viernes. 19.04.2024

Un modo de vida que no es el nuestro

En España, el crecimiento económico ficticio causado por la burbuja inmobiliaria y la crisis de la última década se han llevado por delante buena parte de nuestras señas de identidad, nos ha convertido en clones de otros individuos que viven en países lejanos y tienen costumbres radicalmente opuestas a las nuestras

Es sorprendente, al menos para quien esto escribe, que conforme la sociedad avanza y ofrece más ventajas materiales a los ciudadanos, éstos muestren una cierta desafección, que muchas veces se torna en insatisfacción, respecto al modo de vida que, de un modo u otro, se ven obligados a llevar. La vida de hace unas décadas –muy pocas, por cierto-, tenía pocas incertidumbres. Todo, menos la enfermedad, parecía estar escrito en un libro que nadie había leído pero que todos conocían, el libro de la rutina existencial. No había razón alguna para preguntarse el por qué de las cosas, ni motivos para renegar de la suerte: Simplemente era lo que había, cabía la resignación, la adaptación o la huida hacia otros lugares en busca de mayor fortuna, tal como hoy hacen millones de personas de todo el planeta.

La Sociedad Española de Psiquiatría lleva años advirtiendo del aumento de todas las enfermedades de origen psíquico, pero especialmente de una: La depresión, o enfermedad de la tristeza, de la angustia vital, que ya no es una patología aislada que se esconde en el interior del domicilio familiar, sino que abarca a amplísimos sectores sociales hasta el extremo de que son los fármacos destinados a paliar los efectos crueles de esas enfermedades los que más se consumen ¿Por qué estamos más tristes cuando las necesidades materiales de muchos están aparentemente cubiertas y, pese a la crisis y la querencia del Gobierno, tenemos todavía acceso a una cantidad de servicios que jamás hubiésemos imaginado? No creo que exista una sola explicación y sí que son muchos los factores que influyen en el desasosiego que afecta cada día a un número mayor de personas.

Hoy en día, pese a las crisis periódicas y cada vez más crueles que genera la propia dinámica del sistema económico en que vivimos, muchos pueden –no todos, desde luego- consumir varios coches a lo largo de sus vidas, tener una casa, viajar, comer alimentos que como por ejemplo las fresas antes sólo estaban reservados a reyes, vestir a la última en Zara, el mercadillo o Primark, incluso los más pudientes enviar a sus hijos a países remotos para que aprendan un idioma o hagan un master que les sirva para el porvenir y contribuir a que todo siga como hasta ahora. Sin embargo, sin darnos cuenta, hemos asistido a un cambio vertiginoso de nuestros parámetros vitales, parámetros que quizá eran propios de un país pobre o que, tal vez, formaban ya parte de nuestro ser social. España fue siempre –en otros países las variables son diferentes por motivos históricos, geográficos, climáticos, educaciones-, un país que vivía en la calle. La calle era el ámbito donde el español se sentía más pleno, más seguro, más identificado. Hoy, la calle se ha convertido en un lugar de paso normalmente motorizado, ha desaparecido el paseo apacible, se han esfumado las tertulias espontáneas o habituales, hemos eliminado ritos sociales tan placenteros como ir al cine o salir con los amigos a callejear, cañear, hablar sin prisas y sin pausa con conocidos o extraños casuales. La ciudad se ha cerrado sobre sí misma y, socialmente, la vida de las personas se ha empobrecido pese al aumento del nivel de vida que alguna vez tuvimos. Ahora, eso sí, muchos hacen running como si en ello les fuese la vida.

Hay pueblos que, de un modo u otro, y son los más saludables, han mantenido sus tradiciones sociales, pueblos que no han consentido que la globalización se coma aquello que con tanto mimo han ido cuidando de generación en generación. En España, el crecimiento económico ficticio causado por la burbuja inmobiliaria y la crisis de la última década se han llevado por delante buena parte de nuestras señas de identidad, nos ha convertido en clones de otros individuos que viven en países lejanos y tienen costumbres radicalmente opuestas a las nuestras. Se mantiene de la tradición quizá la parte más superficial y rancia, corridas de toros, procesiones de Semana Santa, pasión futbolera, pero hemos prescindido de la charla callejera, del bar de la esquina, del banco de madera y del árbol que nos defendía del sol, de la espontaneidad, de la afabilidad y, sobre todo, de los lazos solidarios que nos unieron en tiempos en que éramos pobres y oprimidos, de la ética como motor esencial de nuestro ser. Y no se trata, ni mucho menos, de afirmar que cualquiera tiempo pasado fue mejor, todo lo contrario, sino de que con los medios de que disponemos podríamos ser más felices si no hubiésemos olvidado nuestros referentes esenciales.

En su lugar, ha nacido un individualismo feroz que renuncia a todo tipo de compromiso que no esté directamente relacionado con el interés personal, nos hemos encerrado en urbanizaciones alambradas con guardias de seguridad para sentirnos más inseguros, compramos, silentes, en grandes superficies despersonalizadas que han expulsado de nuestro suelo a los pequeños comerciantes de antaño que llenaban de vida el corazón de nuestras ciudades, engullimos toneladas de imágenes televisivas que fomentan un modo de vivir que nos es hostil pero que hemos digerido y asimilado sin empacho aparente,   nos hemos convertido, en una palabra, en extranjeros de nosotros mismos, aislados, temerosos de todo, egoístas y huraños

Vivimos con alguien a quien no habríamos reconocido cuando teníamos veinte años, vivimos contra nuestra costumbre y nuestra buena tradición, viendo al otro como una amenaza, buscando, cada uno “por su pelleja”, un dorado que nos permita tener más cosas, pero que nos deja huera el alma. Creo que ahí radican buena parte de las causas de la insatisfacción que está en el origen de esa plaga de nuestros días que se llama depresión existencial. Es muy difícil que una sociedad goce de sosiego si no es capaz de compartir sus sueños, si no es capaz de proyectar un horizonte utópico compartido. La tremenda crisis que han provocado los doctores de la economía liberal, de la desamortización del Estado, debería ser el punto de partida para crear una sociedad a medida del hombre, un mundo nuevo. De otro modo, de seguir como hasta ahora, sólo podemos esperar que Eolo –Dios de los vientos- empuje nuestras velas hacia un puerto abrigado, aunque todas las de los demás se hundan. 

Un modo de vida que no es el nuestro