña que la población reaccione contra el sistema? Si los ganadores del sistema exhiben sin recato sus fortunas mientras muchos sufren, ¿quién puede sorprenderse del predicamento obtenido por aquellos que expresan frustración y rabia? Si muchos padres ya no esperan mejor vida para sus hijos, y muchos jóvenes se ven forzados a elegir entre precariedad o exilio, ¿a quién le choca que acaben votando por quienes combaten el sistema?

La solución a los problemas económicos, sociales y políticos de las mayorías no pasa por confiar en fuerzas populistas, eficaces en la crítica y en la destrucción, pero incapaces y sin voluntad para reconstruir justicia, derechos y bienestar. Pero tampoco basta con llamar sin más al combate contra los populismos en nombre de un sistema que hace aguas.

La solución pasa por reformar el sistema para reconstruir los grandes consensos sociales: una economía al servicio del bienestar de las mayorías, un Estado de Bienestar que garantice equidad y derechos para todos, y unas instituciones democráticas más decentes y más abiertas a la participación de quienes no se resignan a que el espacio público compartido se organice por los menos y contra los más. La solución se llama más socialdemocracia.

¿Por qué crece el voto anti-sistema?