jueves. 28.03.2024

Capítulo 35 Karelia, entre el Ladoga y el Onega. 19 de septiembre a 15 de noviembre de 1941

guerra

Su mirada perdida en el gris mate de las aguas del Ladoga reflejaba ensimismamiento. Tino, junto con doce camaradas, navegaba en una lancha motora que era parte de la flotilla del lago encargada de transportar a varias compañías de su Regimiento hasta la orilla norte. El día anterior había salido de Leningrado; por la noche ya estaba incorporado a su unidad y de madrugada embarcaron para atravesar el Ladoga.

Por lo que tenían entendido, el nuevo objetivo de la División era “sellar” la línea defensiva, en todo aquel territorio, hasta su unión con el Lago Onega. Es decir, una amplia zona de Karelia próxima a la población de Svir, por donde atacaban los finlandeses intentando hacer pinza, en torno a Leningrado, con los alemanes avanzando por el oeste.

Pero Tino no iba pensando en eso, sino en sus confusos sentimientos. Sabina era su novia, su compañera desde la adolescencia, un sentimiento asentado en el cariño de los años compartidos supliendo las carencias de sus propias familias. Pero Lola era la pasión; no había sido capaz de evitar la fuerza que había permanecido latente, de forma instintiva desde que era un adolescente y aflorando desde su reencuentro en Leningrado. Se sentía un miserable traicionando a Sabina, pero pensar que Lola era un capricho sería engañarse, no era una cosa de ayer. Eso es lo que lo complicaba más, una aventura tendría más fácil solución.

Viéndole decaído, su cabo, un ruso estudiante de arte con el que había establecido una relación de confianza, le preguntó qué le sucedía y Tino se sinceró.

–Eso pasa por haberte dado permiso; si no, hubieras estado pegando tiros sin complicarte la vida –le dijo el cabo en tono de chanza–. No, en serio, aparte de que en cuanto entremos en combate no tendrás tiempo de romperte la cabeza...: en tiempos de guerra el instinto acentúa las pasiones. Sin pensarlo hay algo que te dice: “Mañana igual estás muerto”; y uno se bebe la vida de un trago, como el vodka. Lo que en tiempos de paz transcurre de una determinada manera no vale para la guerra, los valores se trastocan. Vive hoy: mañana ya se verá.

Tino le agradeció sus palabras, pero seguía perdido en sus pensamientos y su conciencia le seguía tirando de la oreja.

Unas explosiones le sacaron abruptamente de su ensimismamiento. Su vuelta a la realidad no le dio respiro. Enseguida se percató de que el ruido de los propios motores había evitado que pudieran oír los Junkers hasta que los tuvieron encima soltando bombas.

De la lancha más cercana, donde iban algunos de los compañeros de la Compañía, entre ellos Alejo, uno de sus amigos, solo quedaba un rescoldo desprendiendo llamas y un denso humo negro que se juntaba con el vapor de agua producido por el calor. Más lejos, otras embarcaciones también habían sido alcanzadas. En la segunda acometida las lanchas con armamento antiaéreo hicieron blanco en varios de los aviones y en la tercera aumentaron los que caían al agua tras ser alcanzados, ya que se unieron al fuego los antiaéreos de tierra de largo alcance y trazadoras. Viendo el resultado, el cuarto raid no llegó a producirse y la aviación alemana se retiró sin volver a aparecer. Llevaba razón su cabo: ahora continuaba apesadumbrado, pero por sus compañeros muertos; también por los marinos alcanzados de la flota del Ladoga. A ellos había que agradecer el constante suministro de munición y víveres que portaban cruzando el lago en todas las direcciones como un plasma vital del que dependían todos.

Al poco de arribar se enteró de la noticia que corría como la pólvora: unos días antes, el 17 de agosto, un tren cargado con más de dos mil quinientos niños evacuados desde Leningrado había sido bombardeado intensamente por la Luftwafe. No se había tratado de un error, sino de impedir la evacuación. Se sabía que habían muerto centenares de ellos. Tino no pudo evitar pensar en que en esos días habían salido una gran parte de los españoles más pequeños. Y quedó pálido pensando en que Sabina iba como cuidadora. ¿Iría en ese ferrocarril? Le habían dicho que partió el mismo día en el que él llegaba a Leningrado. Podría ir en ese tren o con suerte haber pasado ya por la zona un poco antes. ¡Qué angustia no saber nada! Su mala conciencia rebotó con más intensidad. Se sentía un piojo más, como los que volverían a correr de nuevo por su pelo y sus ropas en cuanto llevase unas horas en las trincheras.

Estaba decidido a rendir homenaje imperecedero, mientras él viviera, tanto a sus camaradas muertos en la barca como a Sabina, esperando que, ella sí, pudiera ver el resultado de su ofrenda: se tatuaría un ancla en el antebrazo izquierdo, en recuerdo de sus compañeros y los marinos que ese día quedaron bajo las aguas del Ladoga. Y un corazón con una flecha, a la altura del suyo, para poder mostrarle su amor si seguía viva; en caso contrario, para que su recuerdo no se borrara de su piel. Se le ponía la piel de gallina cada vez que lo pensaba.

Esa misma noche, tras la cena, acudió a uno de los marineros, que era un artista con la aguja y la tinta. Le pagó con una petaca de Smirnov de la que trajo de su estancia en Leningrado y un paquete de tabaco Zolotoe Runno por ambos dibujos que permanecerían indelebles en trazo azul.

La indignación por la masacre de los infantes no disminuía. Cuando al día siguiente se dio la orden de contraataque, saltaron de las trincheras como resortes deseosos de cobrarse desquite en el enemigo.

Con cada paso, la superficie cenagosa parecía succionar las botas. Pero la ira es una poderosa fuerza que se alió con sus músculos para elevar el pie y dar otra zancada y otra más. Las ametralladoras del enemigo segaron algunas hileras de soldados. Pero una vez avistados, la artillería roja no tardó mucho en hacer blanco sobre ellas. Desde la lejanía de sus posiciones artilleras, las oleadas de voluntarios asemejaban unos cordones de masa gelatinosa agitándose. A veces se distingue que alguien cae: con suerte, si ha resbalado o anclado en el barro, volverá a levantarse. Si le alcanzó un proyectil quedará tendido en el fango.

Corriendo en su misma hilera, Tino atisbó a Peña, a Pedrito el “Pichichi” y a los hermanos Viadú, juntos como siempre. Las primeras líneas llegan a las trincheras avanzadas de los finlandeses arrojando hacia ellas granadas y bombas de mano. Tras su estallido los soldados soviéticos se lanzan al interior del foso. Cuando las bombas no han eliminado a todos los enemigos, se entablan luchas cuerpo a cuerpo. El entramado de las zanjas es un laberinto de ramales, escaleras, toperas…. Cada ángulo una trampa potencial donde te puede acometer un proyectil o sorprender una bayoneta. A quien le queden granadas es un afortunado que puede “limpiar” con ellas el peligro tras el recodo. Llega un momento en que los soviéticos han penetrado por tantos ramales de la maraña, que empiezan a tener bajas por “fuego amigo”. Hay que procurar atacar con suficiente perspectiva para poder ver si lo que se otea sobre el rasante lleva el gorro picudo con la estrella de cinco puntas, en cuyo caso es de los suyos; pero si son cuarteleros o cascos de fabricación alemana, son contrarios.

Cuando ya solo encuentran a camaradas tras cada ángulo, concluyen en que han completado la toma de las primeras líneas y el enemigo se retira. Los oficiales tienen que contenerles, pistola en mano, para que no se precipiten tras los que huyen y las ametralladoras de la segunda línea conviertan en derrota la victoria.

Si avanzar es un martirio retroceder lo es aún más. Los finlandeses saltan y se arrastran por el fango tratando de llegar a su retaguardia. Al miedo y al esfuerzo físico se une el pavor de la desbandada. Los tiradores soviéticos, guarecidos en las trincheras desde donde les disparaban a ellos hacía un momento, tiraban al blanco, como en las ferias, sin que en ese momento ninguna respuesta les amenace. La artillería enemiga aún hubo de tomarse un buen rato hasta verificar que en la posición ya no estaba su infantería y ajustara, con sus goniómetros, el nuevo ángulo de tiro. Un espacio de tiempo que los rusos aprovecharon. “¡Por los niños de Lychkovo! ¡Venganza!”, clamaban.

***

A finales de agosto Tino recibió una carta de María Pardina:

Leningrado 22 de Agosto de 1941.

Hola Tino:

Como te habrás enterado del bombardeo del tren de evacuados, seguro que estarás en vilo por todos, pero sobre todo por Sabina. No puedo sacarte de la inquietud, pero, de momento, no está entra las víctimas. Desgraciadamente hay muchas sin identificar. El grupo de españoles iba en el tren y Sabina entre sus cuidadoras; pero tampoco nos consta ninguna víctima española, menos mal. No tenemos noticias directas de ellos. Si me entero de algo te iré informando.

Lo que sí puedo decirte es que, tras mucho insistir, me han aceptado como voluntaria en la Tercera División, en la misma que estás tú, pero ya me han dicho que iré destinada a Sanidad. Están formando una sección específica de mujeres con la intención de que no nos alejemos demasiado de la ciudad y enviarnos a la retaguardia del frente más cercano; pero bueno, al menos antes de final de mes, podré incorporarme.

Cuídate y ten confianza. Ya verás cómo nos llegan noticias buenas sobre Sabina y los demás.

El 8 de septiembre, antes del toque de retreta, el capitán de su compañía mandó a formar:

-Los alemanes han capturado Shilsselburg. Creo que todos sabéis lo que eso significa. Leningrado ha quedado bloqueada. Además de que por allí entraba la mayor parte de abastecimientos a la población, la producción de energía de la que depende la ciudad está ahora en manos del enemigo –el capitán hablaba con voz potente y segura. Parecía que en vez de dar una nefasta noticia estaba anunciando alguna victoria–. No os estoy diciendo esto para que os vengáis abajo, ni para que os pongáis a lagrimear pensando en vuestros seres queridos en la ciudad, sino para que sepáis que ahora es aún más importante mantener nuestras posiciones. La flota del Ladoga va a dirigir el abastecimiento hacia el sur, y debemos mantener abierta esta comunicación. Hay que impedir que, desde el norte del Ladoga y del Onega, puedan atacar la flota. Por tanto, esta posición no admite retroceso ni retirada. La población de la ciudad depende de nosotros.

Esa noche, al tumbarse a descansar, Tino no podía quitárselo de la cabeza. ¡Otro cerco!, parecía su sino: que la gente a la que quiere quede dentro de un bloqueo inaccesible. Esta vez no era un niño que tenía que contemplar la situación pasivamente. Era un combatiente e iba a defender a los suyos con todo lo que pudiera y mientras pudiera. Sabía que los demás pensaban lo mismo. La mirada que cruzó con Ramón y con José Larrarte tras la alocución del capitán lo decía todo.

Tino se llevaba bien con sus compañeros, rusos incluidos. Siempre era así, caía bien. Quizás el hecho de que desde los once años hubiese con vivido en grupo, le había hecho colaborador y solidario en las tareas colectivas. Siempre estaba dispuesto a echar una mano, era simpático, sin ser chistoso ni tampoco protagonista; si alguien metía la pata él no le delataba. Por eso a las penalidades de la guerra nunca se añadió la de encontrarse solo. Al contrario, también los compañeros apreciaban su colaboración y también su discreción. Empezando por sí mismo: era reservado para sus cosas.

Antes de mediados de septiembre llegaron prematuramente las primeras nieves. Sus trincheras estaban por encima del paralelo 56 norte, a escasos diez de los 66º donde se sitúa la imaginaria línea del círculo polar.

Por la noche la temperatura bajaba bruscamente. Menos mal que llegó el material de invierno. Gruesos pantalones de lana sin desengrasar y calzoncillos largos. Aun en los ratos que salía el sol, no se podía prescindir de esos calzones porque la lana sin desengrasar puesta directamente sobre la piel picaba como si tuviera pinchos. Tielogreicas, parcas de loneta con guata, cosida a cuadros, para que el forro no se deslizara hacía la parte inferior. Gorros de piel. Verdugos de lana. Manoplas, calcetines y unos trapos de lanilla alargados como si fuesen vendas. Y valenkis. Podría parecer un lujoso vestuario; el problema es que ese era el equipo para la mañana, tarde y noche. Veinticuatro horas durante los siguientes meses, hasta que llegara el calor. A las pocas semanas las costuras estaban llenas de piojos y chinches, al igual que las mantas y los jergones.

Al recibir los ropajes, Tino se fijó en que algunos siberianos despreciaban los gruesos calcetines y preferían esa especie de vendas de lanilla de color verdoso. Uno de ellos, Serguei, al ver que le observaba le dijo:

–Cógete, esto “Catorska” –llamándole por su apodo–. Son partiankas;

mucho mejores que los calcetines. Ya te enseñaremos cómo ponerlas.

Tino le hizo caso y les estuvo agradecido cuando en lo más frío del invierno pensó que, gracias a ese consejo, se libraba de las congelaciones en los pies. Era una auténtica técnica envolvérselos en ellas. Incluso si no tenían que caminar y permanecían estáticos de guardia o en las trinche- ras con mayor riesgo de congelación, se perfeccionaba poniéndose, tras una primera vuelta de los trapos, papeles de periódico que se fijaban con una segunda vuelta de las partiankas. Si lo hacías bien era un aislante excelente bajo los valenkis.

Las manoplas eran muy preferibles a los guantes. Al permanecer los dedos en contacto se conservaba y transmitía mucho mejor su calor que con el guante. Tenían una curiosidad: venían con un agujero dispuesto en el lugar del dedo índice con el fin de poder sacarlo para accionar el gatillo. Esa idea la habían copiado de los finlandeses, que lo utilizaron en la anterior “Guerra de Invierno”.

Esos días de trinchera expectante eran eternos. El vodka se había acaba- do hacía días. En una ocasión sus amigos siberianos le dijeron a Tino que les acompañaran al botiquín. En un despiste de las enfermeras, agarraron una botella de un litro de alcohol de 98º; después lo rebajaron con agua y se lo bebieron; chisti, llamaban a esa bebida que se extendió por todo el Ejécito Rojo, hasta el punto que tuvieron que poner el alcohol sanitario bajo llave. Al día siguiente, ni los siberianos ni él recordaban nada de la noche anterior.

Samarkanda 29 de agosto de 1941
Querido Tino:

Espero que te llegue esta para que sepas que estoy bien. Seguro que sabrás que nos pilló el bombardeo del tren del 17 de agosto. Fue un desastre; nunca lo olvidaré. Pero no quiero contarte nada de lo que tuve que ver y hacer. Solo decirte que, de los pequeños compatriotas que llevábamos a cargo, cuidadores y maestros, ninguno murió. Tuvimos mejor suerte que tantos otros no tuvieron. Nuestro vagón descarriló sin llegar a volcar al quedar sujeto por el enganche de los vagones delanteros y traseros al nuestro. Solo hubo magulladuras. Tras quince días dando tumbos, con hambre y penalidades que tampoco te voy a contar, llegamos a Samarkanda.

Lo primero que he hecho es conseguir sello papel y enviarte esta carta.

El resto de las tres páginas, escritas por Sabina, pertenece a la intimidad de dos personas que se querían.

Respiró tranquilo. Saber que ella estaba bien ayudaba. Pero también es verdad que ahora sentía mayor necesidad de conservar la vida y volver sano y salvo.

Aunque el frente permanecía estabilizado en esa zona, la llegada de las heladas hacía prever que en los próximos días el barro, que ya se endurecía por las noches, se solidificara suficientemente para posibilitar que los tanques volvieran a operar con rapidez; al menos hasta que, más adelante, el grosor de la nieve blanda ralentizara de nuevo su velocidad.

Y así fue. Los carros acorazados habían roto el frente hacia el oeste y ellos quedaron dentro de una bolsa cerrada por la vanguardia, en pinza, del enemigo. Las instrucciones que por radio trasmitió el Estado Mayor fueron contraatacar hacia poniente para forzar la ruptura del cerco. Durante dos días libraron una batalla caótica en la que continuamente se confundían las líneas. El Regimiento luchaba desperdigado combatiendo en posiciones aisladas. Tan pronto se defendía la orilla como se tenían que internar en el bosque buscando protección frente a los acorazados.

Entre el arbolado había que combatir contra nidos de ametralladoras y los temidos kukutxa (cucos), francotiradores finlandeses que se subían a los árboles con una cuerda atada a la cintura y anudada en una rama por si caían. Vio a Peña, famoso de chaval por su puntería, abatiendo pájaros, con el forcau que, ¡paradoja desgraciada!, resultaba abatido por un “cuco”. A su vez, Héctor Viadú, alcanzó al finlandés que quedó colgando del árbol, balanceándose, en un siniestro columpio.

En la toma de un nido de ametralladoras Tino pudo oír al gigantesco sargento Rodín ordenando a Elíseo que permaneciera a cubierto tras él. “Esdrújulo”, que tenía que hacer siempre su santa voluntad, desoyéndole, se incorporó lanzando una granada que estalló en el interior del nido a la vez que, una ráfaga, procedente de allí, le cercenaba la vida.

Algunas columnas de tanques estaban reducidas a morrallas de fierros humeantes. Al parecer habían conseguido romper el cerco. Por esa parte, la floresta ardía, incendiada por los alemanes en su retirada. La unidad estaba descompuesta, cada uno combatiendo y sobreviviendo en grupos reducidos.

Siete españoles consiguieron salir por el lugar acertado y reunirse con el grueso de la División. Ramón Moreira, que tuvo que ser ingresado con infección pulmonar y trasladado a Samarkanda y no se le permitió reincorporarse, sino que hubo de hacerse cargo de ayudar en el cuidado de críos españoles evacuados de la ciudad. Otro, Saturnino Rodríguez, con infección de herida en un pie, también hospitalizado. En el hospital coincidió con Maximino Roda, que había quedado un año más en Pravda para hacer el séptimo curso y cuando se produjo la invasión estaba recién llegado. Consiguió enrolarse en otra unidad; estaba hospitalizado también con una infección en un pie y provenía de otro sector, por lo que no está contabilizado entre esos siete. Por último, Isidro Peñalva, Armando Herrero, Eusebio Inda, Ignacio Moro y Herminio Valle salieron en buenas condiciones.

Tino y otros españoles quedaron en un grupo de dos centenares del Regimiento que, amenazados por las llamas, hubo de salir por donde pudieron perdiendo de vista a los demás y en dirección contraria al grueso de sus tropas. En ese grupo estaban José Larrarte, Luciano Linares, José Manuel Quintín, Luciano García (de Laviana), Rubén Vicario (de Baracaldo y compañero de la Elektrosila), Héctor Viadú, hermano mayor del caído Armando Viadú, Luis Suárez, Joaquín Urbieta, Vega, Ibáñez, veinte españoles en total.

También había varias enfermeras rusas de la División que habían quedado, igualmente, descolgadas de su unidad.

A la cabeza de ese grupo se puso el oficial de mayor graduación, un comandante de la NVDK de Operaciones Especiales. Con prontitud,   el oficial fue consciente de que habían quedado, profundamente, tras la retaguardia enemiga y tomó la decisión de adoptar la táctica de operar en ataques en guerrilla.

Ni los siete, ni los otros veinte, podían saber entonces que eran los únicos supervivientes de los setenta y cuatro españoles de su Regimiento. Habían quedado en los pantanos y bosques: Peña, Vela, Armando Viadú (el menor de los hermanos), Elíseo “El Esdrújulo”, “Pedrito López “El Pichichi”, el asturiano Ángel Madera…y así hasta cuarenta y ocho compañeros.

Esa primera noche en el interior del territorio enemigo, sus sueños fueron trepidantes y espesos:

Un hombre alto, sin rostro, pero que sabía que era su padre, le decía:

–Tinín. Pórtate como un hombre. Ya que te enrolaste con esti exércitu de revolucionarios, ¡cosa que me parez fatal!, ahora tienes que cumplir con la sangre que lleves por familia hasta el final. ¡Que no se diga que unu de mi estirpe no cumplió con su deber!

Fíu, no faigas casu de tu padre –le decía su madre. A ella le veía perfecta- mente el añorado rostro–. Ye muy buenu, pero ya sabes que enfermó y murió por no dar su brazu a torcer. De nada val que mueras. No digo que no hagas lo que tengas que hacer, pero babayaes, no. Procura salir sanu y con vida, que vivu podrás seguir faciendo coses buenes y muertu, ni buenes ni males.

En el sueño se le presentó la Güestia, la procesión de ánimas que anda por las noches por los bosques y campos. Si un vivo se la topa y llega a tocarle, es sabido que le queda poca vida. El ánima que iba delante, con un cirio encendido, con voz cavernosa advirtió a Tino: “Anda de día, que la noche ye mía”. El resto de la procesión, coreó la letanía: “Cuando éramos vivos/ andábamos a los figos/ y agora que estamos muertos/ andamos por estos huertos…”.

El terror le paralizaba hasta que reapareció Catalina que, puesta delante de la Güestia, trazó un círculo en torno a Tino, a la vez que decía con firmeza: “Santa Compaña, de aquí no pasarás, que esti ye mi fiu y no te lo llevarás”.

Tino se despertó sudando a pesar del intenso frío, pero con la sensación de haber quedado protegido.

Aprovechando que el día amaneció con una fuerte tormenta de nieve y ventisca, la primera misión consistió en localizar un lugar que sirviese de base de operaciones y para depósito de material. Después, en el entorno cercano habilitar refugios de descanso que se excavarían en taludes del terreno y posteriormente en la nieve, en cuanto esta fuese abundante, lo cual parecía que sería pronto.

Con una saya blanca sobre el uniforme y una especie de gorro de ducha blanco sobre el gorro de piel, la unidad, enmascarada por la ventisca  de nieve, comenzó la exploración dirigidos por varios guías, veteranos de la anterior “guerra de Invierno”; también un pastor y dos pescadores originarios de aquellas inhóspitas tierras karelianas. En plena tormenta buscaron y eligieron, en lo más denso del bosque, donde hacer toperas, cada una con cavidad para ocho o diez personas. Unas lonas tensadas con cordinos y cubiertas de ramas cerraban las bocanas aislando las guaridas del viento y de miradas ajenas; otras fueron cavadas en la blanda tierra de cornisas naturales y reforzadas con travesaños de madera. El suelo lo aislaban con hojarasca y juncos secos de las numerosas charcas cercanas. Dentro de sus sacos ahulados y rellenos de guata disminuía algo el frío. A veces amanecían semienterrados en el légamo movedizo que les succionaba lentamente. Tino observó a sus compañeros, como larvas saliendo de sus capullos, tal cual había hecho él instantes antes. Con la cabeza fuera le vino una inquietud: ¿en qué siglo estaba?...Se había alistado en la centuria del veinte…¡y habían pasado cientos de años! Mirando a sus compañeros lo ratificaba: parecían seres añejos tras sus barbas, escuálidos, artríticos por la rigidez que el frio causaba en sus articulaciones hasta que con el movimiento conseguía lubricarlas.

Quedaban alimentos para pocos días por lo que su segunda misión fue reabastecerse atacando convoyes de suministros que iban hacia primera línea y a los que sorprendieron por retaguardia. También habían sustituido alguna de sus armas averiadas y munición por armamento arrebatado al adversario, entre ellos dos cajas del famoso subfusil automático Suomi-Konepistoli, fabricado en Finlandia y altamente fiable.

Los fineses eran peligrosos en ese terreno que conocían mejor que ellos. Ya hacía semanas que el enemigo comenzó a utilizar esquís. Consiguieron hacerse con una docena de ellos despojando a soldados abatidos,   y los usaban para atacar y huir, añadiendo velocidad a sus incursiones, aunque siempre quitándoselos a más de cuatro kilómetros de los campamentos, para no dejar huellas tan evidentes. Las de sus pasos eran mucho más fáciles de borrar con los ramajes que se ataban a la parte trasera de la cintura para hacer de escoba y remover el terreno en múltiples direcciones hasta hacer un intrincado cruce de caminos y ramales difícil y peligroso de seguir ya que, de cuando en cuando, enterraban minas que, además, en caso de explotar cerca de sus korsus (refugios), les servía de aviso del peligro y poder cambiar de lugar.

Durante cerca de tres semanas estuvieron operando con tácticas de guerrilla. Sus objetivos principales, además de a los convoyes de abastecimiento para primera línea y especialmente los de combustible, eran los carros de combate. Frecuentemente su método de ataque consistía en camuflarse en toperas excavadas desde donde disparaban los fusiles cuando el tanque exponía su parte posterior y desde donde saltaban porteando las bombas adhesivas de imán.

Entrado noviembre, de sus componentes iniciales, habían tenido más de treinta y cinco bajas. Normalmente los heridos no superaban la noche; las bajas temperaturas inducían la hipotermia. Solo tres heridos leves permanecían en el campamento guarecidos lo mejor que podían por las enfermeras, en tanto los compañeros, desplegaban las operaciones.

Héctor Viadú, el mayor de los hermanos, también estaba entre los muertos. En esas semanas había sido el mejor francotirador de la unidad, imitando a los kukutxa con su fusil de cerrojo “Mosín-Nagant”. Había eliminado a varias decenas de enemigos, vengando a su hermano, hasta que él mismo resultó abatido.

Pasaban bastante tiempo escondidos en los refugios. Improvisaron juegos, algunos de ellos acorde con una guerra en la que todo estaba al límite y les ayudaba a dar salida a la adrenalina. Uno de ellos consistía en hincar el punko, el cuchillo de caza kareliano, entre los dedos abiertos de la mano contraria sobre una tabla, sucesivamente a la mayor velocidad posible, clavándolo vertiginosamente, sin pensar, hasta entrar en un estado de trance como si fuesen derviches turcos girando sobre sí mismos.

Continuaron con nuevos escarceos, pero ya era sabida su presencia en la zona y cada vez resultaba más complicado conseguir comida y armamento. Eso sin contar que los finlandeses y alemanes estaban realizando batidas para descubrir sus guaridas.

Unos días antes de mediar noviembre y constatado que no resultaba posible atravesar hacía la línea del frente para volver a territorio controlado por los soviéticos, decidieron gastar sus últimas municiones en un ataque final contra los acorazados. Así lo hicieron, a la desesperada. En ese ata- que postrero participaron todos, excepto cinco, que quedaron a cubierto por si había alguna opción de retirada. Quedaron finalmente cercados, incluidas las enfermeras; dieciocho eran compatriotas supervivientes. Antes de que los apresaran, el comandante se dirigió a los españoles:

–En cuanto levantemos las manos para rendirnos, vosotros chillad ispaskis; gritadles que no sois rusos; no paréis de decirlo, es vuestra única oportunidad de salir mejor librados que nosotros. Habéis cumplido de largo…y, ¡es una orden!

Finalmente, según se acercaba el enemigo el oficial mandó que se quitaran los lienzos blancos que les cubrían y los arrojaran lejos de sí.

–Que no puedan alegar que no llevabais el uniforme reglamentario y ejecutaros. Si lo hacen al menos que sea incumpliendo los tratados internacionales de respetar la vida de los prisioneros –continuó mirando alrededor–. Y bajo ningún concepto se os ocurra mencionar lo que todos sabemos.

El teniente se refería a los cuatro compañeros y un cabo que habían dejado apostados en la línea del bosque para cubrir la hipotética retirada que había resultado imposible y que permanecían escondidos con orden de que, llegado el caso, procuraran cruzar a la desesperada a las posiciones soviéticas. Cinco podían emboscarse e intentarlo, mejor que un centenar largo. Entre ellos estaba Eloy Álvarez, asturiano, el menor entre los españoles.

Gracias a ellos, que lo consiguieron tras días de penalidades y alguna congelación, se supo que habían sido apresados. Sabiendo que corrientemente, los finlandeses, y si no, los alemanes, ejecutaban a quienes operasen tras sus líneas, supusieron que todos estarían muertos. Eloy fue el que contaría entre los españoles que Tino había inutilizado varios tanques enemigos. El mito hizo el resto, entre muchos coterráneos afincados en Rusia; durante décadas se dio por cierto que Tino había eliminado “catorce” tanques confundiendo su apodo de “catorce” con la cifra de tanques destruidos por él. También por lustros se dio por hecho que Tino estaba muerto; al igual ocurrió con José Larrarte Belaustegui, al que también dieron por difunto aunque, en su caso llegaron a tener noticias en Rusia antes gracias a que, tras unos años después de ser repatriado, llegó a ser futbolista en Primera División de la Liga Española en el Málaga CF.

En las listas oficiales publicadas en el “50 Aniversario”, Tino aún figuraba como “baja”. Allí mismo, en su viva presencia, se corrigió a bolígrafo. Incluso todavía aparece como muerto en combate en una referencia de ter- ceros del libro editado, en 2005, “Los españoles de Stalin”, de Daniel Arasa.

Murió quien pudo, quien no pudo morir
Siguió andando.

Ángel González

manuscrito 1manuscrito 2

Relación publicada en el acto del 50º Aniversario de la llegada a la URSS, realizada en el Centro Español de Moscú en 1987. Marcados los caídos, heridos, desaparecidos, etc. En ella aparecía con el nº 54 Celestino, como herido-desaparecido. Sobre la marcha, al identificarse, añadieron la “V” de vivo

(GRABACIÓN. Madrid 2011)

–¿Esos tatuajes tienen que ver con algo de Rusia? –le preguntó Carol a su abuelo.

–Sí. Tonterías que se hacen cuando uno es joven. Si llega a estar mi madre no me hubiese dejado.

–¿Y qué significan? Los tienes bastante borrados.

–Ya te digo que tonterías de críos. Los tengo borrados porque con los años, las arrugas de la piel modifican lo grabado. Pero mejor, así no se ven. Me he pasado horas frotándome con arena para difuminarlos.

–¿Por qué? Al fin y al cabo son recuerdos tuyos.

–Mira, los recuerdos se llevan en la memoria, no en tinta bajo la piel. Con los años ves que eso de ponerte algo para toda la vida es un error: suficientes cosas hay irreversibles como para añadirte otras tú mismo.

–Pues ahora están muy de moda. Igual me pongo uno pequeñito en  el hombro.

–Tú verás. Eso se lo hacían los romanos a sus esclavos para marcarles. Luego, las modas pasan. Aquí dejaron de estar en boga en los años setenta y ochenta; se consideraban cosas de legionarios o de marinos. Ya verás, todo pasa. Y luego con los pliegues de la edad, en vez de un dibujo parez un guiñapo.

–Ya que no quieres decirme que significan, dime otra cosa: ¿Cuántos tanques alemanes te cargaste?

–¿Y a ti quién te ha dicho eso? En las grabaciones yo no he abierto la boca sobre esa cuestión.

–¡Pues el tío Pablo! Dice que por lo menos tres pero, que tus compañeros, en las comidas y viajes que organiza vuestra asociación, cuentan que catorce.

–¡Qué va! ¡Ni mucho menos! “Catorce” era mi alias, porque fue el número que tuve primero en Salinas y luego también en Pravda. Me lo deja- ron como mote. No tiene que ver con los tanques. Además en aquellos trances uno está pensando más en ponerse a salvo que en mirar a ver si explota el cacharro. Vas corriendo como un loco, agachado y procurando no tropezar, ¡como para girar la cabeza a ver si revienta! No estaba yo para llevar estadísticas. Ni que tuviera ojos en el culo.

–Vaaale! No te gusta la conversación. Cambiemos de tercio: a esa edad, antes de incorporarte, lo normal es que tuvieras alguna novia, ¿no?

–¡Pero bueno! Me dijiste que era para hacer una tesis de periodismo. Lo que tiene interés, si acaso, será lo relacionado con los acontecimientos históricos. ¡Que si tanques! ¡Que si novias! ¿Vas hacer el trabajo sobre “hazañas bélicas” o de prensa del corazón?

–Está bien, abuelo –añadió para provocarle–. Por lo menos dime si eran rusas o españolas.

–¡Vete hacer gárgaras! ¡No te digo la neña ésta!

Carol fue a la cocina a coger un bombón y un zumo para desagraviar al abuelo haciéndole un poco la pelota. Cuando volvió al comedor, observó que estaba en su mundo: canturreaba una canción tradicional asturiana que le había oído otras veces; siempre como para sí, con los labios semicerrados:

Si la nieve resbala por el sendero
Ya no veré a la niña que yo más quiero
¡Ay, amor! si la nieve resbala ¿qué haré yo?
Si la nieve resbala, ¿qué harán las rosas?
Ya se van deshojando las más hermosas…

Carolina, poco después, quedó con su tío, el hijo de Tino.

–No hay quien le saque nada de lo que hizo en la guerra.

–Siempre contó muy poco. Yo creo que, primero, por el peligro que suponía eso en la España de Franco: luchar contra los aliados del “Generalísimo”; y luego, que no ha querido que se le tomara por fanfarrón. Muchas cosas las sé por mi tía, su hermana Mari. Sobre todo, lo que sé es a partir del viaje que hice con él a Moscú y Leningrado; uno que organizó la Asociación en 1987, para conmemorar el cincuenta aniversario de su llegada a la URSS. Sus compañeros sí contaban algunas cosas. De lo que preguntas de los tanques allí, al sacar ellos el tema, no tuvo más remedio que reconocer que, “algunos: dos o tres si acaso”, decía, como te conté el otro día. En realidad lo hizo para aclarar que nunca fueron catorce, que el origen de eso fue el lío con su apodo.

–¡Oye! Y un poco por su historia, otro poco por cotilleo. Cuéntame, ¿sabes si tuvo por allí alguna novia?

–¿Tú qué crees?, ¿que el abuelo no ha sido joven y solo los de tu quinta habéis tenido novietes o novietas? –respondió tomándole el pelo y sacando a su sobrina una carcajada.

–¡Pues por eso mismo!

–Por comentarios, algo debió de haber y porque, al estar solos, sin familia, casi todos estuvieron emparejados desde bastante jovencitos. Pero de eso no decían ni pío. Son como una “piña”. Habían pasado cincuenta años y ya no tenía la menor importancia, pero aún así, nadie contaba nada supuestamente íntimo; son muy pudorosos con sus cosas ante ter- ceros. Algo entreoí en alguna conversación de lejos, debían de pensar que no lo escuchaba. Me pareció captar un nombre: Lola, pero no estoy seguro. Mi prima Fisi me dijo que les contaba de una tal Sabina en las cartas. Los nombres no me coinciden. ¡Mira!, Fisi, de lo que sí te puede contar es de esa época en Oviedo, cuando vivió toda la familia en la misma casa.

Carol llamó a Fisi, la hija de Felisa. Hacía tiempo que no se veían. Desde pequeña, la recordaba en una comida familiar que se hacía todos los años por Navidad. Fisi no solía faltar e iba siempre junto con su hija Rosa y su nieto Jorge. Cada vez la llevaban algún juguete, cuando fue creciendo algún regalo no fallaba. Llevaban algún tiempo sin hacer esa comida, las familias respectivas iban creciendo y era muy complicado organizarlo. Carol no sabía si a Fisi le apetecería hablar, pero se prestó encantada:

–Así te veo; vente a comer y te preparo una fabada.

–Me encanta la fabada y la tuya tiene fama. Pero entre el trabajo y la facultad voy “volada”. Llegaré después de que comas y nos tomamos un café.

Fisi tras insistir cuarenta veces en lo de la comida, admitió: “Vale, solo un café, como quieras”.

La encontró con buen aspecto. Era sólo un  par de  años menor que  la abuela de Carol. Estaba dolorida por algunos achaques, pero de memoria, perfecta.

Tras sacar el café, galletas y bombones sin consentir que no los probara, consiguió que comenzara a charlar sobre el tema:

–Cuando Bernardo, mi padre, se fue a la División Azul, mi  madre, mi hermano Bernandín y yo nos volvimos a Oviedo. Dejamos la casa de Gijón y nos dieron una en Oviedo. A las familias de  los oficia-  les que se fueron voluntarios les daban casa y paga. A nosotros nos dieron una, espaciosa, en la Plaza del Paraguas. El piso estaba en la primera planta. Allí mismo, unos años después, Ina tuvo a Marisina. Y, coincidencias de la vida: la propia Ina había nacido en el piso de arriba veintiún años antes; cuando mis abuelos aun no se habían ido, con sus hijos, a Lugo. Casualmente vivieron en el mismo edificio con un intervalo de dos décadas y mi abuela Catalina había tenido a Ina, en la segunda planta, veintiún años antes. Pero, me voy por las ramas. Como era grande y las cosas estaban apuradas, Catalina y mi tía Ina, con su marido, se vinieron a vivir con nosotros. Yo dormía en el mismo cuarto y en la misma cama que mi abuela: tu bisabuela. Te puedo asegurar que se pasaba las noches en vela sentada en la cama pensando en Tino. Lo de sentada era porque respiraba mejor que tumbada por su enfermedad. Pero lo que la impedía dormir era su preocupación. Desde que se enteró que Alemania había invadido Rusia y que estaban en guerra no podía pegar ojo. Yo me despertaba a veces y la notaba incorporada. Le decía: “duerme un poco, Mamina, ¿por qué no duermes?”. Y me respondía: “No te preocupes, duerme tú, niñina,

¡anda!”: Me daba un besín y seguía sentada, velando.

–No sabíais nada de él, claro.

–Nada; porque otra vez se habían interrumpido las cartas. Antes de entrar en guerra, en el cuarenta y sobre todo a principios del cuarenta y uno sí que hubo más cartas en ambos sentidos. Pero luego, otra vez nada. La obsesión de los mayores de la familia era que Bernardo y Tino llegaran a estar frente a frente en la guerra. Será una bobada, pero les preocupaba esa posibilidad. Cuando Bernardo nos escribió que le destinaban al cerco de Leningrado, peor, porque sabíamos que Tino estaba en esa ciudad cuando entraron en guerra y, por lo que nos había ido escribiendo, veíamos como era su carácter y estábamos convencidos de que estaría incorporado combatiendo.

–Y en las cartas, ¿qué os decía?

–Contaba que cuando le trasladaron a Leningrado trabajaba en una fábrica de algo eléctrico, motores y cosas así. Después, que había aprobado el curso de profesor de deportes y algo de marina. También que tenía novia: Sabina, se llamaba. Me acuerdo porque a mi edad eso me llamó la atención.

–A mi tío le sonaba el nombre de Lola.

–¿Lola?..., ¡pues sería otra! Allí no sé, pero viéndole después en Oviedo no me extrañaría. Las llevaba “de calle”. Eso sí, cuando conoció a tu abuela perdió los escordiales y ya no miró a ninguna.

Carolina sonrió para sí interpretando la frase cómplice, de Fisi, con su tío Tino y su amiga Maruchi.


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Capítulo 34

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