jueves. 28.03.2024

Capítulo 10 Salinas. Verano de 1937

perro

Tino sintió la lengua de su perro lamiéndole la cara.

–No me chupes. Deja de darme lengüetaes, que me haces cosquillas.
¿Cómo había llegado hasta él en la Colonia? –se preguntó–. Aunque no sé porque me extraño; ya otra vez volvió a casa desde el pueblo de Senén cuando le dejamos con él y decidió volver por su cuenta. ¡Es tan listo que ye capaz de atravesar las líneas enemigas para venirse conmigo!

Oyó lejos unas carcajadas y abrió los ojos. Había estado soñando, no era la lengua de su perro, era una bayeta húmeda que le estaban pasan do por la cara dos de los chicos recién llegados, por embromarle. Se partían de la risa:

–¡No hacías más que hablar dormido! Decías ¡loo! ¡loo!

–¡No decía “loo”! Decía Lord; que es el nombre de mi perro –dijo Tino, molesto, mientras se limpiaba la cara con las manos.

Lord era mitad pastor alemán, mitad mastín. Un perro que se tomaba muy en serio a sí mismo y el cuidado de la familia. Por Tino, el más pequeño tenía pasión. ¡Que nadie que no fuese de la manada se acercase a él! Siempre le buscaba y Tino le correspondía acariciándole, sobre todo, en la parte trasera del cráneo. Alguien le había dicho que los perros que tienen más pronunciada su cresta occipital son más inteligentes. Debía ser cierto porque Lord la tenía muy marcada y era muy inteligente. El único sitio al que no le seguía era cuando Tino entraba en la cocina, sabedor de que ese lugar lo tenía prohibido por Catalina; y no se le ocurría entrar, salvo con autorización expresa. El único problema era que había que estar con cien ojos, al abrir la puerta de la casa, si el que llamaba no era de la familia.

Un día que se descuidaron, al cartero le hizo un siete en el pantalón y un roto mayor en su dignidad. Tenía especial afición a los curas, debía parecerle que, bajo esos largos ropajes negros, no podía esconderse nada bueno y cada vez que se cruzaba con uno había que atarle en corto.

Era ya muy mayor, Tino no recordaba su casa sin la presencia de Lord. Tenía ganas de volver a jugar con él y acariciarle. Sabía que al perro no podía quedarle mucho tiempo de vida y tenía miedo de no volverlo a ver. Evidentemente, así fue. Pero Lord siempre estuvo en su recuerdo y trasladó, a cualquier otro can, el cariño que tuvo con el suyo, así como la costumbre de acariciarles la nuca craneal, comprobando su inteligencia, según él, a través de la elevación de la cresta ósea.

Con un caballito
blanco el niño volvió a
soñar; y por la crin lo
cogía…
¡ahora no te
escaparás! Apenas
lo hubo cogido, el
niño se despertó.
Tenía el puño cerrado.
¡El caballito voló!

Antonio Machado

 
   

(GRABACIÓN. Madrid 2011)

–¿Entonces, de pequeño, siempre tuviste perro? –le preguntó Carol al abuelo.

perru en casa. Yo creo que Lord llegó cuando la familia volvió a Oviedo, desde Lugo, tras morir mi padre - y continuó. - En Lugo teníamos una perra más pequeña; Kitty se llamaba, con manchas blancas y negras. Decían que a mi padre le gustaban mucho los perros….
¡Es curioso!, no recuerdo la imagen de mi padre y sí la de Kitty.

–¿No recuerdas nada de tu padre?...de mi bisabuelo…

–Sólo consigo ver de él una imagen; parece que estuviese viendo una película, en la que, desde sus hombros, veo a un montón de gente. Debía de ser una romería; bailaban y había música y sé que me iba comiendo una manzana glaseada, de color rojo, pinchada en un palo. Sé que quien me llevaba en sus hombros era mi padre y veo esas figuras y la manzana con la costra roja. Pero no consigo “ver” sus facciones; ¡cosas de la mente! Kitty debió de quedarse en Lugo a cargo de unos vecinos…. De Lord recuerdo que mi madre tuvo que tomar la decisión de llevárselo al pueblo de unos amigos, desesperada de que se echara encima de los desconocidos…, Senén se llamaba uno de los hijos de la familia con la que se quedó. Pero al perro le salió su sangre de mastín para adoptar iniciativas por sí solo y se volvió, por su cuenta, a Oviedo con nosotros. ¿Cómo lo con- siguió?: no lo sabemos. Pero todos los hermanos hicimos frente común y mi madre, cansada de vernos llorar, tuvo que consentir que se quedase.

-Después, de mayor, ¿ya no volviste a tener perro?

-¡No! No había condiciones. Me gustan tanto que sufro viéndoles encerrados. Pero de alguna manera sí he tenido perro. Jacobo era un mestizo lanudo y fuerte, al que teníamos en la nave de MOSA, donde trabajé muchos años pluriempleado, por las tardes, después de salir de mi trabajo en el Ayunta- miento de Madrid. Apareció un día y nos lo quedamos. Cuando llegaba, nada más verme se subía a la oficina conmigo. Sabía que le llevaba las sobras de la comida de casa; y si no las había, alguna lata. Te espabilabas y la abrías rápido, o te la enganchaba. No tenía paciencia: le metía el diente en la chapa y la rasgaba. Tenía una habilidad que en vez de “caninos” debía tener “abre- latinos”. Era de espíritu callejero; cuando salían los camiones de los obreros a pintar o poner señales de tráfico, a veces decidía irse con ellos y se subía de un salto. En ocasiones volvía con la cola pintada de amarillo por enredar entre los botes.

-¿Jacobo es el que me contaste que se perdió y también supo volver, como Lord? –recordaba Carol.

-En realidad no se perdió. Terminaron de pintar y no se darían cuenta de que Jacobo no se había subido al camión. Andaría callejeando detrás de alguna perra; cuando volvieron no lo encontraron. Apareció dos o tres semanas después en el taller; tampoco sé cómo lo logró; se había queda- do en un barrio a kilómetros de allí… En otra ocasión, tiempo después, al abrir la puerta de MOSA me lo encontré en el patio sangrando por una herida; fue un hachazo que, se conoce, le dio uno que entró a robar y se encontró con él. Aun herido, según estaba, le puso en fuga, porque no faltaba nada. El caso es que lo llevamos para que le cosieran la herida y se recuperó. Por allí anduvo hasta que murió de “vieyu”.

-Bueno y luego también son un poco tuyos los de Pablo y el mío –le dijo cariñosamente Carol–, cada vez que te ven se arriman a ti.

Unos años después, con la memoria muy quebrada, Tino a veces, no recordaba los nombres de algunos amigos o familiares. Nunca se olvidó de los nombres de su mujer, ni de sus hijos y nietos… Y a los perros, hasta el último momento, les llamaba sin equivocarse: Trekko, Shisha y Golfi; al que a veces llamaba “blanquito”.

SALINAS. Verano de 1937

La Colonia ya no se denominaba así más que por costumbre. Había pasado a ser un “Orfanato Minero”. De los que llegaron a Salinas en julio del año anterior, solo quedaban ocho o diez niños. La mayoría, ahora, eran los huérfanos.

Nunca faltaron garbanzos y patatas. Su abastecimiento fue una prioridad para el Consejo de Asturias.

La huerta resultó todo un éxito. Tomates, lechugas, arbeyos, berzas y sobre todo patatas, fueron un valioso complemento para su alimentación. Todos colaboraban. El abono era a base del cucho del ganado. Salían a buscarlo por los praos cercanos y lo recogían con latas. Después lo mezclaban con tierra y se amasaba a mano. Daba un excelente rendimiento y el resultado eran unas sabrosas hortalizas.

Lo peor había sido el invierno anterior. El frío lo envolvía todo con su húmeda y salitrosa presencia. Parecía que el propio mar se metía entre las sábanas y no había forma de secar las ropas. No tenían abrigos. Pudieron proporcionarles jerséis de lana y también les dieron unas botas rusas.

y también las botas
rusas vinieron en unas
cajas para dar a los
colonos
que ahorraran las alpargatas

–Eso lo “inventó”, digo la canción, alguno de los chicos. También les dieron pantalones largos y zapatos. Para bastantes de ellos fueron los primeros que calzaron en sus vidas hasta ese momento. Muchos solo conocían alpargatas o madreñes, en invierno, y descalzos el resto del año; incluidos los niños capitalinos –Tino permaneció unos segundos recordando–. Más de una vez oí a Miaja decir: “Menos mal que la sublevación nos cogió en esta quincena, si llega a ser unos días antes, o después, nos pilla con el turno de las niñas y hubiese sido aún peor.”

La Colonia se organizaba por periodos quincenales. Del 1 al 15 de julio habían sido niñas. Del 16 al 30 de ese mismo mes, niños; y así sucesivamente, si no se hubiese ido todo al traste con la sublevación.


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Capítulo 9
Pisaré sus calles nuevamente
Novela histórica de Pablo Fernández-Miranda de Lucas, por entregas en Nuevatribuna

Capítulo 10 Salinas. Verano de 1937