jueves. 28.03.2024

Trump por Biden. El mal menor no es suficiente

Para analizar lo que sucede en Estados Unidos es preciso tener en cuenta dos factores históricos cruciales. El primero es el modo en el que se fue formando la nación yanqui a lo largo del siglo XIX y primeros años del XX. Las guerras de conquista que en Europa tuvieron lugar durante la Edad Media, en ese país se realizaron a lo largo de esos dos siglos, una veces por conquista, otras por anexión, algunas por adquisición a México en condiciones leoninas.

La conquista del Oeste, que supuso ocupar millones de kilómetros cuadrados pertenecientes a la naciones india y mexicana, además de ser el origen de maravillosas películas de Ford, Walsh, Hawks, Sturges, Vidor, Peckinpah o Mann, fue una masacre que se alargó en el tiempo durante más de un siglo.

Ingleses, suecos, alemanes, polacos, rusos y emigrados de otras naciones del mundo se lanzaron sobre un territorio poco habitado utilizando la dialéctica de los cañones y las pistolas, forjándose en el “alma” de la nación ocupante un carácter supremacista y violento que despreciaba cualquier signo opuesto o distinto al propio del macho dominante. El diálogo, que se usó en ocasiones con poca fortuna, fue considerado muestra de debilidad, la concordia con los indígenas, concesión inaceptable. Una especie de darwinismo social -tan próximo a las doctrinas fascistas que tanto daño han hecho a lo largo del siglo XX- late en el interior de un porcentaje amplio de los población norteamericana, y es  ese rasgo el que les sigue haciendo muy reactivos a la compasión, la solidaridad o la empatía.

El otro factor a considerar es la aparición de una nueva superpotencia habitada por más de 1400 millones de personas gracias, en un principio, al traslado a ese país de buena parte de la industria occidental. Como fórmula para abaratar costes y aumentar beneficios exponencialmente, Estados Unidos y Europa decidieron alentar el traslado de parte de su producción a China, en la creencia de que ese país “comunista” no aprendería nunca y estaría toda la vida produciendo baratijas y aportando mano de obra barata. El error, el desconocimiento de la historia de la civilización China, fue tan grosero que hoy ese país posee las mayores reservas de dólares del mundo, es el principal productor de manufacturas y ha adquirido la capacidad de inventar e innovar de una manera tan sorprendente como temida por la todavía potencia hegemónica.

Sin el miedo a China, sin el pánico que produce en el pueblo americano la perspectiva de ser relevados del cetro mundial en un plazo no muy lejano, es casi imposible entender la llegada al poder político de alguien tan ignorante, pueril y estúpido como Donald Trump.

Al igual que en el resto del mundo pero de una manera mucho más exacerbada, Estados Unidos ha intentado replegarse sobre si mismo al grito de lo “primero América”. Ese repliegue dirigido por los hombres de Trump pretendía recuperar los recursos industriales y agrícolas perdidos mediante la aplicación de aranceles a países europeos y asiáticos, principalmente a China. Sin embargo, las grandes empresas transnacionales han continuado fabricando sus teléfonos, ordenadores y audiovisuales en el lejano Oriente, ya no sólo porque la mano de obra sigue siendo más barata sino porque sus aportaciones son cada vez mayores y más valiosas y porque allí estará en breve el mayor mercado del mundo. Desde la guerra civil de 1861, Estados Unidos ha vivido siempre en guerra con un enemigo exterior al que se ha culpado de todos los males del país. De España a la URSS pasando por México, Chile, Venezuela, Cuba o China, se ha responsabiliza a otro país de las crisis que se han generado en el interior para de ese modo fomentar el patrioterismo, el cierre de filas en torno a la figura redentora del Presidente y su ejército imperial, detrás del cual van siempre los magnates del dólar para acrecer exponencialmente sus fortunas.

Iluminado por su Dios y por el miedo que los yanquis han tenido a los cambios, Trump ha conseguido que más de setenta millones de ciudadanos apoyen su política, sus majaderías y sus vilezas, convencidos de que él es uno de los suyos, un hombre que hace y dice lo mismo que ellos piensan y al que no tiembla el pulso ni para atajar la migración hispana ni para defender la producción de maíz y soja de los agricultores del interior. En un país en el que el conocimiento y la educación general llevan años degradándose, sólo un putero, un fascista, un machote y un tarado puede aglutinar en torno suyo a quienes se sienten acosados por la competencia internacional, los derechos de los homosexuales o los avances del feminismo, factores todos ellos que ponen en peligro el verdadero ser de una nación construida a balazos.

La aparición de Trump y sus seguidores en el escenario político norteamericano no es una casualidad ni tampoco flor de un día 

Por su parte Biden es más que lo mismo, un hombre de la nomenclatura dispuesto quizá a romper con el aislacionismo promovido por su antecesor pero incapaz de generar la ilusión necesaria en los que no siguen a Trump para crear un país menos desigual, más justo y, en una palabra, más democrático. Al igual que nos cuesta comprender la mentalidad china, también nos es difícil entender, pese a los miles de películas en las que se da cuenta de ello, como es la manera de ser de los gringos. Una minoría muy culta que vive aislada del resto del mundo, a la europea, frente a una inmensa mayoría que no valora para nada el conocimiento salvo que dé dinero, mucho dinero. Un pueblo al que no duele la enorme cantidad de muertos que su país ha dejado por todo el planeta pero al que molesta mucho que le obliguen a llevar una mascarilla o pagar impuestos para ayudar a los más desfavorecidos. Una estructura administrativa-militar -Pentágono, Agencia de Seguridad Nacional, Agencia Central de Inteligencia- perfectamente imbricada con las grandes corporaciones multinacionales que operan en todo el mundo y que tiene una dinámica propia muy difícil de corregir o cambiar. ¿Es Biden el Presidente llamado a modificar las relaciones de poder heredadas desde tiempos de Truman¿ ¿Será capaz de cambiar lo que no hicieron Kennedy, Johnson, Carter, Clinton u Obama? Creo que no, entre otras cosas porque no está en sus propósitos.

Sin embargo, la aparición de Trump y sus seguidores en el escenario político norteamericano no es una casualidad ni tampoco flor de un día. Ante las circunstancias esbozadas al principio de este artículo y otras como el descrédito de la clase política, el trumpismo es una nueva forma de fascismo que ha venido para quedarse. Las redes sociales de desinformación y fomento del cretinismo social juegan a su favor y a Biden tocaría la responsabilidad de denunciar y atajar lo que puede derivar en un movimiento totalitario que deje maltrecha para mucho tiempo a la nación del Tío Sam y destrozado a lo que hasta ahora algunos han llamado mundo civilizado. Biden tendría que darse cuenta del riego que corre su país y el mundo entero de persistir en las políticas de siempre. El fascismo no siempre viste de Hugo Boss, como los virus, muta y presenta otras apariencias, siempre tan destructoras como la primigenia.

Trump por Biden. El mal menor no es suficiente