viernes. 19.04.2024

Capítulo 9 Oviedo. Febrero de 1937

En la cita que mantuvieron Catalina y Mari con el teniente Galo Paule, tras la comparecencia de Adolfo en el cuartel de la Policía de Seguridad, este les explicó que, como pensaban, se le había llamado a declarar por el expediente que figuraba en los archivos de los pioneros del Centro Comunista. Pero los expedientes requisados eran centenares y el motivo real de haber actuado citándole, era por haberse presentado denuncia, de un vecino, contra él.

Tras el interrogatorio del teniente Riaño a Adolfo, se volvió a convocar al denunciante; un chico solo un año mayor que el denunciado. Tenía dieciocho años. Algo de presión por parte de Riaño fue suficiente para que le quedara claro que la realidad de la denuncia no provenía de una cuestión política sino motivada por celos juveniles. Le achacaba a Adolfo haberle quitado una novieta: Carmina, una chica también del vecindario.

–El cabreo y la mezquindad le motivaron para denunciar a su oponente sobre su relación con organizaciones de izquierda –resumió Galo.

En esa nueva entrevista, Paule y Mari, mantuvieron la misma esgrima verbal de dobles sentidos, juegos de palabras, miradas de inteligencia… Suficientes para provocar algo más que curiosidad entre ellos. No eran tiempos para perder y Paule le propuso otra cita, esta vez personal y fuera del cuartel, “a tomar unas sidras”, si bien añadió, a modo de colofón, a su propuesta.

–No quiero que parezca que quiero cobrarme el favor. No hay ningún favor realmente hecho y nada tiene que agradecerme. Si no le apetece, me lo dice tranquilamente y tan amigos. A su hermano nadie le va a molestar si no se mete donde no debe.

-Permita que lo piense – Mari prefirió tomarse un tiempo para madurarlo, dejándolo en suspenso. Mientras, su madre guardaba silencio–. Pero en ningún caso para ir de sidras a un chigre. En todo caso, si aceptara, sería para tomar un café en Peñalba.

-Este hombre ye mayor para ti, seguro que te saca por lo menos quince años. Respeto que si eres responsable para trabajar y traer un sueldo, también lo seas para tomar tus decisiones. Pero cuidado; lo normal es que ese teniente esté casado y con fíos – le dijo su madre cuando salieron.

Pasados unos días, en vista de que no había contestación de Mari, Paule se hizo el encontradizo con Bernardo, acercándose al pabellón de la Compañía de este, como si tuviese que hablar con el teniente. Bernardo saludó efusivamente dándole las gracias por haberse molestado en el asunto de Adolfo.

-¿Cómo podemos agradecérselo, mi teniente?

-No hay nada que agradecer.

-Cuando menos acceda a que la invite a comer.

-No están los tiempos para gastar, sargento; en los pocos sitios que quedan abiertos, casi todo es del mercado negro y está disparatado.

-No se preocupe por eso; mejor que en una casa de comidas va a comer usted. Catalina, mi suegra, hace una fabada que no habrá probado nada igual.

Galo vio el cielo abierto. Era más de lo que esperaba para poder aproximarse de nuevo a Mari.

-La verdad, sargento, no quiero abusar, pero tampoco quiero ser grosero rechazando la invitación. Siempre que no sea una molestia, acepto de buena gana.

-Estupendo, mañana al mediodía cuente con que nos vamos directos para allí.

A la hora de la comida ambos militares se encaminaron a la calle de Jesús. La tarde anterior Bernardo dio aviso a Catalina y él mismo llevó el embutido para el compangu; Sabía que de fabes, Catalina, tenía algún kilo acopiado.

Mari había salido de guardia y al llegar a la esquina de su casa se había parado a saludar a Estefanía La Fuente y a otras niñas del barrio de la edad de Tino. Estefanía era de la familia de Aida de la Fuente, aquella amiga de Mari muerta en los combates del 34, a los dieciocho años, en una barricada. Siempre que la veía, intercambiaba algunas palabras cariñosas con ella:

-¿Estáis saltando a la cuerda? Venga, dadme comba para que veáis como se hace.

Ellas, encantadas de que Mari, toda una enfermera, les hiciera caso, batieron el cordel para que, arremangándose la blanca falda saltara, ágil- mente, por encima, cada vez que pasaba.

–Venga, ahora con doblete.

Las niñas cantaban para darle ritmo:

Soltera, casada/Viuda, monja/Quisiera saber quien/es mi novio: Pedro, Luis,/ Juan o Antonio.

De pronto vio a dos hombres de uniforme parados frente a ella. Se detuvo de sopetón, provocando que el cordel se enredara en sus canillas.

-¡Qué de pretendientes tiene usted! –dijo Paule que, junto con Bernardo, acababan de doblar el recodo.

-No le hacía por aquí, ni recordaba haber aceptado su invitación – ella se irguió orgullosa, con las mejillas arreboladas por el ejercicio y la sorpresa, nada dispuesta a quedar mal; un tanto molesta por haber sido “pillada” jugando como una cría.

-Hemos invitado a comer al teniente –explicó Bernardo algo desconcertado al oír hablar, a su altanera cuñada, de una invitación de la que nada sabía.

-Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma. Pero si molesto no tiene más que decirlo.

-Si mi madre y mi cuñado le han invitado, por mí que no quede; encantada de recibirle y agradecida a usted –respondió a la vez que se alisaba el uniforme y se colocaba la cofia que había quedado torcida de medio lado en su cabeza.

Tras aquella comida, Mari no se resistió más a la propuesta de ese hombre que le parecía tan interesante y seguro de sí mismo; cualidad que ella misma tenía y que le gustaba encontrar en los demás.

La tarde de la cita, nada más sentarse en la cafetería Peñalba, haciendo caso del consejo de su madre y tras pedir la comanda, le espetó abiertamente, ya tuteándole:

-Mi madre dice que eres mayor para mí y que igual hasta estás casado y con hijos. Lo primero, lo de que seas mayor no me importa. Lo segundo ya sería otra cosa.

-Aunque a una señorita no se le pregunta la edad, si me lo dices, te hago la cuenta de cuánto te saco que, me temo, es demasiado.

-Voy a hacer veintiuno.

-Pues en ese caso te saco dieciocho. Ya ves que lleva razón tu madre, son muchos.

-Ya te dije que eso no era lo importante. Lo otro sí –dijo mirándole con serenidad a sus ojos grises para dejarle hablar.

-Mi mujer se llamaba Laureana. Murió en Melilla hace ya unos años. Y tu madre también ha acertado en lo de los hijos. Tengo tres, dos chicas, Clara e Isabel y un chico, Francisco. Dos más se me murieron muy pequeños. Una chica que no llegó a cumplir los tres y el gemelo de Francisco, que murió a las pocas horas del parto. Ya son mayores, Clara casi es de tu edad, bueno, tres años menor; tiene ahora dieciocho. Les he dejado en Melilla, que es el sitio más seguro posible, al cuidado de una prima mía que estuvo de acuerdo en venirse del pueblo, poniendo tierra por medio, por una ayuda económica que le hago llegar todos los meses, aparte de lo que mando para los hijos. En Extremadura también se fusila mucho y se quedó sin marido al poco de empezar la guerra. Hay que convenir la perspicacia de tu madre, Catalina ha acertado en casi todo.

-Pues las cosas han quedado claras y has sido sincero –convino Mari–. Ya te dije que no me importa lo que pueda hablar la gente. O sea, que por mí no hay inconveniente en que podamos seguir viéndonos.

Gabriel y GalánA esa cita en el café siguieron otras: más cafés, algún chigre (vencida la desconfianza) y algún restaurante de los pocos que quedaban abiertos y que el sueldo de oficial podía permitir. También paseos por el parque de San Francisco y otros rincones, buscando que no estuviesen demasiado expuestos a los disparos que en cualquier momento podían desencadenarse.

La pareja aprovechaba el tiempo que les quedaba libre, a uno por el trabajo en el cuartel y a ella en el hospital y la costura que hacía en casa. La guerra todo lo acelera. “Hoy estamos aquí, mañana quien sabe”. La pareja había buscado una pequeña pensión limpia y discreta. La dueña era una mujer afable; cuando podían hacían sus escapa- das de la estridencia de la batalla. En su pequeño escondite, tras hacer el amor, tenían largas y apacibles conversaciones en medio de la tensa calma de los frentes de guerra de Oviedo.

Recordando el día que lo conoció, le decía Mari:

-¡Vaya miedo que pasé cuándo salió aquel hombre del turbante con el labio partido y me dijo que le siguiéramos! ¡No me llegaba la camisa al cuerpo!

-Será por eso que me fijé más en ti. Gracias a que la camisa te quedó estrecha del susto, según tú –le sonreía Paule con malicia.

-Pensé: ¡En menuda ratonera nos hemos metido! De esta no salimos. Riendo, Paule, le explicaba:

-Es mi asistente. Es un hombre más culto de lo que parece por su aspecto. Su cultura no es libresca, pero sí de profundas raíces rifeñas. Es un pueblo belicoso; sus orígenes se hunden profundamente en los años y en los riscos que emergen al norte de las arenas del desierto. Es de una gran perspicacia natural; se da cuenta, antes que yo, de las palabras del castellano que tienen su origen en el árabe. Sabe que me gusta la etimología, por lo que, en cuanto se percata de alguna, me lo hace ver. En África me ha ayudado mucho con el árabe. Es mi ayudante desde que me nombraron alférez. Ya para entonces llevaba yo muchos años en África y había aprendido bastante de su idioma, aunque no lo dominaba. Y él me ha ayudado a perfeccionarlo. La mayor parte de mis compañeros no se interesaron por esa lengua ni por las costumbres de los moros. A mí me vino bien, más allá de mis gustos, para conseguir destinos que me convenían. Muchas veces me han requerido de traductor. Y me ha valido para poder estar en sitios repletos de libros que me han posibilitado seguir formándome. En una época me nombraron bibliotecario del Casino Militar de Melilla. Gracias a eso disponía de horas y textos para poder estudiar la jurisprudencia y las leyes militares.

-Pero ese hombre da miedo y eso que yo no soy especialmente miedosa.
¡Con esa doble cicatriz en mitad del labio!

De nuevo rió Galo:

–Pues no se te ocurra preguntarle cómo se lo hizo. Cuando le conocí  ya tenía una cicatriz más pequeña y le pregunté que cómo se lo había hecho. Sacó el cuchillo de su funda, se lo puso en el labio dándose un tajo y a la vez que empezaba a salir la sangre me dijo: ¡Así!

Galo mantuvo esa versión toda la vida. Cada vez que Mari le decía:

-Pero dime la verdad: eso no puede ser; es una exageración.

-Así fue; tal cual te lo conté –contestaba Galo, poniendo cara de sorna.

Nunca llegó a averiguar si fue verdad o no.

Otras veces las conversaciones transcurrían sobre las cosas más variadas. A Mari le interesaba todo y, al parecer, a Galo también.

Le hablaba de cómo le habían llamado la atención, ahora que estaba teniendo la oportunidad de oír hablar en bable, las muchas palabras que se parecían a cómo se hablaba en algunas zonas de Extremadura: una variedad de dialecto llamada “castúo”.

La teoría de Galo era que los pastores de la trashumancia del ganado que iba de Extremadura a Asturias por siglos, fueron llevando palabras de uno a otro sitio. Le recitaba unos versos de Gabriel y Galán:

Señol jues, pasi usté más alanti
y que entrin tos esos,
no le dé a usté ansia
no le dé a usté mieo…
Si venís antiayel a afligila
sos tumbo a la puerta. ¡Pero ya s’ha muerto!
¡Embargal, embargal los avíos,
que aquí no hay dinero:
lo he gastao en comías pa ella
y en boticas que no le sirvieron;
y eso que me quea,
porque no me dio tiempo a vendello,
ya me está sobrando,
ya me está gediendo!

Y así va diciendo que le pueden embargar lo que quiera menos una cosa: la cama que compartían hasta que murió:

¡Pero a vel, señol jues: cuidaíto
si alguno de ésos
es osao de tocali a esa cama
ondi ella s’ha muerto:
la camita ondi yo la he querío
cuando dambos estábamos güenos;
a camita ondi yo la he cuidiau,
a camita ondi estuvo su cuerpo
cuatro mesis vivo
y una nochi muerto!
¡Señol jues: que nenguno sea osao
de tocali a esa cama ni un pelo,
porque aquí lo jinco
delanti usté mesmo!
Lleváisoslo todu,
todu, menus eso,
que esas mantas tienin
suol de su cuerpo…
¡y me güelin, me güelin a ella
ca ves que las güelo!…

Y le hacía ver los parecidos de uno y otro, dialecto asturiano y hablas extremeñas.

Mari aprovechaba para provocarle: –No conocía ese poema, pero sí quién fue Gabriel y Galán y que ya murió. Pero si llega a estar vivo ya podía cuidarse. ¡Menudas cosas que decía! Ahora le hubieran acusado de rojo.

-No te fíes de las apariencias, que otro poeta, Luis Chamizo, precisamente el que acuñó el término “castúo” para referirse al habla extremeñas, escribió:

Icen que la nacencia es una cosa
que miran los señores en el pueblo;
pos pa mí que mi hijo
la tié mejor que ellos,
que Dios jizo en presona con mi Juana
de comadre y de méico.
Asina que nació besó la tierra,
que, agraecía, se pegó a su cuerpo;
y jue la mesma luna
quien le pagó aquel beso...”

-Este sí está vivo. Al menos lo estaba cuando pasamos por Extremadura –continuó Paule–. Tuve la oportunidad de hablar con él y me dijo que se iba a refugiar en una pequeña aldea lo más lejos posible de la guerra. Curiosamente en los primeros días del alzamiento le detuvieron en Mérida, que quedó en zona republicana. Por su pinta de señorito estuvo a punto de que le fusilaran. Se salvó porque les dijo: “Pero, ¿sabéis a quién vais a matar? ¿Soy el poeta, paisano vuestro, Luis Chamizo” . Entre los republicanos había un maestro que conocía su nombre. Desconfiando le dijo: “recita un verso tuyo”. Y declamó el que te acabo de decir. Me lo he aprendido de pe a pa por si caigo en manos de los rojos alegar que soy Chamizo. ¡A ver si cuela! Y el otro verso por si les digo que soy Gabriel y Galán; cualquiera sabe –dijo en broma, ya que en realidad tenía una excelente memoria y particularmente para la poesía–. Pero a lo que iba, que el caso es que después, Mérida fue tomada y Chamizo se alejó cuan- to pudo de unos y otros. Para que veas la paradoja. Casi se lo cargan los contrarios a los que tú creías.

-Pues escribiendo esas cosas más parecía de izquierdas –mantenía ella.

-Ambos se oponían a lo injusto –decía Paule–. Muchos de los que estamos en este bando hemos pasado hambre y sabemos del sufrimiento de la gente. Pero lo que no arregla nada es el desbarajuste y el caos. Eso es contribuir al desastre de la economía y a que haya más hambre.

-Seguro que muchos piensan así. Pero los que mandan en realidad se han levantado para que no haya nada para repartir y afuñarlo bien para ellos y los suyos. ¿”Afuñar”se dice también en castúo? –dijo Mari sin dar su brazo a torcer.

-No. Pero lo padecemos por igual que los asturianos.

Bernardo tuvo noticias de esas escapadas y reaccionó iracundo. Al llegar a casa le espetó a Felisa:

-Tu hermana lióse con el teniente Paule, voy a ser el hazmerreír de mi Regimiento.

-Primero, dímelo de buenes maneres; segundo, ya son mayorcitos y no es cosa tuya.

-Mayorcito él, desde luego; pero ella ye una rapaza en comparación.

-Olvídate de comparaciones. Mari tiene veintiún años. Cuando me hiciste la barriga yo tenía catorce; no tengas tantu rostru. Deja a mi hermana en paz que tién más cabeza que tú.

Lejos de aplacarse, aún quedó más irritado. Sintiendo que su obligación de cuñado y macho era velar por el honor de la familia, decidió tomar cartas en el asunto.

Estuvo rondando hasta que un día un camarada de la Falange le dio el soplo de que, esa tarde, se les había visto entrar en la pensión en cuestión. Allí se plantó, al poco, montando un escándalo a la hospedera y golpeando las puertas de las habitaciones, gritando sus nombres por el pasillo. Galo saltó de la cama, se puso los pantalones y abrió la puerta a la vez que Mari conseguía ponerse la combinación.

-¿Qué pasa Bernardo?

-¿Que qué pasa? Que conste que me dirijo a ti, no como mi teniente, sino al “ligue” de mi cuñada. Y esto no lo consiento en mi familia. Y tú, Mari, sal ahora mismo que te voy a llevar a casa con tu madre.

-Quédate ahí tranquila. Bernardo, serénate. Mari es mayor de edad. Aunque fuera un ligue, estaríamos en nuestro derecho, pero te anticipo que esto va en serio.

-¡Serio! ¡Déjate de coñas! He dicho que a casa, ¡venga Mari! Exclamó dando un paso hacia el interior.

Galo, pausadamente, cogió la pistola que colgaba del piecero de la cama. Apuntó hacia el suelo, sujetándola con la soltura de alguien acostumbrado a las armas. A media voz, despacio pero firme, se dirigió a Bernardo:

-Sal de aquí en este instante. Y el que se va a casa eres tú. Mari se irá cuando ella quiera.

Bernardo asumió que aquello sonaba a orden y que había perdido el pulso.

De este asunto nadie volvió a hablar, pero marcó una distancia entre ellos. En el fondo Bernardo sabía que aún debería agradecer a Galo no haber dado parte. En plena guerra, faltar a un superior le hubiese llevado directo a un Consejo Sumarísimo; pero Paule estaba muy lejos de recurrir a mezquindades y prefirió resolverlo por sí solo.


Imagen del libro de Gabriel y Galán.

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Capítulo 8
Pisaré sus calles nuevamente
Novela histórica de Pablo Fernández-Miranda de Lucas, por entregas en Nuevatribuna

Capítulo 9 Oviedo. Febrero de 1937