viernes. 29.03.2024

Próxima estación

Cuando se sacraliza la historia, la convertimos simplemente en pasado y en consecuencia la despojamos de contenido...

Cuando se sacraliza la historia, la convertimos simplemente en pasado y en consecuencia la despojamos de contenido. Nunca deberíamos confundir historia y pasado. El tiempo es mera quietud. La historia encierra un dinamismo en sí misma y convierte el quehacer humano en devenir continuo, fuera de toda cosificación, destruyendo el atractivo morboso de la estatua de sal, inmóvil, la cómoda quietud de quien se desentiende del futuro convirtiéndolo en porvenir.

Cuando este artículo vea la luz, tendremos un rey como feje del Estado español que reinará con el nombre de Felipe VI. Nació con una corona entre las ingles y brotó de otras ingles coronadas. Y de la corona de su entrepierna nació otra niña con una corona coronando su monte de venus.

Creo que fue sobre el 69. Franco, nada adicto a ciertos números cargados de genitalidad, pero adicto a la testosterona de sus pistolas, engendró a Juan Carlos como sucesor. Y aquel día, Franco se sintió Carlos Primero de España y Quinto de Alemania, y Felipe Segundo y se construyó un Monasterios de El Escorial hortera y lo llamó Valle de los Caídos. Lo nombró sucesor suyo como si la historia hubiera nacido un 18 de Julio del 36. Y con todo atado y bien atado se murió un noviembre cualquiera, con España entubada y un trombo corneándole la femoral.

Y Juan Carlos Primero juró los principios del Movimiento y los españoles nos echamos a la calle con la democracia entre los dientes, borrachos de libertad, hambrientos de futuro. Y todos nos esforzamos en conseguir la democracia. Y todos nos olvidamos de las ataduras enterradas en la sierra madrileña y empezamos el camino. Y derribamos la inmovilidad de aquellos principios del movimiento y nos dedicamos a ejercer la responsabilidad de sentirnos responsable de la ruta. No era olvido. Era superación. Implicaba colocarnos por encima de la predeterminación franquista de que el Rey era un mero sucesor y le exigimos una universalidad que abarcara a toda la nación. Eso hicieron los padres de la Constitución. Se apearon de sus diferencias, esquivaron los sables, ahuyentaron las pistolas relucientes, superaron sus egoísmos y entre todos empujamos para parir esa libertad que a veces se nos estropea por el polvo del camino.

Años después, la democracia se nos ha oxidado, está llena de adherencias, con parasitosis en las tripas. Y vivimos el descontento, la desvergüenza de la corrupción que abarca desde la corona inguinal hasta el último político que levanta la mano en el Congreso y evita que se investigue la podredumbre imperante.

Se va el rey de los principios fundamentales. Y cuando los viajeros nos preguntamos por la próxima estación, van las ingles e imponen su ley genital. Y vienes Felipe, guapo él, preparado él, alto y rubio como le cerveza de Concha Piquer. Y el pueblo se pregunta quién es este hombre de cuarenta y tantos, casado con una periodista, delgada como el tallo de una flor, elegante como la espalda de una brisa. Y algunos, no me importa si muchos o pocos, se interroga si es posible la palabra, ese útero fecundo donde nace la democracia. Y pretenden decir que quieren un rey o una república. No son insurrectos, ni radicales, ni filoetarras, ni republicanos socialistas de la unión soviética. Son ciudadanos de mono-albañil, de corbata-oficina, mujeres-de lavadora-honrada o despacho-directivo.

Y aparecen los republicanos de siempre proclamando su adhesión inquebrantable a la corona. Extraño, pero real. Y el socialismo lo pospone todo porque no hay incompatibilidad entre monarquía y república. Porque se detuvieron en el 78, porque la estabilidad, porque han ensordecido y no perciben la voz del siglo XXI. Y condenan por apóstatas a todos los que quieren pronunciar su palabra, a todos los que pretenden simplemente preguntar sin imponer, a todos los que hacen de su libertad una bandera blanca sin clavar brazaletes de otros tiempos, los que quieren depositar sobre la tumba la herencia coronada recibida.

No es el momento. Hay que esperar a la próxima estación. Prohibido bajarse en marcha. Una gran mayoría del Parlamento se ha convertido en jefe de ferrocarriles y prohíbe el arranque del tren. No es el momento. Como si los momentos acontecieran o crecieran como claveles espontáneos. Los momentos hay que hacerlos. Con riesgo, con sudor, con dolor. No vienen solos. Hay que parirlos sin epidural, desde el vértigo de una creación que siempre tiene doble filo. Hay que ir hacia ellos. Las estaciones están quietas. Somos nosotros los que tenemos que avanzar hacia ellas. Cuando uno se limita a esperarlas, resulta imposible el encuentro.

Exijo el reconocimiento de ese dinamismo histórico. Es urgente que nos pongamos en  marcha para que la democracia siga viva. Corremos el peligro de ahogarnos en una esterilidad adquirida. Existir no es una costumbre, es una provisionalidad que se encamina hacia una plenitud.

Próxima estación