jueves. 28.03.2024

Capítulo 6 Salinas. Octubre de 1936- Febrero de 1937

primitiva indiana

¡Fuego, fuego
entrad a Oviedo
coged a Aranda
y echadlo al agua!

En todo el resto de Asturias los niños cantaban esta adaptación de un anuncio de una marca de chocolate:

Chocolate, chocolate
supe, superior
de la Primitiva
Indiana de Gijón.

–Tino, Tino, los moros han llegado a Oviedo –le gritó uno de los compañeros de la Colonia, con la cara crispada.

El 17 de octubre de 1936, las tropas sublevadas consiguieron abrir un estrecho pasillo desde Galicia a Oviedo. Les costó varios meses y numerosas bajas, pero consiguieron conectar con la ciudad en manos de los “alzados”. La situación en el cerco había estado próxima al colapso. Un par de semanas antes se habían quedado, prácticamente, sin munición cuando la aviación derechista, desde el aire, consiguió arrojarles treinta mil proyectiles de diverso calibre y armamento.

Las tropas sitiadoras habían forzado también las cosas hasta el límite de su capacidad. Habían roto todo el perímetro exterior. Los restos de tropas militares y guardia civil fieles a Aranda tuvieron que replegarse al interior del casco urbano.

Se combatía cuerpo a cuerpo, a través de cada manzana, calle a calle. La ciudad, que ya desde el principio no contaba apenas con suministro de agua, dejó también de tener luz en los primeros días de octubre, cuando los milicianos tomaron las centrales eléctricas.

La mortandad entre la población civil fue alta, no solo por el fuego de artillería sino sobre todo por la escasez de agua, que acarreó diversas epidemias por falta de higiene. Los sitiadores estaban también muy escasos de munición y no lograron impedir que, cerca de veinte mil soldados mantuvieran abierta una arteria por la que comenzó a entrar un flujo sanguíneo en forma de armas y municiones y también de alimentos. Por allí penetraron los “tabores” de los “moros”, que era la denominación de los batallones de las tropas de Regulares formadas por rifeños indígenas que, mayoritariamente, eran comandados por oficiales españoles.

Los Regulares eran tristemente conocidos y temidos en Asturias, donde dos años antes ya habían sido la punta de lanza contra los revolucionarios que, en octubre de 1934, habían conseguido hacerse con el poder durante unos días. Bajo el mando de Francisco Franco, entraron a sangre y fuego masacrando los pueblos y barrios que iban recuperando.

Tino se tomó unos segundos para pensar en lo que suponía la noticia que le estaba dando su compañero. El sentido común se le iba agudizando, igual que al resto de los chicos, sin familia al lado para pensar por ellos. Le contestó con aplomo: “Mirándolo por la parte buena; si nuestras familias han conseguido seguir con vida, debían estar pasándolo muy mal. Ahora podrán tener comida mientras los milicianos recuperan fuerzas. Ya entrarán más adelante cuando ganemos la guerra. Así se mantendrán vivos y, de todas formas, venceremos a los de Aranda y los rescataremos. No pueden ganar los facciosos; ya has visto la cantidad de milicianos que pasan por el campamento de al lado. Siendo tantos tenemos que ganar.”

Los chavales de la colonia se incluían siempre dentro del bando republica- no y se expresaban en primera persona del plural, sintiéndose parte de él.

El chaval que le dio la noticia quedó pensativo rumiando las razones expuestas por Tino.

–¡Así visto! Podría ser bueno para que nuestres families puedan mantenerse con vida. ¡Ya llegarán otra vez los nuestros!

Pero a medida que pasaron los meses del otoño, el invierno traía noches y noticias cada vez más negras. Los sublevados no solo habían afianzado sus posiciones, sino que habían avanzado en numerosos frentes.

Madrid decían que aguantaba. De allí llegaban noticias de resistencia heroica de sus gentes y de las Brigadas Internacionales. Pero los franquistas estaban a sus puertas. También desde Guipúzcoa avanzaban los sublevados. En Asturias comenzó a haber un precario equilibrio de frentes estabilizados. En ese periodo comenzaron a llegar familias de los niños. Nunca los padres, ¡claro!, que seguían dentro del cerco de Oviedo; pero sí tíos y abuelos que, poco a poco, pero en un goteo continuo, llegaban a la Colonia para hacerse cargo de sobrinos y nietos y llevárselos al pueblo a la espera de que pudieran entregárselos sanos y salvos a los padres cuando se dieran las condiciones. Pero si por un lado salían, por otro entraban nuevos niños. Los que salían lo hacían contentos de marchar con su familia más próxima en aquel momento y con la sensación de que eso les acercaba más, aunque fuese solo sentimentalmente, a sus padres y hermanos. En cambio, los que entraban, traían los ojos hinchados de llorar; y aunque en las presentaciones intentaban guardar la compostura, consiguiéndolo casi siempre, luego se les veía por los rincones ocultando sus tristezas. Eran huérfanos recientes, hijos de mineros, de campesinos, de pastores que habían dejado sus vidas en la lucha intentando salvar la República. Sus madres, en algunos casos, también habían dejado la vida combatiendo como milicianas; otras, víctimas civiles de los bombardeos de artillería y de la aviación de los países aliados con los militares alzados: alemanes e italianos. En otros casos, los más afortunados tenían a la madre con vida, pero imposibilitada para darles de comer en aquellos meses en los que todo faltaba. En los pueblos, mal que bien, se iba tirando; pero en las áreas urbanas el desabastecimiento forzaba a que, sin la ayuda del padre y frecuentemente con una ristra de hermanos, la subsistencia implicaba que alguno tuviese que irse a las colonias protegidas donde, al menos ese, comería, y a los demás de la familia les tocaría algo.

Don Pablo Miaja llamó a su despacho a Tino y a otros tres de los que estaban desde el principio en la Colonia.

–Ahora sois de los más mayores de entre todos los antiguos. Hay quien tiene más edad que vosotros, pero son nuevos. Hace falta que les expliquéis qué vida hacemos aquí. Los maestros lo han hecho ya pero los chicos estáis más tiempo juntos y desde vuestra cercanía podéis echarles una mano. Muchos han perdido a sus familiares, no como en vuestro caso, que espero que sea transitorio, sino definitivamente. La República y sobre todo el socialismo es eso: hermandad y solidaridad. No voy a echaros discursos, pero os he visto muchas veces levantar el puño y gritar “UHP”. Pues “UHP” no debe de ser tanto un grito de guerra como su significado que igual ni conocéis: “Uníos, hermanos proletarios”. Tenéis ocasión de ser consecuentes con eso que hacéis como gesto. Uníos y tratad como hermanos a los hijos de esos obreros y campesinos que son vuestra familia ahora.

Y con sus pocos años se encontraron con una misión que cumplir: crear vínculos solidarios con los compañeros.

Claro que, como niños que eran, se peleaban, se envidiaban y competían. A veces hasta “sacudiéndose la badana”, pero más por quien había hecho trampas en una carrera, una patada jugando al fútbol o una ahogadilla en el mar. Nunca por la comida de más o de menos; nunca por arrimar, o no, el hombro en la huerta. No por alguna tarea de reparar una pared o el tejado sino colaborando como una joven familia en la que se fueron convirtiendo.

La hermana de la madre de Tino, su tía María, llegó a verle junto con su hijo mayor, primo de Tino, pero que le sacaba más de diez años. Vivían en Gijón; eran seis de familia: la tía, el marido y cuatro hijos.

–¡Tinín! –le decía mientras le apretaba y le mojaba las mejillas con sus lágrimas–. ¡Probín el neñu!,¡ aquí solu!.

Tino tenía un nudo en la garganta. ¡A él!, que hace unos meses le hubiese molestado que le trataran de niño, ahora no le molestaba el calor de la mejilla de su tía, ni las lágrimas que se deslizaban por la suya. Nunca habían tenido mucho trato; la había visto cinco o seis veces, que recordara, siempre con alguno de sus hijos más pequeños. A éste, al mayor, no lo había visto nunca hasta ahora. Por el rabillo del ojo observaba que le miraba, serio, desde su altura, delgado como un palo.

PortadaLo que más recordaba de los besos de María eran los pinchazos provenientes de la comisura del labio superior de su tía, siempre con una sombra encima del labio. Debía de afeitarse el bigote y los nacimientos del pelo parecían pequeñas púas. Esta vez los aceptaba gustosamente.

Una sonrisa se le puso en la cara; ¿sería por la visita o sería porque se estaba acordando de que cuando la tía María se iba, sus hermanos y él cantaban?

Eres alta y delgada
como tu madré,
morená,saladá
como tu madré...
¡Pero!...¡tienes bigote
como tu padre!

Catalina les hacía gestos de que callaran:

–¡Os va a oír! ¡Todavía va por la escalera! Siempre hacéis lo mismo. Para una vez que viene, ¡y de tan lejos! Pero ella también acababa riéndose contagiada por las carcajadas de sus fios.

La voz de su primo le volvió a la realidad:

–Tino, tu tía viene llorando todo el camino porque hemos estado hablando en casa. Le hemos estado dando vueltas entre todos. A nuestra madre le pesa más el corazón y quería que te vinieras con nosotros, pero le hemos hecho ver que apenas hay comida para todos los que somos. Una boca más y no nos da para subsistir. Las estamos pasando canutas. Aquí estás bien alimentado. Aun así ella pretendía que tomaras tú la decisión; pero eso no puede ser. Aunque estés crecido, aparte de padre, tres de tus primos tenemos edad más que suficiente para no dejarte esa responsabilidad, que nos corresponde a todos nosotros. ¡Nada menos que decidir si cambias más cariño por menos comida!... ¡para ti y para todos! No puedes venirte con nosotros; espero que lo entiendas.

María lloraba a lágrima viva habiendo cedido de antemano a los argumentos de su hijo que, sin duda, había oído hasta la extenuación los días anteriores. Tino asentía con su mirada inteligente y seria. Al fin y al cabo entendía que era familia de sangre, pero de trato lejano. Sabía también que eran un montón ya por sí solos. Quizás le hubiese gustado irse con ellos, aunque fuese por estar con la hermana de su madre. Le hubiera dado igual comer menos, pero comprendía que a ellos no. Ellos ya tenían el cariño que él no tenía y necesitaba.

Le contaron que les habían llegado noticias de que todos los suyos, en Oviedo, estaban bien:

 –Tu madre, Adolfo, María, Ina, también Felisa y “tus primos”. ¡Bueno!, ¡que son tus sobrinos, claro!; los fios de Felisa. Es que por vuestra edad me confundo. ¡Ya verás cómo todo acaba pronto!

–¿Y Lord?, nuestro perro, ¿sabes si está bien?

¡Bueno…! –balbuceó desconcertada ante la ocurrencia– No sé…me figuro que sí porque no me dijeron nada. No se me ocurrió preguntar.

Tras más besos y abrazos los vio irse. María decía adiós desde la ventanilla del tranvía. Tino nunca guardó rencor; siempre entendió que la amenaza real del hambre era la culpable de que no le llevaran con ellos.

Volvió a su vida en la Colonia, los baños en el mar, donde ya nadaba tres de los cuatro estilos: “espalda”, que era lo mejor que se le daba, “croll “y “braza”; chapuceaba un poco a “mariposa”. La gimnasia sueca, los partidos de fútbol en la arena. Las clases de aritmética, geografía, lengua y las demás asignaturas habían comenzado a finales de septiembre, a pesar del curso escolar roto por la guerra. Pero los maestros siguieron el temario de la materia escolar. Eso sí, tuvieron que juntar varios grupos de edades, sobre todo por la falta de espacio. Las clases las daban en el anejo del tendejón que habían construido protegiéndolo con madera. Y habían conseguido unos pupitres, que les había cedido una escuela del Concejo de Castrillón, para añadir a los bancos corridos, que eran más incómodos y en los que estaban apretados para estudiar.


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Capítulo 5
Pisaré sus calles nuevamente
Novela histórica de Pablo Fernández-Miranda de Lucas, por entregas en Nuevatribuna

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