viernes. 19.04.2024

Qué tiempo tan feliz

nenes

Es normal hasta cierto punto pensar que nuestro tiempo, aquel en que fuimos niños, adolescentes y jóvenes fue el más feliz de entre todos los tiempos habidos. Así parece desprenderse de las bellísimas coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, de la creencia de Rilke sobre la infancia como verdadera patria del hombre o de la afirmación de Max Aub en la que aseguraba que “uno es de donde hace el bachillerato”. No somos nada sin los recuerdos, sobre todo a partir del momento en que se nos van seres queridos, es entonces, creo, que empezamos a rebobinar, a darle vueltas al tiempo que pasó y compartimos con los ausentes, con nuestro yo evaporado por el paso inapelable del tiempo. Pero si no somos nada sin los recuerdos como bien podemos ver en tantas personas mayores afectadas por enfermedades como el alzheimer o la demencia senil, tampoco podemos fijar nuestro proyecto vital, individual y colectivo, en algo que se fue y no volverá, en regresar a periodos idealizados por nuestra memoria pero que en realidad tuvieron poco de verdaderamente dichosos para la mayoría. 

Como tantos -creo que España es en verdad un país de urbanitas con un ascendente rural intenso- fui un niño feliz. No pasé hambre como sí la pasaron muchos de mis amigos, no tuve que ponerme a trabajar a los diez años, no vi a mis padres huir a Francia para sacarse los cuartos que aquí no llegaban en la vendimia y la manzana, no tuve dificultades para estudiar lo que quise ni tampoco me faltaron cinco duros en el bolsillo para gastarlos con los amigos. Viví en una casa a las afueras del pueblo, con toda mi familia, abuelos, tíos, primos y muchos vecinos que se congregaban al atardecer alrededor del fuego de mis abuelos o en el portal, cuando la canícula se hacía insoportable. Rodeado de bancales llenos de frutales, de ríos y acequias donde crecían las higueras, comencé a ir a la misma escuela que durante muchos años dirigió mi abuelo, depurado por el franquismo en dos ocasiones y adaptado con resignación imposible a un régimen que odiaba en lo más profundo de sus entrañas. Sus viejos compañeros, la mayoría depurados como él, otros fieles a Falange, me trataron como si fuese de su familia, con cariño, con lisonjas, incluso con ternura. Sin embargo, durante aquellos primeros años escolares vi como mis amigos dejaban de asistir a clase cuando había trabajo en la huerta o había que cuidar de los viejos o los menores. Leche en polvo y queso americano, en tazas rosas para las niñas, azules para los niños, mis amigos, delgados como torero buscando capea, inventaban mil argucias para repetir una y otra vez de aquel brebaje que era, en muchas ocasiones, lo único que habían comido en el día. La mayoría, al acabar la primaria  abandonaban la escuela, no sin que antes hubiesen sentido en manos, espaldas y cara el furor de la regla, la vara de olivo o la palma de la mano abierta. Recuerdo especialmente a un maestro que tras intentar durante dos días seguidos que Eugenio se aprendiese la oración llamada “Señor Mío Jesucristo” sin éxito pese a los reglazos que le pegaba en la mano con los dedos juntitos, le dijo que para el día siguiente necesitaba una rama de olivo bien recia, que se lo dijese a su padre. Al día siguiente, Eugenio -tendría ocho años- llevo la vara, el maestro le volvió a preguntar por la oración, Eugenio no supo que decir. Entonces, el maestro cogió el palo y se lo rompió en las costillas. Nunca volvió a clase. Después, con los recuerdos de la infancia, me he preguntado muchas veces si Eugenio tendrá los mismos recuerdos que yo, si tendrá tan idealizada su infancia como yo la mía, si añorará más el pestilente queso americano o los palos del maestro, si los rezos con flores a María de cada trece de Mayo, uno de los pocos días en que podíamos juntarnos niños y niñas aunque totalmente separados, unos a la derecha y otros a la izquierda bajo la atenta mirada del crucificado, Primo de Rivera y Franco, o cuando cantábamos el Cara al sol, Montañas Nevadas, Prietas las Filas, Isabel y Fernando -que mi hermano cantaba con gran disgusto del maestro como Isabel y Fernández-, Yo tenía un camarada o el Viva España, himno con el que arriábamos la bandera los sábados por la mañana y, más tarde, los viernes por la tarde. 

Destrucción física del país, lobotomización de los ciudadanos convertidos de nuevo en siervos, sumisión a la Iglesia Católica, anulación de las posibilidades de desarrollo individual y colectivo salvo que se tuviese enganche con algún preboste del régimen, muerte y exilio

En aquellas aulas sin ningún tipo de calefacción, con frío negro que sólo se mitigaba con los estacazos y las pellizas, nos juntábamos cincuenta críos, y buena parte del tiempo lectivo lo dedicábamos a aprender cosas de religión y hazañas bélicas. Había buenos maestros, algunos buenísimos, pero para quienes nada tenían más que un pequeño bancal y una casita minúscula aquello era un trance insoportable. La mayoría abandonaron los estudios antes de cumplir diez años para ayudar en casa. Después, al comenzar los años setenta, muchos de ellos se fueron a Barcelona, Suiza, Bélgica, Francia o Alemania siguiendo las directrices de quienes se habían ido antes, la mayoría no sólo sin papeles, sino también sin saber leer ni escribir.

Mientras por el mundo andaban los Beatles, los Stones, los Kinks, Hendrix, Dylan, Elvis, Richard, Berry y tantísimos otros, aquí disfrutábamos de los Angelitos negros de Machín, el puto Carro de Escobar o las ñoñerías del Dúo Dinámico que comenzaban a sonar como una letanía interminable entremezclada en los patios de las casas con un toro enamorado de la luna y una tal Juanita Banana. Aquello no daba más de si. La matanza del puerco, hoy tan añorada por muchos, servía para preparar alimentos para todo el año, también para reunir a la familia durante unos días en que las mujeres se mataban a trabajar y los hombres recibían con entusiasmo los embutidos recién hechos para la brasa, los lomos y las migas regadas con tinto malo.

Luego llegaba la mili, donde unos sargentos chusqueros curados en la ingesta pertinaz de líquidos espirituosos, nos hacían hombres negándonos todo lo que un hombre, un zagal, necesitaba para serlo. Entre tanto, más emigración, familias enteras que abandonaban el pueblo sin saber que sería de ellos en el lugar de destino, dispuestos a trabajar hasta que se les cayese el pellejo, sin formación para reivindicar, con todo el temor de Dios para obedecer. Llegué a Madrid en 1977, entrando por el Sur. Naves y naves destruidas, obreros alrededor de un bidón de Cepsa donde habían encendido una lumbre, policía con abrigos grises, porras, fusiles y pistolas, chabolas y más chabolas. Era la capital de España. Muertos, torturados, lisiados, algunos muy amigos, amigos del alma, por pegar un cartel, por acudir a una manifestación, por pedir libertad, libertad de verdad, de la que nace de las grandes revoluciones pasadas que más tarde se plasmaron en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de los que España era no sólo ajena, sino también enemiga feroz. 

Cuando regresó a España por primera vez, Max Aub sintió una terrible decepción. Supo que había grupos de resistencia y llegó a reunirse con algunos de sus miembros, pero lo que observó de verdad es que los españoles vivían bajo el todavía no conocido “síndrome de Estocolmo”. La gente se había acostumbrado a obedecer después de vivir en tragedia permanente, a no hablar de política, a acudir a los oficios religiosos, a contar al cura las cosas que no se contaban a nadie, a chivarse de lo que hacía el vecino, a vivir con temor de Dios. A cambio, el que podía se tomaba una peseta de vino   en la tasca de su calle, paseaba en las fiestas patronales o iba a los toros una vez al año. Obedecer al señorito gandul, al banquero, al párroco, al funcionario, al policía, al sereno, al jefecillo que todo lo contaba al jefe, a no ser, a no existir, a disminuirse hasta confundirse con una masa que caminaba sin rumbo movida tan sólo por la satisfacción escasa de lo primario y por el abrumador silencio cotidiano que sólo rompía un grito de goooolllll!!! desde una radio lejana.

Destrucción física del país, lobotomización de los ciudadanos convertidos de nuevo en siervos, sumisión a la Iglesia Católica, anulación de las posibilidades de desarrollo individual y colectivo salvo que se tuviese enganche con algún preboste del régimen, muerte, exilio, destierro, exterminio ideológico, acatamiento del orden establecido, sanción social y penal a la mujer adúltera aún sin serlo, enaltecimiento del macho irracional y violento, corrupción endémica, sangre, miedo, ceguera, como la de la Gallina Ciega que tan bien nos contó Max Aub. Eso era España y eso es lo que quieren que vuelva a ser quienes desde las opciones de la derecha confunden a España con un bar, al progreso con el desmantelamiento de los servicios públicos para entregárselos a los mercaderes, a esos que anteponen el beneficio al interés general, con el orden establecido e inmutable desde el siglo XIV, con la desigualdad más extrema, con el arriba y abajo, con el ordeno y mando, con el odio, la desvergüenza supina y la pésima educación de quienes se creen con el derecho de tratar a los demás como si fuesen basura. Eso es lo que se juega Madrid en los próximos días, eso lo que de ninguna manera puede volver a asolar España. Y sí, fui un niño feliz, aunque tenía ojos para ver.

Qué tiempo tan feliz