viernes. 29.03.2024

La moral de la pandilla

Miro a mi alrededor, y ¿qué veo? «La moral de la pandilla». Es una definición de Albert Camus que hago mía. La veo en los pequeños actos y en los grandes, toda ella impregnada de amiguismo...

Miro a mi alrededor, y ¿qué veo? «La moral de la pandilla». Es una definición de Albert Camus que hago mía. La veo en los pequeños actos y en los grandes, toda ella impregnada de amiguismo, narcisismo y perversión. Se la puede encontrar en los colegios, en los lugares de trabajo, en los gobiernos, en las instituciones, incluso en las familias. Lo que para algunos es el juego de ganar, para otros es una desventaja. Cuando obtienen poder, privilegios, dinero, lo que se llevan es parte de nuestra vida, incluso parte de las vidas de los que están por venir. Sin duda, muchas veces, la sociedad entera se pliega a los deseos de la pandilla. Otras, aunque quiera negarse, no encuentra el modo. Muchas, las más, descubre tarde lo que sucede. Por eso digo que cuando miro a mi alrededor, ¿qué veo? Eso, la moral de la pandilla.

Recapacitaba en ello releyendo dos libros, uno de Primo Levi, y otro de Albert Camus. En el primero, Si esto es un hombre, el autor que comienza con un poema del mismo nombre, apela a nuestro juicio y lo hace con un llamamiento a «Los que vivís seguros,/ en vuestras caldeadas casas». A continuación pasa a describir su realidad en el campo de concentración y de extermino de Auschwitz-Birkenau para contarnos la vida de los rapados de ojos espantados que pelean por un panecillo, de aquéllos que morirán mañana por un sí o un no.

Aquel campo tenía grabadas en la puerta de entrada las palabras: «El trabajo os hará libres». ¡Qué ironía!

Que Primo Levi fuera detenido casi al final de la guerra, lo afirma en varias ocasiones, que solo tuviera que pasar un invierno en Auschwitz-Birkenau, más la circunstancia de que era joven, ayudó a que salvara su vida.

La posguerra intentó pasar página rápidamente sobre los hechos y las víctimas; por eso, Perlt Harbor o el Día D con el desembarco de los aliados en Europa se convirtieron en el centro de atención de numerosos libros y películas. Había que olvidar el genocidio, había que olvidar también las ciudades alemanas bombardeadas por los norteamericanos, la entrada de los rusos en Berlín, había que hacer diana en algunos actos heroicos, y el cine en blanco y negro evitaba el color de la sangre. Generales gloriosos, camaradas que fueron héroes. Viéndolo de ese modo, es fácil comprender que los principales científicos alemanes acabasen viviendo en Estados Unidos, país que se benefició de los avances técnicos alcanzados por los nazis en armamento y en el envío de cohetes al espacio. Las mismas personas que ayudaron a crear las bombas que asolaron Londres fueron las que hicieron posible los viajes tripulados al espacio y provocaron nuestra sonrisa crédula o incrédula de que se había llegado a la luna. Las bombas atómicas quedaron selladas a nuestra memoria con la Guerra Fría, y la de hidrógeno aún no había sido creada.

Por supuesto, Primo Levi no consiguió ninguna editorial importante que quisiera publicar en ese momento su obra. ¿Quién querría seguir removiendo en las múltiples heridas?

La moneda dentro del campo eran los panecillos. Pero ¿quién podía prescindir de medio panecillo o de una sopa acuosa? También el fondo de la sopa, tenía un precio. Y si uno lograba a través de una persona que tuviese acceso al exterior conseguir doce cigarrillos, quizá pudiese canjearlos por un panecillo.

Lo que tiene la pandilla es que impone sus normas y, además, se burla. Un panecillo y una sopa acuosa para salir cada día a las fábricas a trabajar como esclavos, en fila, en formación, marchando como si fueran un ejército, con suecos de madera, sin calcetines, con menos treinta grados de frío y nieve, con pijamas a rayas. Y, por si fuera poco, cerca de la puerta de salida, la banda de música de los soldados nazis tocando melodías, Rosamunde, por ejemplo, una obertura de Shubert.

De vez en cuando hay que leer y volver a releer estos libros, para alterarse, para renovar la percepción de los hechos sociales, de lo contrario uno no sabe a qué se expone. Uno no está atento a lo que podría suceder mañana.

La pandilla veja y ridiculiza, es su tarea, disfruta con el dolor ajeno, somete y niega la humanidad del otro. Albert Camus dijo en El hombre rebelde, la otra obra que quería comentarles: «Quien mata o tortura no conoce sino una sombra en su victoria: no puede sentirse inocente. Por lo tanto, tiene que crear la culpabilidad en la víctima misma».

De repente, esas palabras me han recordado aquello que se repitió con asiduidad estos últimos años: que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, que si alguien no puede pagar una hipoteca no haberse metido en una, que la gente prefiere estar en el paro cobrando un subsidio en vez de tener un trabajo, que si bajando los sueldos y congelando las pensiones se produciría el milagro de la recuperación. Entonces, me detengo, y observo las cifras, es decir, el resultado: más de 12.000 millones en riesgo de pobreza y exclusión social, eso sin contar los que se han marchado.

¿Cuál es el sentido que impera en el campo?, se preguntaba Primo Levi. ¿Hay alguno? Sí, el del no-sentido. «Aquí todo está prohibido —dice Levi―, no por ninguna razón oculta, sino porque el campo se ha creado para ese propósito».

¿Y qué es un campo? Sí, ya sabemos cuáles fueron aquellos, pero también hay otros. Digamos que son territorios-lugares-espacios donde se vive una situación determinada, pero ya que estábamos con ese tema de la culpabilización del otro, hablemos de situaciones ignominiosas, como por ejemplo que una persona esté pasando necesidades, salga a la calle, rebusque en un contenedor intentando encontrar algo de comida, y se le multe, o se le eche de una casa que quedará vacía y nadie habitará, pero que uno de esos fondos de inversión que saben cómo hacer «negocio», y en los que acaso tú, ciudadano sensato, estás participando con los ahorros que te administra tu banco, también participarás. Evidentemente, la vida no es ya que sea una pesadilla para muchos, sino que las reglas que se imponen son inmorales aunque puedan ser legales y frente a las cuales escapar parece imposible.

La ley que impera, decía Levi, es la de «come tu pan y si puedes el de tu vecino». La víctima es obligada a participar en el sistema.

Me gustaría llamar la atención sobre ésto: Janis Irving L. en El pensamiento grupal (1987) y es un dato que pueden ampliar en la Wikipedia, señala como características de un grupo, y considero que podríamos aplicarlas a las actividades de muchos, lo siguiente: «ilusión de invulnerabilidad, creencia incuestionable en la moralidad inherente al grupo (aunque sea inmoral), racionalización colectiva de las decisiones del grupo, estereotipo compartido sobre miembros de otros grupos, especialmente de los oponentes, censura y evitación de la autocrítica, ilusión de unanimidad, presión directa a quienes se opongan a conformarse, miembros que protegen al grupo de información negativa», y podríamos incluir otros temas como el modo de elección de la jefatura que siempre recaerá sobre los mismos debido a la forma cómo están instaurados los procesos de elección-votación. Otros sociólogos han señalado, además, la rigidez de las organizaciones y la burocratización, y todos, la irresponsabilidad que supone el que las decisiones se tomen grupalmente, lo que permite que la responsabilidad individual se diluya y se evite pensar en otras alternativas, en situaciones contingentes, en nuevos objetivos o, simplemente, en temas de conciencia.

Quizá por todo esto, es por lo que yo cuando miro a mi alrededor, ¿qué veo? La moral de la pandilla. Y me da pena, y me resulta intolerable, que tan pocos sean la desgracia de tantos.

La moral de la pandilla