miércoles. 24.04.2024

La corrupción tiene raices

Todo el diccionario político se resume en una palabra: corrupción. Tertulias televisadas, radiofónicas, periodísticas, redes sociales, cafés con leche en el bar...

Cualquiera puede ir colgando banderitas de colores para seguir ese recorrido de podredumbre, para distinguir a Pujol de los ERES, las tarjetas de Bankia de la megalomanía de Camps, desde Génova-PP hasta Alcalá Meco, desde Ferrán-Arturo Fernández, sin olvidar los Granados púnicos amadrinados por la inocente sexagenaria Esperanza Aguirre

Todo el diccionario político se resume en una palabra: corrupción. Tertulias televisadas, radiofónicas, periodísticas, redes sociales, cafés con leche en el bar, todos concentran sus comentarios en un vocablo ineludible: corrupción. Como con frecuencia escribo sobre temas políticos, casi siento un extraño pudor si no  plasmo cuatro ideas sobre lo que se ha convertido en entraña de la actualidad política.

La corrupción tiene su geografía. Limita con los Pirineos, baja por el Este, visita Andalucía y sube por Extremadura hasta cerrar el círculo en Galicia. Y cualquiera puede ir colgando banderitas de colores para seguir ese recorrido de podredumbre, para distinguir a Pujol de los ERES, las tarjetas de Bankia de la megalomanía de Camps, desde Génova-PP hasta Alcalá Meco, desde Ferrán-Arturo Fernández, sin olvidar los Granados púnicos amadrinados por la inocente sexagenaria Esperanza Aguirre. Así podemos sobrevolar todo el cielo patrio sin pisar el asfalto de la vida ciudadana.

Es una corrupción económica. Dinero que se hizo humo y se lo llevó el viento por la ruta de cielos fiscales. Dinero que era de todos. Un día llegaron a casa unos señores elegantes, poderosos, traje último modelo, corbata de seda y gemelos de oro. Olían a perfume caro, a pinares de jardines de chalet lujoso. Olían a señores importantes porque está claro que el perfume a importancia se percibe de lejos. No eran kosovares, ni usaban pasamontañas, ni cuchillos capaces de asustar cuando les abrimos las puertas. Eran tan respetables, tan adalides de la integridad, que nos dejamos ahogar por sus cordones de zapatos italianos. Se llevaron el dinero y nos dejaron maniatados. Nadie nos ha liberado todavía porque todos son inocentes para sus partidos políticos.

Sin minimizar el delito, al fin y al cabo sólo se han llevado dinero. Es el consuelo de quienes mantienen la vida aunque los hayan conducido a la pobreza extrema. Pero sinceramente me escuece este reduccionismo de la corrupción al terreno económico. La democracia no nace en esas guaridas del dinero que son los bancos. La democracia brota de la palabra que la fecunda, la crea, le pone alas y la empuja como una cometa hermosa y libre. Y cuando se rompe la palabra se hiere la democracia, se la pone contra la pared y se le explota la nuca de madrugada en el más infame paseíllo.

El latrocinio tiene raíces. Hace tres años por estas fechas, vivíamos una campaña electoral. El país era un mitin. Por lo visto algún líder ignoraba la situación del país. Aunque uno no se explica que se prometiera empleo si no se conocía que el  paro vigente, que se prometiera una economía próspera ignorando que se carecía de esa prosperidad.

Se nos devolvería una alegría que Zapatero había degollado, no subiría el IVA en atención a “los chuches”, se crearían puestos de trabajo, la sanidad se recuperaría de los recortes socialistas, el estado de bienestar regresaría, las pensiones serían el paraíso de los jubilados, la educación nos pondría a la altura de las grandes universidades, las becas, la investigación. Seríamos tan ambiciosos que le mantendríamos la mirada a Europa, a Merkel, a quienes nos obligaban a pagar una deuda, a cumplir un déficit. Enseñaríamos nuestra fuerza de Cid Campeador. Aznar  Primero de España había hecho el milagro y Rajoy-Carlomagno se encargaría de situarnos en la cúspide de la gloria.

Pero Rajoy conocía la situación. De lo contrario no prometería restaurar todo para instalarnos de nuevo donde estuvimos en los mejores tiempos. La apelación posterior a la herencia recibida, si era verdad que se desconocía, nos ponía de relieve la absoluta ceguera de un aspirante obtuso de mente, que si no había tomado conciencia de ello no podía presentarse como candidato  y si la conocía hacía de sus promesas una mentira consciente,  falseando la realidad y engañando traicioneramente a los electores.

Una vez conseguido el poder, se destruyó conscientemente la sanidad, la educación, la caja de pensiones. Se inventó el hambre, los desahucios. Se cambió el modelo de sociedad entregando los grandes logros a empresas privadas para que se lucraran con la sangre de los debilitados, se repartió la riqueza entre los bancos y la miseria entre los ciudadanos, la opulencia entre los ricos y el hambre entre los pobres, se trituraron derechos sociales y laborales adquiridos con lucha y sangre, se remitió al trabajador a la categoría de esclavo y al enfermo se le convirtió en mercancía.

Esta es la corrupción real y la más terrible. En esta mentira universal, en esta traición a la ciudadanía, en este engaño devorador es donde está la corrupción más abominable y la que convierte a los ladrones del dinero común en pecadores casi veniales. Condeno la segunda, por supuesto, pero me hunde la primera porque con esas falsas promesas se prostituye la democracia, se la convierte en impura e incluso se abre el camino a salva patrias siempre al acecho.

Al margen de Bárcenas, de sobre sueldos en negro, en obras con dinero opaco y de muchas otras situaciones de vergüenza, el gobierno es corrupto en sí mismo porque nació de una corrupción consciente, pregonada y defendida como forma de llegar a la Moncloa.

Me duele la corrupción, toda corrupción. Pero me escuece sobre todo la corrupción de la palabra.

La corrupción tiene raices