sábado. 20.04.2024

Capítulo 7 Oviedo. 17 de octubre de 1936

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Antiguo Hospicio, actualmente es el Hotel Reconquista de Oviedo.

–Ina, eses explosiones suenan en dirección a la Argañosa y no se parecen a les de otres veces: ¡escucha!… –dijo Adolfo a su hermana menor.

–¿Ahora qué pasa? ¿Qué tienes oído de artilleru? –le contestó con ojos rasgados de ironía.

–¡No!, ¡calla!, escucha… ¡Otra vez! Suena como en las romerías; ¡son cohetes de feria! Voy a asomame a ver.

La ventana daba a un patio interior pero, gracias a que el edificio de enfrente era bajo, se veía el cielo relampaguear hacia poniente.

Tras tres meses de guerra, los moradores ovetenses se habían convertido en expertos, distinguiendo el tipo de arma según su sonido y la localización del lugar donde se producían las explosiones.

Acababan de cenar unas gachas de maíz y estaban a punto de acostarse.
¡Total, no había electricidad!, y había que ahorrar los dos cabos de vela que quedaban. Serían las diez de la noche cuando, por la zona oeste de la capital, comenzaron a oírse esas secas explosiones precedidas por un silbido.

–No abras la ventana, que nunca se sabe –ordenó la madre; pero ya estaban asomados mirando hacia el cielo oscuro y cubierto de nubes.

–¡Mira! ¡Sí!, ¡son cohetes!; y también disparos de fusil.

–Pues, la cosa no está para fiestes ni folixies, lo único que cabe pensar es que hayan entrado las tropas de Galicia que nos llevan meses diciendo que están a punto de llegar. Esos cohetes solo pueden significar que esta vez era verdad.

La vanguardia de la columna que había estado tiempo bloqueada en Grado, aprovechando la carencia de armamento de los republicanos, inició el avance hacia el alto del Escamplero.

Los republicanos habían tomado posiciones en San Claudio, pero los “gallegos”, en lugar de avanzar por la carretera, por donde se les esperaba, habían entrado por su espalda llegando a las primeras casas del casco por la zona de la Argañosa y contactando, en la plaza de América, con los hasta entonces cercados. La avanzadilla estaba formada por fuerzas de asalto de Galicia y por el Tabor de Regulares de Melilla número cuatro.

Al día siguiente hizo su entrada el grueso de la columna al mando de Martín Alonso. Una muchedumbre salió a la calle vitoreándoles.

–Muchos de los que aclaman son los mismos que en el 34 vitoreaban a los mineros. La mayoría apuesta al ganador y lo ensalza; sea quien sea
–sentenció Catalina.

Desde entonces el frente de Oviedo quedó estabilizado durante casi cuatro meses. Con goteo comenzaron a llegar alimentos que fueron fuertemente racionados. También empezó a haber más horas de suministro de agua. Los muertos por fuego directo disminuyeron en ese periodo, pero el tifus era un martillo pilón golpeando con la misma constancia. La epidemia, junto con otras enfermedades, había eclosionado por la falta y mala calidad del agua y la escasa alimentación. A esa epidemia no pudieron detenerla los “gallegos” y su mazazo siguió por muchos meses.

La familia había sido respetada por ese azote; pero Ina, que era más frágil, caía enferma con frecuencia y estaba débil. También Catalina sufría de tos frecuente provocada por una bronquitis que se le hizo crónica.

Lo que sí se reanudaron en la ciudad fueron las búsquedas sistemáticas de muchos republicanos que habían conseguido esconderse en los primeros días. Los falangistas habían estado muy ocupados para estar haciendo indagaciones, aunque siempre mantuvieron los “paseos”. Pero ahora que la confrontación armada se había ralentizado, pudieron reanudar su siniestra búsqueda. Palizas en los interrogatorios, delaciones de vecinos e incluso familiares. El fervor de los nuevos conversos que querían hacerse perdonar algún gesto republicano con adhesiones fervientes. ¡Y qué más demostración de fidelidad que denunciando a un primo o a un tío!

Llegó a casa de la familia una orden para que Adolfo se presentara en el cuartel de los guardias de asalto al día siguiente a las doce, la hora del “Ángelus”, especificaba con beatitud la citación. Adolfo, su madre y su hermana Mari se apresuraron a ir a casa de Felisa para ver si Bernardo podía averiguar algo.

–Si fuese algo “gordo”, no le hubieran citado por escrito. Le hubiesen detenido y punto –intentaba relativizar Bernardo–. Están llamando a comparecer a todos los que aparecen en documentación requisada con afiliación a partidos rojos o sindicatos. También por denuncias sobre quien haya tenido que ver algo con socialistas, comunistas o anarquistas. Lo más seguro –continuó– es que estuviese su nombre en las fichas de los Pioneros de las Juventudes Comunistas; ya os dije que eso no traería nada bueno.

–Pero, si ye un guaje; lo único que hizo fue ir a los juegos que organizaban en el centro –dijo Catalina.

–¡Sí, juegos! Pero también lecturas peligrosas y preparación para convertirlos en revolucionarios –reprochaba Bernardo–. Pero lo que es verdad es que él no hizo nada comprometido.

–Eso lo sabemos nosotros –afirmó Catalina– pero la gente ye muy mala; a saber lo que han dicho de él y quién.

–Yo no puedo hacer nada, no soy más que uno del montón.

–Del montón, nada que ya tienes los galones de sargento y bien ufano estás. Y, además bien tieso que cantabes el otru día eso de la “camisa azul”.

Hacía poco los falangistas habían organizado un desfile en la plaza de la Escandalera y habían cantado a pleno pulmón haciendo ver que, todos, lo eran “de toda la vida”:

¡Camisa azul, el yugo y las flechas
vestía yo, cuando aún dudabas tú!
Perseguido por izquierdas y por las derechas
caía yo, cuando aún dudabas tú.
¡Despierta ya, burgués y socialista!
Falange trae la revolución.
La muerte del cacique y del bolchevique
del holgazán y de la reacción.

Entonaban siguiendo los compases del himno alemán “Die Fahne Hoch”.

-Y a mucha honra, Catalina, pero eso no quita para ser uno más. ¡Mira!, lo que sí se me ocurre que podéis intentar es hablar con un teniente de mi Regimiento de Seguridad y Asalto que, al fin y al cabo es donde tiene que comparecer, y tiene fama de ser un hombre con mesura.

-¡Eso! ¡Y pedimos al lobo que cuide de la oveya! –intervino Mari.

-¡Que no, muyer! Incluso algunos camaradas le miran mal porque todo lo hace según el protocolo. Estando en Salamanca, al poco del alzamiento, cuando cualquier denuncia acababa en fusilamiento con o sin juicio, le tocó a él estar en el tribunal: se empeñó en conocer cada caso. Y gente que no había hecho nada salió libre. Otros, sin delitos de sangre, acabaron en la cárcel, pero se salvaron del paredón –siguió argumentando Bernardo–. Lo que pasa ye que se tienen que aguantar con él porque es teniente de Regulares y estuvo muchos años en África; con lo que no cabe suponerle sospechoso de nada.

PortadaEl teniente Galo Paule había entrado al mando de una compañía del Tabor de Caballería de Regulares. Tras la entrada de la columna y sintiéndose más seguros los cercados, los desmanes que cometieron fueron tales que, el propio mando, tomó medidas para que, desde el punto de vista de la seguridad, la cosa no se les fuera de manos. Una de ellas fue trasladar al Cuerpo de Seguridad y Asalto a varios oficiales, entre ellos a Galo; un hombre sobrio que se había ganado los ascensos desde soldado raso por dos cuestiones: una, porque África era un destino en el que el escalafón corría con rapidez por la anterior guerra de Marruecos, en la que había participado desde casi su inicio hasta el final. Pero también porque era un estudioso de todo lo que caía en sus manos y un metódico seguidor de los protocolos militares, incluyendo haber aprendido árabe, lo que venía muy bien a los mandos para tener traductores de confianza. Gente estudiosa y culta no sobraba. Cuando las tropas africanas se sublevaron, él ya estaba destinado de alférez en los Regulares de Alhucemas.

El 17 de julio de 1936 era evidente, para las tropas africanas, que el alzamiento era cuestión de horas. Al mando de un pelotón a caballo, por los montes aledaños a la ciudad, recibió un mensaje con la orden de acuartelamiento. El sargento que estaba bajo su mando y con el que le unía, además de confianza de muchos años de servicio, el haberse salvado mutuamente la vida en más de una ocasión, se arriesgó:

-Galo, yo no voy al cuartel. No me voy a alzar contra la República, que es para lo que nos ordenan acuartelar. No voy a traicionar mi juramento y eso supone que me fusilarían si me niego. Voy a cruzar la frontera para luego volver a la Península y ponerme a las órdenes del gobierno legal. O eso, o me pegas aquí un tiro. Lo prefiero a que me fusilen otros.

Galo se tomó uno segundos de reflexión.

-Hace unos meses te hubiese acompañado; pero las noticias de la Península son de que el caos se ha adueñado de todo y es un desgobierno. Yo soy una persona de orden –tras otro corto intervalo prosiguió–, ante los soldados no puede parecer que te dejo ir. Voy a darte la orden, para que lo oigan, de que lleves las instrucciones del acuartelamiento al puesto anterior. A partir de ahí tú verás lo que haces. Y allí se separaron viendo al caballo del sargento volviendo grupas.

Nada más pasar a la península, la necesidad de oficiales formados aceleró su ascenso a teniente. Su Tabor fue trasladado a la península mediante el puente aéreo que se organizó con los Junkers alemanes, ya que por mar la flota republicana tenía el control. Una vez en Andalucía, fueron avanzando en dirección noroeste hacia Salamanca.

Allí estuvieron unos meses en los cuales Galo formó parte de los tribunales y se ganó “mala fama” entre los más recalcitrantes. No de blando, que eso en un “africano” no era posible, pero sí de frío y metódico, que contrarrestaba con la “sangre caliente” que imperaba en ese momento para llevarse todo por delante.

-Pues llevas razón, no perdemos nada –dijo Mari–. Mañana a primera hora estamos pidiéndole audiencia a ver si ayuda en algo a Adolfo.

Acababan de tocar diana y ya estaban Mari y su madre en la puerta del cuartel. Tuvieron que esperar un rato aún hasta que empezara el horario de oficina. Se dirigieron a uno de los asistentes:

-Buenos días. Queremos ver al teniente Galo Paule.

-¿Tienen cita concertada?

-No. Pero venimos de parte de Bernardo, que es sargento en este Regimiento –dijo Mari aparentando tranquilidad.

-Señoras, es preciso pedir cita previa rellenando la instancia correspondiente. En ella hay que poner todos sus datos y el motivo. Una vez vista se les comunicará si las pueden recibir y cuándo.

-¡Pero el asunto es urgente! Requiere que sea hoy mismo –alegó Mari, que llevaba la voz cantante.

-Lo siento, rellene la instancia, si lo desea, según le he dicho.En ese momento pasaba un militar con las dos estrellas de teniente y la cabeza vendada en la frente y en el pómulo izquierdo.

-¿No será usted el teniente Galo Paule, por un casual? –se dirigió a él Mari poniendo la mejor de sus caras.

-¡No, señorita! Lo que le ha dicho el asistente y que he oído es correcto; debe de rellenar la instancia.

-Mire, teniente…

-Riaño; para servirle a usted y a la señora que le acompaña.

-Es mi madre, teniente Riaño. Debemos ver al teniente Paule; es una información confidencial que debemos transmitirle sólo a él, según nos han dicho; y es urgente. Sentirían no habernos escuchado –asumiendo Mari el riesgo de la mentira inventada sobre la marcha y que quedaría rápidamente al descubierto si es que le salía bien y se producía la entrevista–. Muchas gracias y que tengan un buen día– rematando el órdago y girándose para darle la espalda.

-¡Un momento! –dudó Riaño–. Voy hablar con mi compañero y que sea él mismo quien lo valore. Esperen frente a la mesa del asistente.

Y dirigiéndose al soldado:

-Y tú, Nicolás, no la pierdas de vista, que es capaz de seguirme por el pasillo. No lo digo por usted, señora, que parece otra cosa. ¡Pero su hija!...

Pasados no más de diez minutos, apareció un soldado africano de Regulares con el turbante y una gran doble cicatriz blanca que le dividía el labio superior verticalmente.

-Acompáñenme al despacho del teniente Paule –soltó sin más preámbulos, ni diplomacias, con un fuerte acento rifeño que ellas habían oído ya cuando los moros campeaban por las calles, tras reprimir la Revolución del 34.

Del pequeño despacho, casi ocupado en su totalidad por una mesa y tres sillas, se levantó un hombre de mediana estatura, algo menos de un metro con setenta centímetros. Delgado, con el pelo rapado al cero, ojos grises de mirada reposada e inteligente. Saludó cortés, pero adustamente.

Mari vio salir al asistente rifeño cerrando la puerta. La tranquilizó ver que no estaba el teniente Riaño; así podría disculparse, con mayor mar- gen, de la anterior mentira sin el testigo principal de su falta.

-Me dice el teniente Riaño que tienen una información confidencial que transmitirme personalmente.

-Discúlpenos. Fue un recurso a la desesperada –decidió sincerarse Mari cuanto antes, ya que a aquellos ojos directos no parecía fácil engañarlos–. No nos permitían verlo. Lo que sí es verdad es la urgencia del asunto. Es que mi hermano Adolfo, de diecisiete años, e hijo de esta señora, ha recibido una notificación para presentarse aquí dentro de unas horas y, visto lo visto, hay quien entra aquí y no se le ve más. No sabemos para que le han citado, pero no podemos dejar al azar que salga con bien –soltó de tirón.

-Señoras…, o señora y señorita.

-Sí. Señorita en mi caso; aquí mi madre, Catalina. Y el mío María Luisa. Mucho gusto en saludarle.

-Por muy educada que sea su presentación no puedo dejar pasar que se han aprovechado de Riaño, que es un buenazo y más inocente que un cubo –dijo molesto, aunque un tanto impactado por la corrección de las maneras de ambas y…, porque negárselo a él mismo, por los agradables y elegantes rasgos de la mujer más joven–. ¡No son maneras! El protocolo…

-Si usted tuviese un hermano en peligro también hubiese roto el protocolo, me figuro. Si de aquí saliese la gente detenida o libre pero no como algunos que, una vez que entran, ¡nunca más se supo! estaríamos tranquilas, porque no ha hecho nada. Pero así necesitamos tener cautela, no sea que entre y no volvamos a verle. Estamos muy preocupadas –se arriesgó Mari de nuevo, dura en el fondo, pero con formas respetuosas.

-¿Por qué preguntaban expresamente por mí, si puede saberse?

–Nos habló de usted mi cuñado Bernardo, está aquí de sargento. Ha sido mensajero entre los cuarteles desde que se inició el cerco y conoce a todo el mundo. Nos comentó que se habla de usted; que es una persona que se interesa por los hechos, que sigue el protocolo. –Esto último, dicho intercambiando una sonrisa de complicidad por la referencia irónica a la palabra utilizada por él anteriormente, y perfectamente interpretada, a su vez, por Galo.

–Bueno, en estos tiempos eso casi es mala fama. No es muy favorable para estar bien considerado; son tiempos en los que está mejor visto quien lleva a la práctica lo de que el fin justifica los medios –comentó el teniente a la vez que les indicaba con la mano que tomaran asiento y él también lo hacía frente a ellas, mesa por medio. Ya que estamos aquí les diré lo que hay que hacer. Ante todo y sin falta que su hijo –mirando a Catalina– se presente a la hora que se le ha ordenado. Que no se le ocurra hacer una tontería; acompáñenle para cerciorarse de que entra en el cuartel; que a esa edad se les puede ocurrir cualquier estupidez. Previamente, me comprometo a enterarme del expediente que ha dado lugar a la citación. Estaré al tanto y además, probablemente, dé la casualidad de que el caso le corresponda al teniente Riaño, al que han tenido a bien conocer y engañar. Es un hombre prudente, estén tranquilas. En todo caso, lo que temen no va a ocurrir. Las personas “desaparecidas” a las que aluden no son citadas oficialmente y siendo menor de edad tampoco se condena a la pena más grave, cuyo nombre ni mencionaremos aquí. Sólo en casos de delitos de sangre, pero en esos se detiene directamente y no precisamente por medio de un papel. Una vez que esté aclarado las citaré para su tranquilidad e informarles de cómo queda el asunto –a la vez que se incorporaba, dando por concluida la entrevista.

–Perdone usted, don Galo –dijo Catalina, removiéndose en su silla pero manteniéndose sentada y resuelta–, no es que desconfíe pero, con todos los papeles que tiene usted aquí, se ve que está muy atareado y temo que se retrase la cita; si fuese tan amable, ¿por qué no nos la concierta ya?

–No es fácil librarse de ustedes… ¡Está bien! Mañana imposible, pasado mañana, a estas mismas horas vengan y les diré lo que sea que haya averiguado.


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Capítulo 6
Pisaré sus calles nuevamente
Novela histórica de Pablo Fernández-Miranda de Lucas, por entregas en Nuevatribuna

Capítulo 7 Oviedo. 17 de octubre de 1936