jueves. 18.04.2024

El Toro de la Vega y el sepulcro del Cid

En Tordesillas nació una de los seres más crueles que ha dado este país: Gonzalo Queipo de Llano. Nunca será equiparable lo que hacen sus paisanos con el Toro de la Vega con lo que el general perpetró en Andalucía...

En Tordesillas nació una de los seres más crueles que ha dado este país: Gonzalo Queipo de Llano

Hace dos años, de camino hacia Asturias, pasé dos noches en un precioso hotel de Tordesillas. Ajeno a la brutalidad que se cocía en esos días en una ciudad que tiene enormes atractivos paisajísticos y monumentales sin explotar: El monasterio de Santa Clara por sí solo merece viaje adrede, había reservado la habitación con mucha antelación. Después de descansar unas horas, mientras la tarde comenzaba a convertirse en noche, atravesamos el bellísimo Duero y nos adentramos en el corazón de las tinieblas. El ambiente era festivo, pero extrañamente festivo. Habían regresado para las “fiestas” los tordesillanos del País Vasco, Madrid y Cataluña, más miles de turistas atraídos por la sangre, unos cientos de personas civilizadas que intentaban protestar contra la barbarie y un puñado de despistados que cometimos la imprudencia de acudir a dónde nadie nos llamaba en días tan ingratos. Subidas las cuestas que conducen al centro del pueblo entre gente que increpaba a los protestantes desde las murallas que dieron cobijo a Juana I de Castilla, llegamos a la Plaza Mayor, una típica plaza castellana del siglo XVII abarrotada de gente que bebía y hablaba risueña, como en todos los pueblos de España. Bueno, como en todos los pueblos no, había un aire enrarecido, un extraño olor a desconfianza que se notaba de manera especial en las miradas de los indígenas hacia los desconocidos que portaban artilugios fotográficos o hacían preguntas sobre lo que se avecinaba. Ante la imposibilidad de tomar unos vinos y unos pinchos por la multitud, decidimos dar un paseo por las encantadoras calles ajenas al bullicio y regresar al hotel.

Regresamos a la mañana siguiente, no muy temprano, a eso de las diez de la mañana. Nos unimos un buen rato a los protestantes hasta que llegaron las fuerzas del orden y nos desalojaron. Al subir de nuevo al pueblo, hordas de muchachos borrachos, en muchos casos menores de dieciocho años, dotados de cubalitros y garrotes, con el pelo a lo skin, gritaban contra los extranjeros que atentaban contra su cultura y tradición mientras, turbios los ojos y la voz, daban vivas al benemérito cuerpo policial fundado por el Duque de Ahumada. Íbamos haciendo fotografías de todo lo que veíamos, hasta que una pandilla de descerebrados nos conminó a guardar la máquina y no volver a esgrimirla en adelante bajo amenaza de palo y tentetieso. Guardamos el aparato en un bolso mientras miramos a unos guardias que impertérritos habían oído las amenazas. Acto seguido, abandonamos el pueblo justo cuando la muchedumbre enardecía ante la inminente aparición de uno de los animales más bellos del mundo: Un toro, que recorrería las cuestas del pueblo hasta llegar a la Vega y ser alanceado por valientes caballeros e infantes armados de lanzas mortíferas y ayunos de las cualidades mínimas que se necesitan para ser persona.

Mientras hoy en Tordesillas vuelve a repetirse el rito ancestral que demuestra hasta qué extremos puede llegar la crueldad humana, en otro punto de la Península –ya no sé cómo llamar a esto-, salta la noticia de que el señor que durante treinta años rigió los destinos de Catalunya con poder casi absoluto, consultaba su futuro y el de su Tierra a una pitonisa gallega llamada Adelina que tuvo residencia en Andorra y luego se trasladó a Barcelona para asesorar a políticos y financieros de bien. Si me atosiga el recuerdo de lo que vi y de lo que no vi en Tordesillas, saber que Jordi Pujol y los suyos tenían fe ciega en lo que una vidente percibía a través de un huevo, me causa una profunda tristeza que me lleva sin intermediación alguna a Valle-Inclán y el esperpento, porque no es otra cosa lo que estamos viviendo, lo que estamos sufriendo sin que seamos capaces de barrer de una vez para siempre toda la inmundicia que nos atora, humilla, degrada y desangra, que nos hunde en lo más oscuro y odioso de nuestra historia, que nos transforma en animales indignos de ser llamados personas, con mucha menos sensibilidad, entereza y bondad que la mayoría de quienes andan a cuatro patas.

En Tordesillas nació una de los seres más crueles que ha dado este país: Gonzalo Queipo de Llano. Nunca será equiparable lo que hacen sus paisanos con el Toro de la Vega con lo que el general perpetró en Andalucía: Los toros entonces eran jornaleros, trabajadores, gente pobre a la que había que exterminar, pero su persistencia en la barbarie les sitúa en un inquietante peldaño de la evolución humana. En cuanto al señor que oculta millones y habla con brujas para gobernar, sólo desearle lo peor, su acción ha causado tanto daño a tantos como su impresionante caradura.

Hace más de un siglo que el gran Joaquín Costa habló de la necesidad de “echar doble llave al sepulcro del Cid y comenzar una intensa labor de reconstrucción interior”, pues bien se mire por donde se mire, el sepulcro del Cid sigue abierto y los olores que de él emanan continúan asfixiando a una sociedad educada en la indolencia y el miedo, llena de mansos y de vivos, de pasivos y de logreros, de abúlicos y bestias, de resignados y de listos que no dudan en cubrir sus bajezas con cortinas de humo de todos los colores. El esperpento continúa, la crueldad de los analfabetos de abajo y la ramplonería egoísta de los de arriba, ¿nos harán volver a vivir episodios que creíamos superados para siempre? En ello están.

El Toro de la Vega y el sepulcro del Cid