viernes. 19.04.2024

Sísifo nació y vive en España

A menudo, cuando viajo por España me encuentro a Sísifo, agotado, blasfemando, maldiciendo su suerte, ignorante de su pasado y de su futuro.

Cuando Mariano Rajoy llegó al poder en 2011, sólo un 15% de los catalanes eran partidarios de la independencia de Cataluña, hoy lo son la mitad de ellos

Cuenta Homero en la Odisea que Sísifo era uno de los hombres más astutos de Grecia, tanto que además de dedicarse a fastidiar a viajeros para quedarse con sus riquezas con mil tretas, logró evadirse de la muerte en dos ocasiones, llegando a regresar una vez del infierno tras convencer a Hades de que tenía ineludibles asuntos que arreglar en la superficie. Descubierto en sus mentiras, Hades decidió regresarlo al Inframundo y condenarlo a subir una pesadísima piedra por una rampa empinada hasta llegar a la cumbre, cosa que no ha conseguido todavía –pobre Sísifo- porque el designio divino de la piedra era caer en cuanto parecía que el rey de Éfira estaba a punto de cumplir con la misión que le había sido ordenada para alcanzar el descanso eterno. A menudo, cuando viajo por España me encuentro a Sísifo, agotado, blasfemando, maldiciendo su suerte, echando la culpa a los demás, enajenado, ignorante de su pasado y de su futuro, empujando la piedra ladera arriba con la esperanza de conseguir algún día conjurar su condena, aunque en su caída la piedra, una y otra vez, arrase todo lo que encuentre a su paso.

España, como decía Manuel Azaña, ha sido un país eternamente mal gobernado. A pequeños periodos de lucidez y progreso –islotes históricos los llamaba el gran republicano-, sucedían otros atroces en los que los mantenedores de las esencias del pasado cruel imponían su locura y sus atroces intereses al resto de la población sin importarles que cada una de esas imposiciones suponía un terrible retroceso que volvía a colocar al país a los pies de la montaña impidiendo el progreso que merecían y necesitaban sus gentes. Preguntado Ramón Carande por el rasgo más definidor de nuestra historia, el maestro de economistas e historiadores, acordándose de Sísifo, respondió: “Demasiados retrocesos”. Y en efecto, mal gobernados desde que se fueron los romanos, los distintos reinos de España parecieron empeñados –de la mano de Dios- en demostrar al mundo cuán capaces eran de subir las más pesadas piedras hasta las proximidades de las cumbres más altas, y cuán incapaces de mantenerlas allí. Al esplendor aragonés de los siglos XIII y XIV de la mano de los mercenarios almogárabes Roger de Lauria y Roger de Flor, aquellos tiempos en que ningún pez navegaba por el Mediterráneo sin permiso del Rey de Aragón, sucedió la crisis de finales del XIV y el XV provocada por el concepto patrimonialista y medieval de la Corona que tenía Jaume I y por las luchas entre el patriciado urbano barcelonés –que actuaba de facto como una nobleza rentista- y los remensas, siempre utilizados por aquellos para satisfacer su personal beneficio. A la conquista de América protagonizada esencialmente por Castilla, y anhelada después por todos los reinos europeos, y al imperio en el que no se ponía el sol, pese a los avisos de los arbitristas, sucedió la decadencia provocada por el empeño en mantener un imperio europeo en el que Castilla nada tenía que ver y sí los Habsburgo, hipotecando el futuro de unas tierras que prosperaban antes de la llegada de los Austria gracias al comercio de lana. Al enorme esfuerzo modernizador que supusieron las Cortes de Cádiz y la rebelión de todos contra la invasión francesa, sucedió la incapacidad para expulsar de una vez para siempre al rey felón y a toda su dinastía. Al esfuerzo regenerador que culminó con la instauración de la II República y su defensa en solitario por el pueblo contra el ataque nazi-fascista, sucedió –esta vez por causas en buena parte exteriores- la peor dictadura que ha sufrido ningún país de Europa Occidental, la más cruel, la más perniciosa, la más dañina, la más sangrienta, con el apoyo imprescindible de las grandes democracias de Gran Bretaña y Estados Unidos.

Al acabar el franquismo por consunción, las fuerzas políticas herederas de la dictadura y las de la oposición –tal era la correlación de fuerzas, no daba para más después de cuarenta años de terror y adoctrinamiento- decidieron elaborar una constitución que sirviese para articular el futuro del país durante unos años. Se creó el Estado de las Autonomías con la errónea fórmula de “café para todos”, se consagró el país a la economía de mercado dedicando especial atención a la Iglesia católica y se garantizaron los derechos y libertades civiles comunes a todas las democracias, eligiendo un sistema electoral que primaba a los territorios sobre las personas y que, aun siendo proporcional, pretendía la instauración de un bipartidismo atemperado. A estas alturas no se puede negar que la Constitución del 78 cumplió con su papel durante los primeros tres lustros de existencia, quedándose muy corta en la década de los años noventa: El pacto de la transición fue algo coyuntural al que con los años se pretendió dar carácter estructural, y ese fue el error que nos ha traído hasta aquí. Al pactar con los franquistas, el régimen del setenta y ocho pactó también con los modos y usos políticos de la dictadura, con sus esencias ideológicas y con los poderes económicos que florecieron durante ese periodo. Si bien se estableció un régimen de libertades como el existente en los países de nuestro entorno aunque con menos derechos sociales, la escasez de controles sobre el poder político y económico, la difusa división de poderes y, sobre todo, la pervivencia en la primera línea política de los herederos del franquismo posibilitaron que la corrupción –característica principal de la tiranía junto a la represión- se convirtiese en algo sistémico y que se impusiese una idea de España unidireccional completamente contraria a la de la España plural que nos muestra la realidad.

Cuando Mariano Rajoy llegó al poder en 2011, sólo un 15% de los catalanes eran partidarios de la independencia de Cataluña, hoy lo son la mitad de ellos. Rajoy no habría llegado nunca al poder si en los años noventa se hubiese reformado la Constitución para impedir que accediesen a cargos de representación aquellas personas que no condenasen taxativamente la dictadura franquista y si en esa reforma se hubiese reconocido a España como Estado Plurinacional, que es en verdad lo que es. La ficticia prosperidad económica que proporcionó la burbuja inmobiliaria y financiera aplacó el colapso de un sistema que había comenzado a hacer aguas por anquilosamiento y por la aparición en su seno de una Nomenclatura inamovible. Los repetidos ataques del Partido Popular –fundado por Fraga y heredero del franquismo- a Cataluña desde el “Pujol enano habla castellano”, el boicot al cava, el recurso contra el nuevo Estatut o la negativa a negociar la nueva acomodación del país catalán en el Estado nos ha traído a esta encrucijada de la que presumo nadie va a salir bien parado. Y es aquí, de nuevo, cuando aparece otra vez Sísifo ante nuestros ojos, estableciendo una hora de ruta hacia la independencia absolutamente irrealizable por unilateral y milenarista, por engañosa y carente de programa creíble para resolver los problemas de los habitantes de Cataluña, y porque en sí misma, en un mundo globalizado por arriba, no caben las salidas individualizadas o sectoriales por muy feliz que se haya pintado el horizonte. Y aparece Sísifo también en dónde nunca se había ido, en esa España gobernada por el Partido Popular a su imagen y semejanza con un Presidente que anuncia que resolverá el problema aplicando todo el peso de la ley a los disidentes. Otra vez la piedra arriba, otra vez la piedra abajo. ¿Alguien se imagina de lo que sería capaz este país, estos países, si dedicásemos todos esos esfuerzos ímprobos a acabar con los servidores públicos que sólo se sirven a ellos, a desterrar de entre nosotros cualquier vestigio de autoritarismo, de mesianismo y a luchar por el bien común? Yo sí, pero estoy en minoría absoluta.

Sísifo nació y vive en España