jueves. 28.03.2024

Capítulo 24 Txíscovo. Mayo-junio de 1938

El resplandor de la cerilla iluminó escasamente el pequeño recinto. Tino se inclinó, con el cigarrillo en la boca, hacia la cerilla que le acercaba Maximino, y dio dos caladas para prenderlo.

zolotoeEra un Zholotoe Runo. Les había regalado la cajetilla, con su mejor intención, el conductor del camión de los suministros, un orondo estonio de rostro bondadoso. Le ayudaban a descargar el camión y él se lo agradecía con el paquete de cigarrillos. Una compensación superior al trabajo realizado, que manifestaba su buena predisposición hacia los chicos. Le daba pena tanto crío lejos de su familia y su país. Cada vez que le tocaba ir volvía a la aldea con un nudo en la garganta. Por eso siempre les llevaba algún regalo, para suavizar la pena.

Para fumar se escondían de los maestros. No estaba demasiado perseguido, de sobra lo sabían, pero debían evitar que les pillaran. La norma era que no se fumara hasta los dieciséis. Esta vez se metieron en una especie de escobero que había bajo las escaleras y que se cerraba con una pequeña puerta. Maximino, Aladino Cuervo, Armando Herrero y Tino sentados en el suelo en penumbra.

–Esta bueno esti Zholotoe que nos dio Iván –dijo Tino.

–Yo prefiero el Herzogivina Flor que fuma el carpintero. Ye más suave

–dijo Maximino.

–Va en gustos; como yes más pequeñu igual por eso gústate menos fuerte. Ya me dirás dentro de pocu.

Cuando estaban juntos los asturianos preferían conservar el acento y palabras de su dialecto. También los vascos hablaban entre ellos en euskera, sobre todo los que eran de caseríos.

Aunque les habían acostumbrado a que, por respeto, cuando estuviesen juntos de distintas procedencias, procurasen utilizar el castellano, en ese momento eran todos astures.

-Pon estos trapos debajo de la puerta. Si no va a notase la fumarea saliendo por ahí.

Oyeron ruidos de pisadas, conversación y sillas arrastradas al otro lado de la pared opuesta a la de la portilla.

-Debe ser que empieza la reunión de los maestros. Era esta tarde –informó Mini, que se enteraba de todo.

La sala de juntas estaba separada del escobero por una tabla pintada que hacía de pared por ese lado. Las conversaciones se oían, desde donde estaban los chicos, como si estuvieran en la propia sala.

La reunión era de todos los maestros españoles de la Casa. La presidía el director, Panshin. A su lado el inspector del Gobierno de la República española, Antonio Ballesteros, que estaba visitando los centros de acogida españoles más numerosos distribuidos por la URSS, por encargo del Ministerio de Enseñanza de la República y por don Pablo Miaja, que aunque no tenía allí ningún cargo oficial, más allá de sus funciones de maestro, su ascendencia entre los compañeros era reconocida por todos. También asistía doña Enriqueta, su esposa, que no era maestra pero su total ascendencia sobre las niñas y las chicas españolas la convertían en un personaje clave en la institución: lo más parecido a una madre de todas ellas. La que las arrullaba cuando estaban necesitadas de cariño; quien las consolaba en sus pequeños o grandes disgustos; la que les regañaba cuando se pasaban de la raya; quien las orientaba cuando comenzaban a menstruar y que, dada la edad en la que estaban muchas de ellas, era frecuente novedad. O quien le decía cuatro cosas a algún crío cuando se ponía machito con ellas.

-Estamos reunidos para aprobar el plan de estudios del próximo curso para todos los grados. Hay que ajustar el del Narkomprós (Comisariado del Pueblo para la Enseñanza), con el programa del Ministerio español y además tratar sobre el comportamiento de los chicos. –El que hablaba era Antonio Ballesteros, el inspector de educación español–. Pero entiendo que todos deseéis tener noticias directas sobre la evolución de la guerra en España. Si queréis os informo sobre eso en primer lugar para luego poder centrarnos en el tema educativo.

–Sí, por favor –dijo Miaja–. Así nos quitamos esa inquietud primero. –Y, dirigiéndose al director de la Casa de Pravda–. Con su permiso, claro.

El director tenía a su derecha a Kulakova, la profesora de ruso que hacía, en ese momento, la función de traductora.

Da, da –dijo él mismo afirmando a la vez con la cabeza y en español con las “erres” muy sonoras: “Por favorrrr”

En un susurro, Tino dijo a sus compinches:

–Vamos a quedarnos un rato, a ver de qué nos enteramos. El inspector comenzó su intervención.

–Como ya sabéis, el mes pasado, concretamente el 5 de abril, dimitió Indalecio Prieto como ministro de Defensa. El presidente de Gobierno, Negrín, asumió en persona la cartera. La renuncia fue consecuencia de la derrota en la batalla de Teruel en el Frente de Aragón… y eso que, menos mal, la 46ª División que estaba totalmente cercada, una noche de febrero, salió de la ciudad rompiendo el cerco y pudieron llegar hasta el frente republicano. Las cosas de El Campesino, que era quien estaba al mando, capaz tanto de un atrevimiento así, como de pronto quedarse acostado el día de la batalla alegando que estaba enfermo, como hizo en alguna ocasión y casi le cuesta un Consejo de Guerra –continuó don Antonio–. Pero el caso es que salió la División entera con pérdidas razonables, si no, el desastre hubiese sido aún mayor. Los frentes ahora están estabilizados. Aranda pretendía avanzar en levante por el Maestrazgo pero le han frenado los nuestros. Esta información es de primeros de este mes de mayo, cuando yo ya salía para aquí.

–Que se joda este traidor de Aranda –exclamó Arregui; una rareza oírle decir un taco. Los maestros, sobre todo los asturianos, aplaudieron el fracaso del traidor a Asturias, excepto el propio Arregui que, a falta de una mano, golpeaba su muslo con la que le quedaba.

–Se me olvidaba que muchos sois asturianos y desgraciadamente conocéis a ese general –continuó el inspector. Os alegrará saber que Aranda tampoco consiguió, en enero, llegar a tiempo a la batalla de Teruel. Los nuestros le frenaron y luego se quedó clavado porque los fríos de este invierno han sido tremendos. Hay un intercambio de golpes a pesar de que el armamento de Franco es superior, “gracias” al bloqueo del que va destinado a la República. Los alemanes e italianos no tienen ningún problema para introducirlo, pero las supuestas democracias occidentales impiden que llegue a nuestro ejército con el argumento de la “No Intervención”. Quizás lo peor sea que Camilo Alonso Vega, al mando de la División de Navarra, logró llegar al Mediterráneo, concretamente a Vinaroz; y Cataluña ha quedado aislada de Madrid y Levante.

-A ese Camilo mi padre le llamaba “Camulo” –dijo Maximino por lo “bajini”– ¡Chissss, calla! –le reclamaron los demás–. Nos van a oír y no nos dejas escuchar.

-Pero los nuestros están aguantando el resto de posiciones –continuaba el inspector–. Madrid ha  resultado  tan  inexpugnable  que el enemigo solo ataca la ciudad esporádicamente sin mucha convicción. Y hemos tenido victorias relevantes. A primeros de marzo tuvo lugar la batalla de Cabo de Palos y nuestra armada hundió el Crucero Baleares con toda su tripulación; era el buque emblemático de Franco. Y poco antes, en febrero, tuvo lugar un “raid” aéreo en la zona del puerto: fue derribado en Escandón otro símbolo del ejército franquista que presentaba como invencible al aviador Carlos de la Haya González. Para mayor gloria, quien le alcanzó fue un aviador que pilotaba un avión ruso, el Polikarpov I–15.

Nuevamente aplaudieron, esta vez mirando al director, que observaba confuso sin comprender hasta que la traductora le comentó el hecho y se unió a los aplausos.

–¡Viva Rusia! –gritó alguien de entre los presentes.

–¡Viva! –corearon.

–Los Polikarpov son unos cazas biplanos excelentes –dijo Arregui que, como excombatiente y hombre curioso, estaba al tanto del armamento utilizado en España–. Además se fabrican en Getafe, en Construcciones Aeronáuticas, bajo licencia de la Unión Soviética.

–Muchas gracias por ponernos al día don Antonio –tomó Pablo Miaja la palabra dirigiéndose al inspector–. Nos llegaron rumores de que el Vaticano ha reconocido al gobierno de Franco. De ser así, habría sido el primero del mundo en cometer esa felonía.

–Es correcta la información. Hace unos pocos días que lo oficializó. Desgraciadamente después, también en este mes, el gobierno portugués de Salazar lo ha reconocido.

–¡Qué contento estará Franco de hacer los desfiles rodeado de obispos y cardenales! –comentó Gabriel Amón, un maestro mallorquín.

–No solo eso –prosiguió el inspector–. Ahora “procesiona” bajo palio.

–¿Cómo? –se sorprendió Miaja.– Eso, para los católicos, está reservado para el “Santísimo”.

–Pues ahora la curia ha equiparado a Franco con el mismísimo dios –volvió a intervenir Gabriel Amón.

–No lo tomemos a broma. Es muy grave –afirmó Miaja muy serio–. El peso del Vaticano en el mundo occidental es muy grande. Y lo justificarán a cuenta de los sacerdotes asesinados y la quema de iglesias. En parte es culpa nuestra por no controlar mejor a los exaltados.

–Con todos los respetos, don Pablo –Rosario, la maestra de literatura y gramática, levantó la mano pidiendo la palabra–. Ese mundo occidental cerró los ojos ante las matanzas de obreros. En el 34 mataron a miles y miraron para otro lado; uno de ellos, mi padre, que para más inri no era obrero, sino médico, y le fusilaron por haber atendido a heridos de los insurgentes. Eso sí, al primer cura muerto ponen el grito en el cielo y se justifica todo. Y no hacen santo a Franco, el principal carnicero, de milagro.

–Todo se andará –corroboró una voz.

–Desgraciadamente, al parecer, la vida de un sacerdote vale más que la de cientos de trabajadores a la vista de los gobiernos europeos. La aviación franquista, con aviones alemanes e italianos, bombardean sobre ciudades. Últimamente Valencia, y sobre todo Barcelona. En un solo día murieron mil trescientas personas en Barcelona –dijo el inspector.

–Bueno prosigamos –intercedió Arregui–. Don Pablo lo único que pretendía señalar era que eso nos perjudica, y es cierto. De hecho, el gobierno procura impedir el matonismo de algunos “faistas”.

–Sí, prosigamos –volvió a intervenir Ballesteros–. El tema no da para más. Si alguien quiere alguna concreción adicional, después de la reunión, quedo a su disposición. Ahora pasemos al punto del programa escolar del próximo curso.

–Bueno, vámonos de aquí, ya que esto no interesa –dijo Tino a la vez que se levantaba–. No aguanto más encerrado en esti rochu, después de haber tenido que pasar cuatro días en cama.

–¡Eso vámonos! –secundó Maximino. Pero a tientas que igual hasta oyen rascar la cerilla.

Salieron del escobero y también del edificio.

–Vamos a dar una vuelta al bosque, necesito airearme un poco –propuso Tino.

–¿Quedáronte ganes de bosque después de los picotazos de les avispes?

–preguntó Aladino riendo.

–Eso fue mala suerte –contestó Tino con cara de resignación.

Unos días atrás, el sábado por la mañana, habían salido a trastear por  el bosque colindante; apenas quedaban restos de nieve. Hicieron dos equipos para jugar al rescate. “Policías y Ladrones”. A Tino le tocó en el grupo de los ladrones. Habían ido cogiéndoles prisioneros a todos excepto a Ramón Moreira y a él que eran los únicos que quedaban para intentar rescatar a los suyos. Desde el refugio se pusieron de acuerdo para ir cada uno por un sitio. Ramón tenía que intentar atraer a todos los “polis” posibles para que Tino intentase una incursión directa saltando por encima de los matorrales por un sitio en el que no le esperarían por lo intricando. Corriendo a toda velocidad, tenía ya a pocos metros al equipo preso, unidos de las manos y formando una ristra. Sólo había que saltar por una cuesta empinada tupida de rododendros. Alcanzó a ver que su compañero había caído “cautivo” también, pero cumpliendo su misión de distracción. Se lanzó saltando entre los rododendros; solo le quedaban unos metros cuando una raíz le trabó el pie izquierdo, cayendo de bruces sobre un tronco hueco del que salió un enjambre de avispas. Entre una nube de ellas se incorporó notando cómo le aguijoneaban y brincó de nuevo. Aún le dio el ánimo para dar en la mano al último de la cadena de su equipo y rescatarles a la vez que salían todos, policías y ladrones, disparados huyendo de las avispas. Cuando llegaron a la Casa y se detuvieron, Tino comenzó a hincharse y a enrojecer. Le habían picado seis avispas y le produjeron una reacción alérgica.

Lo llevaron al botiquín y el médico le dio algún remedio que no resultó útil para reducir la inflamación y la fiebre, que le subía, por lo que optaron por llevarlo a un hospital de Moscú. El tren pasaba con frecuencia por la estación de Pravda; en una hora llegaron a la capital. Le acompañó Olvido, que permaneció con él hasta cerciorarse de que le auscultaban y quedaba ingresado. Al día siguiente apenas le quedaban secuelas, salvo los habones correspondientes pero, por cautela sabiendo que era de los acogidos españoles, lo mantuvieron en observación hasta comprobar que no había daños en el funcionamiento de los pulmones ni en ningún otro órgano.

Pero lo único que Tino quería era olvidarse de este episodio y explayar su energía acumulada.

Mientas los chicos andaban jugando por el bosque, la reunión de maestros proseguía.

El programa lectivo debía de estar equilibrado entre el oficial soviético y el español. Había un consenso en mantener la cohesión de la enseñanza y cultura española, pero que fuese homologable con la de la URSS, porque una cosa era no ser derrotista y otra dar por hecho que iban a volver pronto. Nadie quería reconocerlo pero, en su fuero interno, la mayoría eran conscientes de que las perspectivas no resultaban halagüeñas.

Al tiempo, como la esperanza es lo último que se pierde, esperaban que si por fin las democracias europeas permitían el desbloqueo de armas y municiones, la guerra aún podría dar un giro.

Antes de finalizar, el director anunció que el fin de semana irían todos a Moscú. Los españoles aún no habían ido a visitar la capital, solo habían estado en la estación cuando llegaron desde Leningrado. Y el invierno había retrasado esta imprescindible visita.

Al levantarse la reunión, Pablo Miaja se dirigió al inspector español.

–¿Tendría  un momento, don Antonio?

–¡Cómo no, don Pablo!, dígame usted.

-Mire, tengo pensado solicitar una excedencia al Ministerio y quería pedirle si tendría la amabilidad de llevar la solicitud para presentarla, en mi nombre, a su vuelta.

–Lo que usted diga, don Pablo pero, ¿por qué una excedencia?; su edad y los años trabajados le dan todo el derecho, pero con la labor que está desempañando usted…

–No nos conocemos personalmente, pero tengo referencias suyas a través de la Asociación de Trabajadores de la Enseñanza y creo que es una persona comprometida como dirigente de la Asociación de UGT, de los que no pone por delante su ideología frente a las ideas de los demás.

Se detuvo Miaja mirando de frente a los ojos del inspector, que con su gesto le animaba a proseguir.

–Probablemente la edad tenga que ver, pero no me encuentro cómodo con algunas cosas aquí. Volvería a venir al frente de la expedición sin dudarlo. Había que sacarlos del peligro y del hambre. Y ahora están bien cuidados y atendidos. Pero una vez aquí, cierto es que me tratan con deferencia, pero no desempeño el papel de director que llevo tantos años ejerciendo; los soviéticos han puesto a su propio director y lo entiendo, pero a mis años me siento un tanto desplazado.

-Cierto es que su rendimiento en tareas de dirección está más que contrastado.

-Por supuesto que jamás he dejado de dar clases, creo que es imprescindible para un maestro, el programa lectivo lo considero correcto; pero aquí languidezco. Además, hay cosas que no me gustan….

-Puede confiar en mi don Pablo. No es bueno guardarse todo para uno.

-Confío, confío; por supuesto. Hay quien pensará que lo importante es el programa, pero no me gustan cosas como que las aulas estén presididas por lo retratos de Lenin y Stalin. Siempre he combatido que los crucifijos estén presidiendo las paredes de las aulas porque se condiciona la libertad de pensamiento. Permítame la ironía, como supondrá soy agnóstico; pero como dice aquel: ¡si no creo en el “dios verdadero”, como voy a creer en suplentes! Lo del culto a la personalidad me parece un profundo error. Dudo de que Lenin, si levantara la cabeza, estuviese contento con su endiosamiento. De hecho tuvieron que esperar a que se muriese para cambiar el nombre de la ciudad, sustituyéndolo por Leningrado. Y tuvo que esperar a morirse para que le embalsamaran…Y sigo con la ironía –ambos rieron.

-Ve usted, esta simple broma aquí puede salir cara. De ahí mi incomodidad. El inspector lo miraba con leves asentimientos.

-Permítame no opinar, solo llevo unos días y, como representante de España, debo de mantenerme aséptico respecto a los soviéticos, más allá de agradecerles la acogida y que cubren una parte importante de los gastos de los refugiados españoles a los que el Ministerio español no puede llegar.

-Por supuesto, y yo también lo estoy; es una labor encomiable. Como le decía seguro que mi edad es en parte culpable de no tener ánimo para ser más beligerante y, para serle totalmente sincero, el invierno aquí es muy duro. Tanto mi mujer como yo hemos estado doloridos por el reuma y temo que otro invierno nos perjudique seriamente. El caso es que Enriqueta tiene un hijo, ya mayor, de su matrimonio anterior. Conmigo fueron segundas nupcias. Él está viviendo bien afincado en Argentina. Lleva tiempo insistiendo en que nos vayamos a vivir allí y creo que se lo debo a Enriqueta.

-Ya sabe que no es fácil que le den el permiso para ese viaje. Intentaré, desde el Ministerio, favorecerlo.

-Se lo agradezco enormemente pero no quiero causarle más molestias. Mantengo contacto por carta con el general Miaja. Ya sabrá que somos primos hermanos y que siempre hemos tenido una estrecha relación. Me consta que ha hecho gestiones y espero que su prestigio me ayude a conseguir los permisos.

***

En el corto trayecto a Moscú no pararon de cantar. Cada grupo iniciaba una canción de su tierra y los demás le seguían. Ya habían pasado por “Asturias, patria querida”, el “Euzko gudari”, “Valencia es la tierra de las flores”... Los viajeros rusos les escuchaban con agrado y palmeaban siguiendo el ritmo. Ahora cantaban tanto rusos como españoles el himno de las Juventudes Socialistas Unificadas, de origen francés, pero que se había difundido por todos los partidos de la “Tercera Internacional”, el Komintern, y por supuesto entre las juventudes soviéticas.

Somos la joven guardia
que va fijando el porvenir
nos templó la miseria
sabremos vencer o morir.
Noble es la causa de librar
al hombre de su esclavitud
quizá el camino hay que regarcon sangre de la juventud.
Joven guardia
siempre en guardia
al burgués insaciable y cruel
joven guardia
joven guardia
no le des paz ni cuartel.

Desde la estación de tren se dirigieron directamente al Kremlin. La “Plaza Roja” o “Plaza Preciosa” como traducían los rusos de forma más precisa, aunque menos literal. Conscientes de estar en el centro neurálgico del admirado, por ellos, poder soviético, los chicos paseaban boquiabiertos escuchando las explicaciones. La explanada era inmensa. Visitaron los edificios habilitados como museos, ya que una gran parte no eran accesibles puesto que daban servicio a diversos organismos de la Administración, incluyendo la Presidencia.

-Allí está el camarada presidente, Josef Stalin, trabajando en su despacho –les señalaba el guía.

Al rato, como es natural a esa edad, los chavales empezaron a cansarse de tanto respeto y se empujaban corriendo unos detrás de otros.

Los dejaron explayarse un rato, luego los agruparon bajo la Torre del Campanario de Iván El Grande.

–Venid, esto os va a gustar. Un enorme cañón antiguo se exponía, solitario, en uno de los espacios abiertos. Junto a él unas cuantas bolas de cañón. “El Zar” (Tsav-Pushka) pesa cuarenta toneladas y tiene más de cinco metros de largo, se fundió en 1586. El calibre es de casi un metro. Este es el cañón más grande del mundo; pero sobre todo el más pacífico: nunca ha sido disparado. Una vez fabricado se dieron cuenta de que el peso de las bombas era tal y la necesidad de pólvora tan ingente que, con toda probabilidad, si se cargara y disparase, hubiese reventado haciendo estragos en las propias filas. Las bolas son de adorno, ya que luego se adaptó para disparar metralla y no bolas. –Alguno de los chicos pretendía coger uno de los proyectiles que no hubiese podido mover ni Taras Bulba–. Y ahora venid por aquí. Otro record: la campana mayor del mundo, “La Campana Zar” (Tsar-Kolokol).

Asentada en el suelo, con una gran fisura longitudinal, en su base presentaba unas bellas figuras decoradas en el bronce. Daba la sensación de estar fuera de su hábitat, que debiera ser en las alturas de alguna torre.

-Un poco ocurre lo mismo que con el cañón. Hubo que hacer una forja especial para trabajarla. Cuando aún estaba en el horno de fundición se declaró un gran incendio en el Kremlin. Al sofocarlo entró agua en la fosa del horno y del cobre incandescente se desprendió un trozo de más de once toneladas que es lo que veis aquí. Al trasladarla con intención de subirla a una de las torres, los arquitectos pusieron el grito en el cielo. Las torres no aguantarían semejante tonelaje. Y allí quedó, rumiando su frustración, aunque se le preparó un pedestal para consolarla y exhibirla.

Los chicos que, tras casi ocho meses en Rusia, con su perspicacia comenzaban a conocer el auténtico espíritu ruso, bromeaban con Kulakova, la maestra de ese idioma.

–La estepa más inmensa, el cañón y la campana más grande… aunque no valga ni para cultivar, ni para disparar, ni para sonar –se reía Florián, el chaval andaluz.

–También tenemos la mano más “grrande” para “darrr” un “torrrtazo” – amenazaba en el fondo divertida Kulakova, que en realidad lo que tenía era un gran corazón.

Tuvieron que esperar una larga cola para entrar al mausoleo de Lenin. Cada día miles de personas, procedentes de toda la Unión Soviética y de otros países, desfilaban ante el cuerpo embalsamado de Vladimir Ilich Ulianov, muerto hacía ya catorce años, tras una larga convalecencia de la que no se recuperó tras los disparos del atentado de una militante de los “social-revolucionarios”. Toda una paradoja que el hombre que estaba en el punto de mira de zaristas y blancos y de los gobiernos de múltiples países muriera, a los cincuenta y cuatro años, a manos de un pretendido ultraizquierdista.

Con el morbo habitual de la adolescencia, los chavales no perdían detalle de la momia de Lenin.

–¡Parece que estuviera vivo!

–¡Anda ya! Pero si está más amarillo que una vela.

–Amarillo, no; blanco.

 –Pues a mí me ha parecido que movía la perilla.

–¡Si hombre! ¡Y el huevo izquierdo por debajo del pantalón!

–¡Callaos! –les dijo Arregui–. Que como os oigan hablar así os mandan a España, pero a Burgos, para que los franquistas os metan en el penal.

A Tino lo que más le gustó fue la catedral de San Basilio. Sus cúpulas componen la armonía de la asimetría. Distintas alturas, diferentes grosores. Unos redondos, otros poliédricos. Decoradas con figuras ojivales y triangulares. Diversos colores que, aparentemente, no pegarían en ningún otro sitio. ¡Y las cúpulas!: parecían el capricho de un pastelero creativo. Le recordaba a los escaparates de Oviedo, donde los maestros reposteros presentaban sus merengues colorea- dos con fantasía.

Llevaba razón el profesor de Historia del Arte cuando les hablaba de San Basilio. Parecía emerger de la eclosión de un choque de culturas: de Oriente y Occidente. No sabía bien explicar por qué le parecía que, en cualquier momento, iba a ver a su alrededor a los jinetes mongoles batallando con caballeros bizantinos.

Aurora Osorio, una inteligente bilbaína que había viajado a Santander y a Barcelona decía que a ella le recordaba a Gaudí, sus edificios en Comillas, Cantabria y en el Parque Güel y otros lugares de Barcelona, parecían compartir, con San Basilio, fantasías arquitectónicas.

Don Pablo Miaja, también extasiado contemplando el monumento, le explicaba a Aurora que nada tenía que ver ni en la época ni en el estilo, pero que sí estaba de acuerdo en que compartían la creatividad y que, seguramente, cuando el arte toca una fibra sensible de modo especial se produce un punto de encuentro entre distintas escuelas artísticas.

El profesor de historia del arte cogió el relevo confirmando que San Basilio era del siglo dieciséis y Gaudí del siglo diecinueve. Captó la atención de los chicos cuando les dijo que el mito decía que Iván el Terrible, que fue quien lo mandó construir, ordenó sacar los ojos al arquitecto Yakovlev para que no pudiera volver a construir nada tan bello. Pero luego frustró la pequeña emoción sádica del grupo.

–En realidad solo es una leyenda; se cree que, posteriormente, diseñó los muros de lo que se llama el “Kremlin de Kazán”.

–¡Pues vaya un blandurrio el Iván ese, se ve que no era tan “terrible” –ridiculizaba Calcetu divertido.

***

MADRID. 2011

–Venga, dejad ya eso que vamos a comer –les dijo la abuela a Carol y a Tino a la vez que dejaba una fuente de croquetas en la mesa–. Toma Sergio –le ofreció una a su nieto, el hermano pequeño de Carol– ¡Que estos son unos pesados! Y esperad a que traiga el primer plato, ya os conozco yo con las croquetas. Os advierto que las tengo contadas.

Carol apagó la grabadora y se levantó de la butaca para coger una. No había forma de resistirse al punto de la bechamel que lograba la abuela; y sabía que, en el fondo, estaba encantada de que no pudieran esperar a estar sentados para atacarlas.

–¡Abueeeela! ¡Están riquísissssimas! –levantó la voz con la boca llena para que la oyera desde la cocina–. ¿Y esa vez fue la única vez que visitásteis Moscú?

–¡No!, ¡qué va! Fuimos muchas veces. Un fin de semana sí y otro no, salvo en invierno. Hacíamos muchas excursiones, no siempre a Moscú. La que te he contado fue nuestra primera visita. También visitábamos otras “Casas”, o venían ellos, los de Moscú o los de Pushkin.

–¿Qué fue lo que más te gustó? ¿San Basilio?, ¡tal como lo contabas!

–Bueno, San Basilio sí, desde luego. Pero lo que más me impactó fueron los “Palacios del Pueblo”, que estaban recién construidos.

–¿Palacios del Pueblo? ¿Construyeron palacios los comunistas?

–Así llamaron alegóricamente a las estaciones y pasadizos del metro. Y merecía esa denominación. Nada más apearnos del tren cogimos el metro, inaugurado desde hacía poco. En 1935 se abrió la primera línea. Menos de tres años antes de ir nosotros. Todo se veía reluciente, magnífico. Los altos techos con grandes lámparas de cristal de lágrimas y todo forrado de mármol de primera. Grandes columnas también de mármol en las estaciones que entonces se llamaban Konmintern y Palacio de los Soviets. Si las buscas en internet no encontrarás esos nombres, se los cambiaron la primera por Kalininskaya y la otra Kropotkinskaya. Por Mijaíl Kalilin, que fue presidente del Soviet Supremo; Y la otra por Piotr Kropotkin, un príncipe ruso que salió anarquista; tuvo una vida muy “perra” por sus ideas. Murió poco después de triunfar la Revolución. No compartía muchas de las actuaciones de los bolcheviques, pero Lenin lo respetaba por su consecuencia a lo largo de toda su vida. Pero me estoy yendo por las ramas; tú córtame cuando me enrolle.

–No, no. Son cosas que no sé y me resultan útiles para enmarcar los acontecimientos históricos en la tesina. Del metro he visto fotos. No sabía que los llamaban Palacios del Pueblo; pero es verdad que tienes que fijarte en los títulos de las fotografías porque si no, en vez del metro, piensas que son estancias de algún palacio importante. Aunque un tanto faraónico, ¿no?

–Aparte de que pretendieran mostrar al mundo los avances del socialismo, las canteras de los países soviéticos estaban abandonadas o descuidadas desde que dejaron de encargarse edificios lujosos a primeros del siglo XX. Para dar trabajo en esas zonas se utilizó, para la construcción del metro, la piedra noble procedente de los Urales, de Georgia y Ucrania. Vino muy bien para esas comarcas, que estaban muy deprimidas hasta entonces. Todo en esta vida tiene más de una interpretación, depende de quién lo escriba y de quién lo lea. Por eso recuerdo tanto lo que me impactó el metro, seguramente porque todo esto nos lo iba contando en el vagón, don Pablo Miaja. Quizás si no hubiese sido él, con esa sabiduría tan apacible, no me hubiese impactado tanto. Y porque él ya no nos acompañó a otras excursiones a Moscú. Se quedaba en la Casa, decía que recuperándose del reuma.

Sentados ya a la mesa, y tras repetir lo ricas que estaban las croquetas y servido el primer plato, preguntó al abuelo:

–Entonces, ¿Miaja se fue ese mismo verano?

–Avanzado el verano –contestó Tino. Ese curso lo finalizó y aún estuvo con nosotros hasta finales de agosto. Me acuerdo que debía de ser ese mes porque al poco de irse comenzó el siguiente curso; y eso era a primeros de septiembre. Se fueron juntos, claro, doña Enriqueta y él. Nosotros no sabíamos dónde. Creíamos, no sé porque, que a Méjico. Años después, ya en España, supe que había sido a Argentina.

capitulo 24

“Pablo Miaja maestro” puso, Carol, en el buscador de Google ya en su casa. Aparecían bastantes referencias. Leyó: “D. Pablo Miaja, maestro de maestros”.

Era un audiovisual de veintiocho minutos. Un extracto de una vida intensa. Uno de los entrevistados era Maximino Roda; revisando la grabación tenía que ser el mismo del que hablaba el abuelo; el que encendía la cerilla para darle fuego. Ya mayor, claro, como el abuelo, un hombre delgado, de cabeza ovalada, con poco pelo. Y unas grandes gafas que no lograban disimular la intensidad de sus ojos. El abuelo había comentado que era un año menor que él; si estaba en un curso inferior, esas cosas no se olvidan.

El reportaje contaba los antecedentes de la larga trayectoria pedagógica, de Pablo Miaja, desde bastante antes del comienzo de la guerra hasta el final de su vida. También lo de la Colonia de Salinas y su salida a la URSS como responsable de la expedición desde Gijón. Todo coincidente con lo que contaba el abuelo. Una extensa vida de magisterio entendido como servicio. Curiosamente, en el año 1922 promovió entre las familias de sus alumnos una campaña para llevar alimentos a la región rusa del Volga, donde hubo una gran hambruna. Con toda probabilidad, aquellos afecta- dos, ya hombres en el año 1938, estaban devolviendo, sin saberlo, la ayuda que recibieron dieciséis años antes, al mismo maestro y sus alumnos, que fue el impulsor de la ayuda solidaria que recibieron entonces.

Cuenta el reportaje que, al irse de Rusia se afincaron con el hijo de doña Enriqueta en Argentina, en la provincia de San Juan. A pesar de su edad, don Pablo llevaba mal estar apartado de la enseñanza y en 1944 escribió una carta a su primo, el general Miaja, que también estaba exiliado, en este caso, en Méjico:

Aquí estamos aguardando no sé qué una amnistía…. O lo que sea…/… Si hubiera encontrado en qué colocarme en mi profesión de buena gana renunciaría a la vuelta a aquel avispero. Pero sin ocupación y siempre pensando sobre los demás no es perspectiva halagüeña.

Esa desazón y el gran terremoto que sufrió la provincia de San Juan, donde residía el matrimonio, motivó que decidieran volver a España en ese mismo año en el que desembarcaron por el Puerto de Bilbao. Ya en 1947, casi cumplidos los setenta y uno, solicitó la jubilación.

Oyó en el audio de youtube lo que, con toda probabilidad, el abuelo, no quiso contar de tan triste como era: los diez años que le quedaron de vida a don Pablo Miaja tuvo que estar lidiando con la  venganza  de los vencedores en un proceso de la “Comisión Liquidadora de Responsabilidades Políticas” encargada de arruinar económicamente a los que habían sido sus enemigos por haber permanecido leales al Gobierno legalmente constituido aunque hubiese sido, como era el caso, enseñando y protegiendo a los niños. La comisión exhumó el expediente de Miaja de 1941. En febrero de 1947 adoptó sanción: “concluyendo que Pablo Miaja Fernández, afiliado al marxismo, director de grupo escolar se fue a Rusia con los niños de las colonias escolares. Bienes gananciales valorados en 20.079 pts. Declarado después insolvente. Sancionado con 10.000 pts. Por multa por Responsabilidades Políticas de Oviedo el 11–2–1941.” Es decir, justo la mitad de los bienes gananciales, por tanto la totalidad de lo que le correspondería, patrimonial- mente, en el caso hipotético de separación de bienes descontando la parte de doña Enriqueta. Con eso tuvo que trasegar los últimos días de su vida: con lo más mezquino del Régimen.

Sin embargo en este caso, muchos años después, la memoria histórica hizo justicia de la mano de lo que fue su auténtico legado: sus antiguos alumnos. Entre ellos estaban ilustres asturianos como Alfonso Iglesias, el creador de los personajes de Telva y Pinón, la viñeta que salió a diario por décadas en la prensa asturiana; Ángel González, el gran poeta; el periodista Manolo Abello y cientos de sus protegidos en Rusia. Consiguieron que al colegio fundado por él en 1934 le pusieran su nombre. Y así se denomina actualmente: “Pablo Miaja”, en la calle General Elorza y que sigue formando a las nuevas generaciones. En la actualidad, sus doscientos “y pico” alumnos son originarios, en generación materno-paterna, de veintidós naciones…, también los hay de Rusia. Miaja estaría feliz “si levantara la cabeza”.

En su interior, Carol daba las gracias a Luis Felipe Capellín y a Leonardo Bosque por haber aportado, con su reportaje, lo que el abuelo prefirió omitir.


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Capítulo 23

Pisaré sus calles nuevamente. Todos los capítulos publicados
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Capítulo 24 Txíscovo. Mayo-junio de 1938