viernes. 29.03.2024

Capítulo 36 El camino de la vida. Leningrado-Ladoga. Septiembre a diciembre de 1941

CAMINO VIDA
El camino de la vida.

La tarde del 8 de septiembre Lola no daba abasto atendiendo heridos en el hospital.

–¿Puedes oírme? ¿Cómo te llamas? ¿Qué día es hoy? La mujer permanecía aturdida con los ojos ausentes.

–Ayúdame a levantarle la cabeza mientras le pongo un vendaje.

Tenía una herida en la frente, la sangre no manaba apenas, debía de hacer algunas horas desde el impacto y había generado costra; además, su boca tenía un extraño rictus. El pelo rubio, estaba compacto y manchado por la herida. Tendría unos treinta y pocos años, quizás menos, la expresión aturdida le hacía parecer mayor. Sus rasgos eran correctos, debía ser hermosa estando sana.

–Ahora voy a vendarte la cara para sujetarte la mandíbula hasta que un médico intente encajártela, a ver si así no tienen que operarte. No te asustes si te hago un poco de daño; es mejor fijarla; si no, al moverte te molestará todo el rato. Es un momento.

Acabó de curar a la mujer y pasó a un hombre mayor; parecía un anciano, aunque no tenía certeza porque tenía graves quemaduras en el tronco y parte del rostro. Había atendido a más de una docena de quemados.

Aunque el día uno de septiembre de 1941 había caído el primer obús sobre la ciudad; el ocho de ese mismo mes se había desatado el infierno. Sabían por la radio que a las siete de la mañana los alemanes habían tomado Shilissburg, lo que suponía el bloqueo de Leningrado. Pero no pensaban que iba a llover fuego. Todo el día estuvieron cayendo bombas incendiarias desde los aviones; luego supieron que fueron seis mil solo en ese día. Tras un rato sin oír aviones, hubo una nueva avalancha. Esta vez fueron cuarenta bombas de carga explosiva: sus objetivos principales eran los almacenes de víveres, especialmente el de Badaev, donde se guardaba la mayor parte de las reservas de la ciudad: cereales, grasas y dos mil toneladas de azúcar. Las calorías que necesitaba la ciudad se habían evaporado. “La energía ni se crea, ni se destruye, solo se transforma”. Pero el azúcar se había transformado en algo inútil, en calorías perdidas en el aire en un instante. Les esperaban ochocientos setenta y dos días de horror y hambre.

El 11 de septiembre Lola y su hermana Julia llegaron agotadas a su casa. Julia continuaba dando clases; en la acosada ciudad se mantenían abiertas las escuelas, pero con horarios reducidos. Llevaban dos meses de racionamiento y no llegaban apenas las fuerzas, ni a los profesores ni a los alumnos, para aguantar un horario normal. Aun así, ella seguía acudiendo, además, dos o tres horas al hospital donde trabajaba su hermana para hacer tareas de asistencia, limpiar, cambiar camas y lavar a los enfermos.

Se asearon como pudieron, apenas había unos ratos de agua corriente. Con una toalla húmeda hicieron lo imprescindible para, al menos, deshacerse de la sensación de suciedad.

Después se derrumbaron, más que sentarse, sobre las sillas apoyando los antebrazos en la mesa. Ambas estaban demacradas y con ojeras. Aunque se habían cepillado el pelo, el brillo de la bonita cabellera de ambas hermanas se echaba en falta. Cada una puso en el centro de la mesa sus raciones para compartirlas. Un trozo de pan de quinientos gramos, el de Lola; otro de trescientos, el de Julia. Los trabajadores sanitarios estaban equiparados a los industriales; los maestros a los oficinistas. De ahí la diferencia en sus raciones. Si hubieran tenido familiares a cargo tendrían derecho a doscientos cincuenta gramos adicionales. No era el caso. Y lo peor estaba por venir.

–Desde hoy aún son más pequeñas las raciones. Se me saltan las lágrimas pensando en el trozo que falta – decía Julia.

–Quinientos gramos son mil calorías, la mitad de lo que necesita una mujer al día –comentó Lola preocupada–. Hay que conseguir complementarlo con lo que sea.

Un par de días después Julia entró con un pequeño envoltorio que al abrirlo dejó a la vista un comistrajo de aspecto sospechoso.

–He traído una especie de gelatina de azúcar, cenizas y cemento. Lo han sacado de los restos de lo que se quemó en el almacén central.

–Hay que engullirlo aunque sea asqueroso. Alguna caloría aportará. Ahora, toda la ciudad depende de lo que sea capaz de transportar la flotilla del Ladoga hasta Ovsinoviets. Los otros accesos están todos en poder de los alemanes.

–Pero no se puede abastecer a casi tres millones de personas con una flotilla. Además, los aviones alemanes hunden, de vez en cuando, algún barco y va disminuyendo.

–Dicen que hasta han enviado buzos para recuperar del fondo de las aguas los alimentos que no estén echados a perder.

–Poco o mucho, es lo único que entra a la ciudad. Dependemos de sus barcos. Al hospital llega mucha gente herida del puerto de Ovsinoviets. Se va a montar un hospital de campaña allí mismo. Lo he estado pensado y voy a apuntarme voluntaria.

–Es muy peligroso, Lola, piénsalo bien.

–Lo sé. Pero más peligroso es el hambre. Ir muriendo todos poco a poco por falta de alimento. Creo que debo contribuir a que siga llegando lo que se pueda y devolver parte de lo que este país y su gente nos han dado. Lo que me ha hecho dudar es que te tengas que quedar aquí por las clases, si no, te animaría a que vinieras.

–Y creo que me iría. Aunque solo fuese por seguir juntas. Ya lo pasamos mal en España y unidas conseguimos salir adelante. Pero las instrucciones de la delegación del Narkomprós son que no se suspendan las clases.

–Lo entiendo. Ahora la batalla de Leningrado está en el frente. Pero la estrategia auténtica se está dando en torno a los alimentos. La ganaremos si conseguimos un equilibrio, conseguir algo de comer y ser capaces de aguantar el hambre. La moral tiene que acompañar a las pocas calorías para poder sobrevivir. Si conseguimos resistir, ganaremos.

–Creo que por eso es importante seguir con las clases. Como lo es el que se sigan representando las obras de teatro, aunque a los actores apenas les salga la voz del cuello de su camisa. O que Shostakovich esté componiendo su 7ª Sinfonía en honor al Leningrado heroico.

–Por cierto, han dicho en la radio que está acabando en estos días el tercer movimiento. Tiene mérito que se haya negado a abandonar la ciudad. Pero el hecho de acabarla se ha convertido en algo esencial para la estrategia de la guerra en lo moral, lo que decíamos. Parece que le han convencido, a regañadientes, para ser evacuado de la ciudad y pueda acabarla cuanto antes.

El 25 de octubre, el equipo sanitario que se había presentado voluntario para poner en marcha el hospital de campaña de Ovsionoviets, Lola entre ellos, tenía que incorporarse en la puerta del hospital Gresheski, donde unos camiones les transportarían, junto con el instrumental y medicamentos, hasta el puerto.

El día anterior Lola se había acercado a la Casa de Jóvenes de la Perspectiva Nevski. Entró hasta la sala de estar sin encontrar a nadie. En esos días, la mayor parte de los jóvenes y educadores hacían tareas de voluntariado: recogida de basuras, excavar trincheras y sobre todo asistencia a los ancianos que no eran capaces de salir de sus casas. Fue hasta el comedor: nadie. Desde allí oyó un ruido en la cocina; entró y vio a una mujer, de rasgos mongoles, atareada en los fogones preparando una sopa de olor sospechoso para la cena.

Dobry den (buenos días), busco a alguien que pueda informarme si hay noticias de uno de los españoles que está en el frente.

Privet (hola). No la había oído. Que yo sepa, la única persona que hay en La Casa es una profesora que, creo, debe estar trabajando en el des- pacho del director. Vaya hacia la entrada, junto a la puerta que pone biblioteca hay otra. Esa es la del despacho.

–Spasiva, dasvidania (gracias, hasta la vista)

 Llamó a la puerta.

¿Da? –contestó una voz de mujer desde dentro.

–¿Se puede? –entreabrió Lola la puerta.

–Pasa, pasa –cambiando al español al notar el acento–. ¡Ah! No estaba segura si era rusa o española.

–Hola. Creo que no te conozco. ¿Te puedo ayudar?

–Soy Lola, de la expedición de Gijón del 37 –era la primera referencia que se daban los españoles entre ellos a modo de presentación.

–Y yo soy Concha Fernández, vine después, de Cataluña, cuando se derrumbó el frente.

–Quería saber si había noticias de Celestino Fernández-Miranda, voluntario en el Tercer Regimiento. No sé si lo conocerá.

–¡Tino!, claro que sé quién es. Era alumno mío ya desde Pravda. Para mí, como no tengo hijos, como si lo fuera. No puedo decir que sea mi ojito derecho, porque necesitaría tener seis o siete ojos derechos: uno para cada uno de los chicos y chicas que son como mi familia –hizo un pequeño silencio–. Desgraciadamente no tenemos noticias. Pero ya sabes las malas corren deprisa. Seguro que está bien.

–Eso espero. He traído una carta para dejársela aquí y que la encuentre cuando venga. Yo me voy a Ovsinoviets y no estaré en la ciudad.

–Se la guardo yo sin problema, por supuesto. Pero, a lo mejor, si te esperas un poco, debe de estar a punto de volver una de las chicas que está de voluntaria en la milicia, en la misma División que Tino, y quizás se la pueda hacer llegar. Está de permiso en tanto le dan un nuevo destino y se ha ido con los demás a atender a los viejecitos del barrio. ¡Ya ves que descanso está teniendo! Todos los españoles estamos de un lado para otro. A mí me has pillado porque me ha tocado organizar las tareas de voluntariado, que nos han encargado desde el soviet del barrio, para mañana. Cada día lo coordinamos uno de los profesores.

–Lola aceptó esperar y se sentó en la biblioteca entreteniéndose con un pequeño relato de Leopoldo Alas “Clarín”, “Adiós Cordera”. Acababa de leer el capítulo en el que la protagonista, Rosa, tenía que despedirse de Cordera que, a pesar del nombre, era una vaca; y estaba empezando en el que se despide de su hermano Pinín, que se iba en el tren a las guerras carlistas. ¡Siempre la guerra!, ¡tanto dolor!

En ese momento entró una chica vestida de miliciana.

–Hola, me ha dicho Concha que me estabas esperando.

Lola le explicó para qué iba y le pidió si podría intentar que le llegara, su carta, a Tino.

–Claro, puedo intentarlo –la miró de arriba abajo–.Yo te conozco; tú eres Lola.

−Sí; a mí me suena mucho tu cara pero perdona que no sepa tu nombre.

–Soy María Pardina. Hemos coincidido alguna vez que has venido por aquí. Es normal que no lo sepas, no nos han presentado. Te conozco porque soy buena amiga de Sabina y tengo que reconocer que, por aquí, te mirábamos mal porque nos dábamos cuenta de que Tino se interesaba por ti y hacíamos piña con Sabina. Además, como no eras del grupo y mayor que nosotras….

–¡Oye, tengo veinte años! –dijo sonriendo amistosamente–. A ver  si me vais a tildar de abusadora de menores, que nos llevamos solo tres años.

–¡Ya, ya! Pero ya sabes cómo son las cosas. La enemiga de mi amiga es mi enemiga… ¡Pero eso ya pasó! La guerra lo cambia todo. Antes te veía como un peligro para mi amiga. Ahora solo veo a otra compañera con aspecto de estar haciendo los mismos sacrificios que los demás. Tú también eres enfermera, ¿no?

–Sí. Y mañana salgo para el Ladoga a un hospital de campaña que se va a instalar allí. Se lo escribo en la carta a Tino; por si no le llegase, si lo ves, díselo por favor. Por cierto, ¿Sabina está bien?

–Está en Samarkanda. Creemos que todo lo bien que permite la guerra.

El mismo día en que llegaron al puerto de Ovsinoviets comenzaron a atender heridos. Al día siguiente los cirujanos ya estaban operando. La casa de socorro de la pequeña población se había quedado pequeña y el hospital de campaña se instaló en un almacén del puerto.

Los días antes se habían acometido obras para dejarlo en condiciones. Incluso se habían forrado las paredes por su interior con paneles de madera y entre estos, se dejó un hueco de dos centímetros relleno con viruta prensada, como aislante, pensando en el inminente invierno que se avecinaba.

A pesar de la potente línea antiaérea soviética que recorría el norte del lago, los Stukas asediaban a la flotilla intentando hundir alguna embarcación o acribillándola con ráfagas de bala que, a su vez, respondía con ametralladoras antiaéreas instaladas en los barcos. En el este del Lago se habían construido astilleros para reponer, a ritmos inimaginables, nuevas naves.

En el almacén del hospital se habilitaron unos fogones de cocina. Combustible había suficiente en los bosques próximos, pero las raciones de alimentos estaban sujetas al mismo edicto que los de la ciudad. Había que ingeniárselas para complementar la dieta.

Rara era la semana en la que no llegaban del Centro de Investigaciones de Leningrado nuevos productos alimenticios elaborados con creatividad e imaginación. Cuando comenzaron a aparecer síntomas de escorbuto los científicos sintetizaron vitamina C de las hojas aciculares de las abundantes coníferas de los bosques adyacentes. Y cuando todo faltaba, un médico dietista dirigió una campaña para que se ingiriera toda la cantidad posible de una bebida que se popularizó con el nombre de kipitov, algo tan simple como agua hervida tomada muy caliente con recuelos de té reutilizados tantas veces como fuese necesario; y si había azúcar o algo similar añadirlo. Esta humilde bebida se calcula que salvó decenas de miles de vidas gracias a las calorías que aportaba al organismo.

Con machacona constancia se cargaban los suministros a los barcos   en los puertos del lago. El trayecto trascurría, frecuentemente con los persistentes bombardeos y ametrallamiento de agresión-respuestas cotidiana. Descarga en el oeste, protegidos por la tupida red antiaérea; insuficientes para alimentar pero imprescindibles para aguantar y recibir medicamentos.

El contumaz ciclo funcionó desde mediados de septiembre hasta mediados de noviembre. Para esa fecha las heladas eran intensas y los barcos comenzaron a no poder maniobrar en el hielo, que iba aumentando centímetro a centímetro hasta que, el 16 de noviembre de 1941, se tuvo que interrumpir la navegación. La suerte de Leningrado parecía echada; solo se podría abastecer por aire y eso resultaba del todo exiguo para cerca de tres millones de personas. Apenas quedaban alimentos en la ciudad para cinco días. La única opción era llevarlos por encima del hielo. Los geólogos hicieron sus cálculos: para pasar con seguridad un camión mediano, cargado, hacían falta unos dos metros y medio de espesor. Paradójicamente, el frío que atenazaba a la ciudad carente de energía era aún insuficiente para generar la capa de hielo con el grosor necesario. Lola veía cada día a los geólogos tomar mediciones. El 18 de noviembre tenía un metro quince centímetros. El 20 llegó a metro ochenta. Ya días antes una patrulla mixta de militares y geólogos había atravesado el Ladoga con esquís, marcando el mejor trayecto. Llevaban un caballo con la carga de balizas y sus propios alimentos y cada uno llevaba en su mochila cuarenta kilos con material de acampada, armamento y comida. El día veintiuno lo intentaron con carros tirados por caballerías, pero los escuálidos jamelgos, que también sufrían las restricciones llegaron a punto de reventar de tanto tirar, resbalar, caer y levantarse. En Leningrado se decía que tenían los primeros caballos intelectuales del mundo, porque se alimentaban de celulosa, que era lo único que podían darles. El día veintidós salieron varios camiones, varios de ellos se hundieron con sus conductores y el material. Sin embargo, antes de finalizar el mes ya había una traza marcada por la que el ir y venir comenzó a ser continuo las veinticuatro horas del día.

Al hospital de campaña de Ovsinoviets seguían llegando heridos de los ataques aéreos. También llegaban conductores y braceros que, tras caer con sus camiones al agua, habían podido ser rescatados. Muchos venían con congelaciones agravadas tras demasiadas horas para ser atendidos en condiciones. En la mayoría de los casos solo podía evitarse la gangrena amputando y, aún así, muchos morían.

–Doctor, es imprescindible instalar un puesto de socorro en el hielo, a mitad de camino –propuso Lola al responsable del hospital de campaña.

–No tenemos medios suficientes, de sobra lo sabes.

–Podríamos evitar que llegaran tan mal aquí. Si lo hiciésemos, muchos podrían sobrevivir y otros conservar sus extremidades y no quedar inválidos el resto de su vida.

–Lo sé perfectamente, Lola, pero no puedo prescindir de ningún médico. Ya ves que aún los que hay son insuficientes.

–Si usted lo autoriza yo puedo hacerlo; con todas las curas de congelaciones que llevo, puedo encargarme. De hecho, como usted sabe, los pacientes con congelaciones solo pasan al médico cuando hay que amputar. De todo lo anterior me estoy encargando yo.

–Tampoco nos viene nada bien prescindir de nadie del equipo –se quedó pensando dubitativo. Pero también es verdad que podrían llegar en mejores condiciones y se reduciría el tiempo de atención.

–Claro, doctor, eso es lo que pensaba, lo que llevemos adelantado sería una descarga de tareas para el hospital.

–¿Qué necesitarías?

–Una tienda de campaña grande, dos camillas, hornillo, combustible y el instrumental. Con tres ayudantes de enfermería me vale, pero con uno que esté ya formado es suficiente, así no reducimos apenas el equipo. Los otros dos podrían ser unos descargadores del puerto que me han estado ayudando a veces cuando traen a los heridos.

–Veo que lo tienes todo pensado.

–¡Ah! y mantas, todas las que se pueda.

–¿Cuándo calculas que podrías estar allí?

–Mañana.

Aproximadamente a mitad del camino helado instalaron el puesto de socorro. No era el único campamento. Varios miles de personas trabajaban sobre el Lago. Unos exploraban y marcaban las zonas frágiles haciendo de indicadores de la dirección correcta; cada quinientos metros una persona con banderas señalizaba; por la noche con mayor motivo: los camiones debían circular sin luces para dificultar su localización a los aviones enemigos. Lola pudo observar que la mayoría de los que atendían la improvisada y helada pista eran mujeres, casi todas muy jóvenes. En alguno de los puestos en los que se pararon a preguntar les respondían en ruso con acento español.

–¿Sois españoles?

–Sí, ¿tú también?

–Sí, asturiana. ¿Sois de la Casa de Jóvenes?

–Sí.

–Saludos a María Pardina y a Tino cuando les veáis –voceó Lola.

–Vale ¡Viva la República!

–¡No pasarán! ¡Suerte!

Los puestos de artillería antiaérea que salpicaban ambos lados de la carretera se mimetizaban en el hielo ocultos en el interior de iglús pintados de blanco que, además, tenían la importante función de mantener una razonable temperatura en su interior. En caso de ataque aéreo se retiraban varios bloques de la cúpula cubriendo el hueco con tela blanca agujereada para poder otear y disparar camuflados. También vieron que se estaban instalando alambradas de espinos electrificadas en previsión de ataques sorpresa.

El 8 de diciembre de 1941, tras una intensa jornada, Lola y los otros tres sanitarios estaban agotados. Estaban tomando kipitov sentados en su iglú de hielo. La tienda de lona permanecía instalada fuertemente por los cordinos que hacían de tensores de los vientos. Su capacidad resultaba útil para facilitar la atención de los heridos con suficiente espacio para las camillas pero, una vez que estaban hechas las curas, era preferible que tanto los pacientes hasta su traslado, como ellos mismos, permaneciesen dentro de los iglús.

Llevaban una semana larga y la instalación del puesto de socorro estaba siendo más eficaz aún de lo que preveían. Viendo el resultado, tanto al este como al oeste se iban a habilitar otros puestos sanitarios. Por si no había suficiente trabajo, llevaba dos días nevando intensamente. Eso suponía que, para poder mantener el tráfico, había que limpiar la pista  y que se pudiera rodar sobre el hielo, reduciendo la ingente cantidad de nieve. Y eso a lo largo de todo el trayecto. Su puesto tenía que encargarse de un kilómetro hasta conectar con lo que era responsabilidad encomendada a otros. Para más inri llevaban doce horas con ventisca. Por lo menos ellos no tenían que estar de “señalizadores”. Sus compañeros, en cambio, tenían que aguantar a pie firme junto a una lata de gasolina prendida para guiar a los chóferes. Al menos estos podían circular con luces: los aviones no podían despegar con ese viento, pero aún así la visibilidad era muy reducida. Millones de agujas de hielo flechaban el cristal. La ventisca, además, tenía el inconveniente de conformar taludes naturales de nieve que protegían esas zonas del suelo del viento y el frío, lo cual creaba áreas resguardadas en las que la base de hielo era de menor grosor y soportaba menor peso.

Estaban acabando su infusión cuando escucharon el fuerte y característico crujido del hielo al fracturarse abruptamente. Se sucedieron gritos y un claxon comenzó a sonar interrumpidamente. Salieron precipitadamente del iglú poniéndose las manoplas. A unos seiscientos metros se veían dos haces de luces amarillas proyectadas por unos faros, extrañamente inclinadas hacia el hielo. Las traseras rojas apuntaban hacia el cielo oscuro.

Los dos vigilantes señalizadores corrían aproximándose al camión. Ellos hicieron lo propio. Llegaron exhaustos. En la cabina, el chófer tocaba el claxon con una mano y hacía señales con la otra. El camión tenía una rueda y parte de la cabina donde estaba el conductor, incrustada en el hielo fisurado. El conductor debía de tener las piernas atrapadas.

Las dos voluntarias habían llegado unos minutos antes consiguiendo encaramarse a la puerta que permanecía hacia arriba; la del chófer estaba bloqueada contra el hielo.

–No subáis al camión –les gritó una de ellas mientras la otra abría la puerta y, sujetándose con los brazos, se deslizaba al interior de la cabina–. Cuanto menos peso, mejor. El hielo está resquebrajándose, quedaos alejados.

La que entró al interior asomó la cabeza para decirles lo que pasaba.

–Tiene un pie aprisionado. El hielo ha partido el bastidor bajo la cabina y no se lo puedo sacar. Es una fractura abierta a la altura de la espinilla; sangra bastante y le asoma la astilla de hueso.

–Hay que intentar romper el hielo –dijo la que estaba sujetando la puerta.

El aprisionado conductor les gritó que había herramientas en la caja, pico y martillo. La chica de arriba fue hacía la parte trasera haciendo equilibrios sobre la lona.

–Escucha –dijo uno de los sanitarios–. Voy a ir hasta la carpa para traer combustible, vamos a intentar fundir el hielo a la vez que picamos por debajo del camión.

–Pero sangra mucho y tiene fuertes dolores, no sé si aguantará.

–Baja tú y subo yo para no incrementar el peso. Intentaré hacer un torniquete y reducírselo o al menos fijarlo para que no se le mueva mientras traen el gasoil –gritó Lola que en previsión había cogido uno de los botiquines de emergencia.

Ágilmente, la mujer salió de la cabina y saltó del camión siguiendo las instrucciones de Lola. La otra permanecía arriba hablando con el conductor para tranquilizarle.

–Ya sube la enfermera. Han ido a buscar instrumental para sacarte.

Lola se encaramó ágilmente y se introdujo en la cabina. Con una linterna iluminó la zona del interior. Efectivamente una fractura abierta, de momento no podía reducirla, pero sí aplicar un torniquete y entablillar... Sacó del botiquín unas gomas, tablillas y vendas. Cabeza abajo le apretó los elásticos consiguiendo reducir el flujo de sangre. Le puso las tablillas a ambos lados de la tibia y comenzó a envolverle con las vendas.

En un instante crujió el hielo de forma ensordecedora y el lago se tragó al camión con el chófer y Lola en su interior.

La vigilante que permanecía arriba pudo saltar a tiempo.

Tres personas quedaron impotentes frente a la negra sima abierta por la que brotó un pequeño géiser. Cuando el agua se estabilizó iluminaron su negrura con las linternas. Se tumbaron asomándose al pavoroso boquete. El peso del camión, con su carga, había caído a plomo y ya estaría en el fondo del lago.

Lola fue una de la miles de personas que murieron en el Ladoga para mantener el cordón umbilical con la ciudad y que centenares de miles pudieran sobrevivir.

***

(GRABACIÓN. Madrid 2011)

El último día que había grabado, el abuelo se había cerrado en su cascarón. Carol notó que, sin llegar a enfadarse, había girado hacia su propio interior: era muy reservado. Ella lo achacaba a que, al fin y al cabo, desde muy pequeño había tenido que recurrir a sí mismo para salir adelante y preservar sus propios sentimientos.

Por eso había preferido esperar y cambiar de escenario. Ese día comía toda la familia en casa de sus padres. Entre conversaciones relajadas y su hermano pequeño jugando con el perro, esperaba poder retomar el relato de la memoria.

Habían terminado de comer. Abuelo y nieto tiraban la pelota a Golfí, que gruñía cuando se la quitaban: un hábito de juego previamente concertado por ambas partes. Los humanos la tiraban, el perro corría a traerla y gruñía cuando se la quitaban, a la vez que abría la boca para dejarla caer y reiniciar el ciclo. Pero había que protestar para que su camada humana supiera que se la devolvía porque quería; “¡si no, de qué!”.

–¡Venga Golfí!, no puedes traerla sin más, como un perro normal. ¡Pareces el pioyón!, siempre rezongando.

–Abuelo –Carol iba a decir: “voy a encender la grabadora”, pero se corrigió sobre la marcha diciendo: “Le doy al play de la tablet”.

Tino picó el anzuelo:

–Siendo tan rico el idioma y recurres a esos anglicismos, no sé qué os enseñan en la Facultad. Se trata de entenderse, no de lo contra- rio. Retorcer la propia lengua ye una babayada. Como cuando se empezaron a recuperar los idiomas y dialectos en los años ochenta, cosa que me parez fenomenal, y un clérigo de Asturias, que se las daba de bablista, forzaba el asturiano más allá del sentido común: traducía “campo magnético” por prau d’imantar”. ¡Sería bestia!, ¡a quien se le ocurre! Si viviera Teodoro Cuesta, con eso, haría una poesía de rechifla, de las suyas.

Eso es lo que ella quería, que se pusiera locuaz a su manera.

–Bueno ya sé que no te apetece hablar de cosas tuyas de la guerra. Pero al menos cuenta porque tienes todas esas medallas en casa; cada una con su correspondiente certificado. Como están en ruso no sabemos qué pone.

medallas

Algunas de las condecoraciones otorgadas por la URSS a Celestino como defensor de Leningrado y combatiente contra el nazismo.

–Tengo un montón de chapas, lo que ahora llamáis “pin”, siguiendo con palabras ajenas al castellano.

–No, abuelo –dijo Sergio–. Carol no dice esas, sino las grandes. Las que te pones en la chaqueta cuando vas a la Embajada rusa, debajo de la gabardina para taparlas antes de entrar, que yo te he visto.

Todos rieron con la salida del niño. A Carol le vino de miedo la ocurrencia de su hermano. El abuelo se vio pillado y no tuvo más remedio que contestar. Los ojos del perro le observaban como dos ascuas, como si estuviera a la espera de entender las palabras de Tino, aunque en realidad permanecía vigilando la pelota que el abuelo movía en sus manos de forma inconsciente.

–A finales de los noventa, en la Asociación, un grupo de veteranos movió papeles haciendo gestiones para que a los combatientes que tuviéramos derecho a las condecoraciones que nos correspondían, en función de las intervenciones acreditadas, nos las otorgaran. En realidad, a los que se quedaron en Rusia se las habían dado ya mucho antes. Pero aquí ni las hubiéramos podido llevar, ni desde allí debían enviárnoslas. Lo que nos faltaba en España era tener una medalla del Ejército Rojo –se reía Tino solo de pensarlo–. Si ni tan siquiera hubo embajada hasta el año 1977.

–Y, ¿cómo hicieron para verificar las que sí y las que no correspondían?

–Con archivos y testigos. Cruzando ambas cosas. En eso trabajó mucho un historiador militar: Dayev. Después de estar en Moscú, en el cincuenta aniversario, nos hicimos amigos y seguimos carteándonos de vez en cuando. Vino una vez a Madrid y se quedó en casa unos días. Me trajo un reloj ruso que anda por ahí, y documentos de su investigación. Un borrador de un libro que se editó después, sobre el año 1969: Invitados españoles en la patria de Sackó, o algo así se titulaba. Los invitados éramos nosotros, claro… Y Sackó… ¡ni puñetera idea!, no recuerdo qué significa. El próximo día te doy un listado que hizo él con los nombres de los españoles de mi regimiento.

–Estupendo. ¿Cómo es el reloj?, creo que no lo he visto en casa.

–En plan ruso, grande y aparatoso, pero sólido. Oye, abuelo. Lo que tuvo que ser terrible fue lo del bloqueo de Leningrado. Las cifras que he leído son de casi novecientos días de cerco. Y los muertos unas cifras astronómicas, aunque muy dispares los cómputos, dependiendo de lo que leas. Pero incluso las inferiores son brutales, de ochocientos mil no baja y hay quienes dan datos de millón y medio.

reloj

Reloj que regaló el historiador Daev a Tino.

–¡Tremendo! Siempre he pensado que si no hubiese ido voluntario, hubiese muerto de hambre, como tantos otros. Paradójicamente, es probable que eso me salvara la vida. En la fachada de la antigua Casa de Leningrado hay una placa con un montón de nombres de mis compañeros que murieron en el cerco, casi todos no por bombas sino de pura inanición. Cuando los leí, de algunos me acordaba como si los estuviese viendo. De otros no, se me han perdido en la memoria… y eso casi era peor.

Carolina estaba pensando que el abuelo se mostraba siempre más proclive a hablar del sufrimiento de los demás que del suyo propio.

–Leningrado ha pasado a la historia como ciudad heroica. Pero también Stalingrado. Fíjate que en la guerra murieron cerca de veintisiete millones de soviéticos. Aún más que del otro gran genocidio de la masacre de seis millones de judíos. De cada siete muertos alemanes del total de la 2ª Guerra Mundial, cuatro cayeron en el frente del Este; cerca de un sesenta por ciento. Yo no tengo duda de que ese fue el “talón de Aquiles” de Hitler.

–Lo que he leído de cómo llegaban los cargamentos, por el hielo, es increíble.

–Sí; los compañeros de la Asociación me contaron muchas cosas sobre eso, unos de oídas, otros porque estuvieron allí. Sobre todo fueron las chicas las que dieron el callo en el Ladoga. Después de esas cosas que haya gente que diga que la mujer es inferior… Allí les dejaba unos días en diciembre y enero, a ver qué opinaban. Pero yo solo sé lo que me han contado. Quien tiene mucho investigado es una periodista rusa de la República de Karelia que conocimos también en el cincuenta aniversario de nuestra llegada. Luego nos carteamos durante años; si quieres, prueba a escribirle a ver si conserva la misma dirección.

–Ya, pero ¿cómo nos vamos a entender?

–Habla y escribe español. Las primeras cartas casi no se le entendían pero luego mejoró su castellano. Por eso no te dije de escribir a Dayev, que chapurrea alguna palabra pero pocas y ni tan siquiera sé si vivirá, era algo mayor que yo. En cambio, Galina estará ahora por los cincuenta y tantos. Escríbela, no pierdes nada. Dile que eres mi nieta, se acordará, seguro. Le das recuerdos y si contesta ya le enviaré una nota.

–Le escribiré, pero ahora nos tienes que traducir lo que pone en los certificados de las medallas y en esta carta: el membrete sí se entiende, pone algo así como “Presidente de la Republica de Karelia” –Carolina sacó el móvil y abrió los archivos de fotografías–. El otro día fotografié todo esto.

–¡Sí, abuelo! ¿Qué pone? –preguntó Sergio.

–A ver, los certificados sí. La carta lo que pueda, tengo el ruso muy olvidado.

Un mes después Carolina leía en voz alta al abuelo la carta de contestación de Galina recibida por correo electrónico:

“Republica de Karelia, febrero
de 2012. Muy estimada Carolina:

Estoy contenta de su carta y de saber que su abuelo, mi admirado amigo Celestino, está bien.

También contenta de que la nieta de Celestino sea periodista como yo.

De lo que me pregunta sobre el bloqueo de Leningrado y el Camino de la Vida sobre el hielo de Ladoga…”

–¿Has visto qué nombre tan bonito “el Camino de la Vida”? –comentó Carol interrumpiendo su lectura.

–Así lo llaman. Sigue, sigue……

“… envío los archivos adjuntos de unos artículos que escribí para una revista de historia y para un audiovisual, espero que le sirva para su trabajo universitario. Saludos cordiales”.

Uno de los artículos tenía ese título que le encantaba a Carolina: “EL CAMINO DE LA VIDA”.

En él narraba como cualquier día de ese invierno la temperatura sobre el Ladoga alcanzaba los treinta y hasta cuarenta grados bajo cero. Detallaba con datos concretos lo que el abuelo le había contado.

Como en esas condiciones tuvieron que trabajar en el lago para hacer posible la magia de la multiplicación de los panes y los peces… y del suministro de armas y municiones. Pero no fue un milagro, fue el trabajo de hacer metro a metro los treinta kilómetros longitudinales hasta Lesnevo, en el oriente. De cada una de las sesenta pistas, treinta en cada dirección separadas, cada una de ellas, aproximadamente por un kilómetro para dificultar los ataques. En total cerca de unos mil ochocientos kilómetros.

Tras las fuertes nevadas los equipos de voluntarios tenían que limpiar para que los camiones rodaran…. Y rodaban mañana, tarde y noche. Una de las tareas de los vigilantes, además de señalizar, era despertar a los conductores que acababan durmiéndose al volante, haciendo sonar bocinas y alarmas.

Más de mil cuatrocientos camiones se hundieron para siempre en el lago. Muchos arrastrando a los chóferes y al personal que transportaban. Por las zonas más frágiles mantenían las puertas abiertas para saltar si se hundía. Algunas de las que allí murieron fueron jóvenes voluntarias españolas.

Cuando se produjo el deshielo reanudaron la navegación manteniendo así el transporte. El maná era insuficiente pero siguió fluyendo. Además de eso, el 18 de junio de 1942 quedó abierto un oleoducto a través de Ladoga para suministrar petróleo a la ciudad. El camino de la vida se mantuvo abierto incluso tras recuperar la ciudad de Tikvjin y con ella, el suministro terrestre por tren y carretera.

Tesis de Carol. Nota

El artículo que hace referencia a la estrategia nazi en Leningrado titulado “El Bloqueo” detalla cómo los documentos de los procesos de Nuremberg aportaron actas de las reuniones que había mantenido el Estado Mayor Alemán dirigidas por Hitler. El 8 de septiembre de 1941 un conocido médico dietista, el profesor Ernest Ziegelmeyer, experto del Instituto de Nutrición de Múnich, presentó un informe exhaustivo con la estimación de la cantidad de días en los que tardaría en morir la población de Leningrado en función de los alimentos que quedaban y las calorías necesarias para subsistir, según los informes de los servicios secretos,

Ziegelmeyer concluía en su informe, “no merece la pena arriesgar la vida de nuestra tropa. Los habitantes de Leningrado morirán de todas formas. Es esencial que ni una sola persona traspase nuestro frente.” La conclusión de Hitler consta por escrito: no había que tomar la ciudad ni permitir su rendición ya que no convenía malgastar reservas alimentando a una población de tres millones. Había que extinguirlos.

El 10 de septiembre Goebbels escribía: “No nos molestaremos en pedir  la capitulación de Leningrado. Podemos destruirle aplicando un método casi científico”. Se trataba de matar mediante caquexia, sometiendo a sus habitantes a inanición. Se ordenaba disparar contra cualquiera que tratase de huir o entregarse, hombres, mujeres o niños. El informe fue aprobado por el Jefe de Estado Mayor del Ejército, general Alfred Jodl.

“El Fúhrer ha decidido arrasar la ciudad de Petersburgo de la faz de la tierra../.. se ha propuesto someterla a un estrecho asedio y no dejar piedra sobre piedra a base de bombardearlos sin cesar …/… Si ello provoca intentos de rendición se hará caso omiso. En esta guerra no nos interesa preservar ni la menor parte de la población de esta ciudad”*.

Por supuesto era prioritario eliminar a los cuadros dirigentes: El 6 de junio de 1941 se emitió la “Kommissarbefehl” (orden de los comisarios), con instrucción de fusilar a los comisarios bolcheviques. Boletín del Ejército, junio1941: “Quien haya visto alguna vez el rostro de un comisario rojo sabe como son los bolcheviques. Decir que estos torturadores, en su mayoría judíos, tienen rasgos faciales de animal sería un insulto contra las bestias. Son la personificación del infierno, del odio de todo lo que tiene de noble la humanidad. En estos comisarios se puede presenciar la revuelta de lo subhumano contra la sangre pura ”.*

Esa es la razón por lo que los objetivos preferentes para los alemanes eran civiles, especialmente los almacenes de alimentos y la producción de energía. El mismo día que comenzó el bloqueo ardieron los depósitos de Badaev. El otro gran objetivo era evitar la evacuación. El Comité de Defensa consiguió evacuar entre doscientas cincuenta mil y cuatrocientas mil personas; pero los convoyes y trenes eran asediados y muchos murieron en el intento de salida. Y desmoralizar: durante el asedio bombardearon más de quinientas escuelas y guarderías. Sin embargo, durante el bloqueo se incrementaron los centros de enseñanza: en el 42 funcionaban treinta y nueve escuelas; en 1943 ya eran ochenta y seis. En los refugios subterráneos recibían clases sesenta mil escolares, si bien en los peores momentos las clases duraban quince minutos, no sólo por debilidad, la tinta se congelaba y había que parar para frotar con las manos las cargas. Con lo que nunca contó el Alto Estado Mayor Alemán es con la capacidad de resistencia y sacrificio. El “NO PASARÁN” de Pasionaria lo hicieron suyo y aquí sí lo lograron… ¡872 días después!

A la vuelta de correo electrónico, Carol contestó:

A: Galina De: Carol

ASUNTO: Tino/Karelia

Me han encantado tus artículos y me han sido muy útiles para mi tesina.

Te adjunto la carta de la que te hablé del presidente de Karelia; me decías que tienes curiosidad de saber qué pone, y yo también. Sé de qué va, aproximadamente; nos lo dijo mi abuelo, pero hay palabras que no recuerda por lo que me vendrá fenomenal la traducción que me decías.

Por cierto te estoy tuteando no me llames de usted, por favor. Un abrazo y gracias.

A: Carol De: Galina

ASUNTO: Respuesta: Tino–Karelia

Cuesta decir de tú por la costumbre nuestra, pero lo intentaré.

A continuación escribo la traducción de la carta en 1995 el presidente de Karelia, a tu abuelo:

“Respetado Celestino Fernández,

Cálida y cordialmente felicitamos a Vd. en los 50 años de la Victoria de la Gran Guerra Patria.

En la República de Karelia le recordamos a Vd. cuando participó en la guerra en el frente de Karelia y al incorporarse para la defensa de la Patria, justa- mente en momentos muy difíciles para Vd.

Rusia en la que Vds. permanecían para evitar la guerra y a vuestros odiados enemigos, fue vuestra segunda Patria.

Nosotros y nuestros conciudadanos sinceramente agradecemos su esfuerzo en la Gran Victoria.

Un deseo sincero a Vd. y a todos los que estáis lejos, por todo el mundo, mucho bienestar y felicidad.

Estaremos encantados de recibirle y volver a encontrarle en la tierra de Karelia El Presidente del Gobierno de la República de Karelia

V. Stepanov.

“Estoy triste de que Celestino no esté bien para un viaje largo. Es seguro que le recibiríamos como el merece y también a toda su familia.

Recuerdos a tu tío, también mi amigo. Galina.”

CARTA

Carta del Presidente de Karelia a Tino

NOTAS.-

* La aguja dorada. Monserrat Roig.
* El sitio de Leningrado. Michael Jones.
               


Foto portada: 'El camino de la vida' (Fuente: RT)

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Capítulo 35

Pisaré sus calles nuevamente. Todos los capítulos publicados
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Capítulo 36 El camino de la vida. Leningrado-Ladoga. Septiembre a diciembre de 1941