viernes. 19.04.2024

Sinvergonzonia a vista de pájaro

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A mediados del siglo XVII, cuando se atisbaba la decandencia del Imperio, Luiz Vélez de Guevara escribió El Diablo Cojuelo, obra satírica y moralizante en la que criticaba la corrupción de costumbres en que vivía la Corte madrileña. Acompañado por el diablo, un estudiante sobrevuela Madrid observando desde los tejados levantados por el demonio como se vivía en los lugares públicos y privados de la ciudad. Hace unas semanas, caminado por el Llano del Espartal de Alicante, oí un ruido y quedé paralizado, aterido de miedo y angustia que no de frío. Tras unos segundos que me parecieron interminables en mi quietud, el mismo diablo que acompañó al joven estudiante madrileño me propuso hacer un viaje por Sinvergonzonia para ver sin ser visto, escuchar sin ser oído, husmear sin ser olido y palpar sin ser tentado. No puedo negar que pese a recuperar algo de temperatura corporal y de pulso vital, montar a lomos de Lucifer no fue una experiencia placentera: Olía mal, hablaba de forma ininteligible y tenía una querencia casi irrefrenable a aterrizar en lugares envueltos en llamas. Además, su risa, lejos de ser contagiosa, producía en mi anima un desasosiego tan grande como aquello que gracias a su ofrecimiento fuimos pudimos contemplar. Por otra parte, como pasó a Fausto con Mefistófeles, el precio a pagar por aquel vuelo fue altísimo: Una vez finalizada la correría, debería comerme en su presencia todos los títulos de posgrado de la Universidad Rey Juan Carlos firmados por un tal Enrique Álvarez Conde, más la totalidad de los títulos académicos salidos de universidades católicas, sin agua, omeprazol ni bicarbonato.

Comenzó el vuelo por una localidad llamada Alsasua, donde en cuestión de segundos pudimos ver como un numeroso grupo de jóvenes linchaban a unos policías de paisano que habían salido a tomar unas copas. También como los jefes del orden estatal calificaron lo ocurrido como terrorismo y como muchos de sus paisanos demandaban en pública manifestación su libertad. No es terrorismo, me dije, en ningún caso, pero es barbarie, es salvajismo, es brutalidad y en cualquier Estado normal del mundo el linchamiento está penado. Atónito, saltamos a Catalunya, y como si de una película se tratara vi el Procès desde su incubación hasta el día de hoy. Un pueblo culto, desarrollado y casi siempre solidario, había reaccionado de modo egoísta y cerril  a una sentencia errónea del Tribunal Constitucional que anulaba gran parte del Estatuto votado por el pueblo. Las soflamas anticatalanas del Partido Popular y de otros grupos de extrema derecha habían encendido una llama que otros se encargaron de llevar a su particular jardín al grito de ¡¡España nos roba, queremos decidir!! Después de una intervención totalmente inadecuada de los políticos catalanes soberanistas y de las fuerzas de orden público, el pueblo que con sus luchas había conseguido en 1919, por primera vez en Europa, la jornada de ocho horas para todo el Estado, convertía en héroe a Carles Puigdemont, discípulo de Jordi Pujol y Artur Mas, dos personajes de la más rancia derecha catalana que aplicaron prácticas poco adecuadas en la administración del dinero público y llevaron a cabo los mayores recortes sociales sufridos por los catalanes desde que existe democracia, de tal manera que ahora mismo Catalunya es la Comunidad con mayores listas de espera hospitalaria de todo el Estado mientras sus gobiernos fomentan el uso de clínicas privadas en un clarísimo atentado a los derechos más fundamentales recogidos en la mismísima Constitución de 1978.

Abandonamos Catalunya, el diablo reía y reía mientras en mi interior crecía una profunda sensación de angustia. Al llegar al País Valencià vi un aeropuerto sin aviones, un circuito de fórmula 1 en el que a lomos de un Ferrari viajaba un tal Francisco Camps -Doctor con una Tesis que nadie puede consultar- y la megalómana ciudadela de Calatrava con la que nadie sabe qué hacer. Dimos un paseo por las calles de las principales ciudades, no sin dificultad, pues para poder andar con un mínimo de cadencia fue menester ir apartando a imputados y sospechosos de malversar fondos públicos que aparecían por  doquier acusando del monumental desfalco sufrido por la Comunidad, que se llevó por delante, entre otras muchas cosas, a las principales entidades financieras autóctonas, a los otros. Tras una larga conversación con Carlos Benavent, autotitulado “yonqui del dinero”, bajamos a Murcia, mi tierra natal desde la división en provincias de España, una región atrasada, con una infraestructura industrial pequeña y un partido que gobierna desde hace lustros, dándose la curiosidad de que cada vez que uno de sus dirigentes políticos ha sido acusado de corrupción, el pueblo ha acudido con más furor a votarle, incluso a sacarle en hombros al grito “acho, polla, pijo”. Sin abandonar el Sur, en un vuelo disparatado que acabó con la vida de cientos  de molinos eólicos -ya se sabe, cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas-,  dimos con nuestros huesos en Sevilla para acudir a las declaraciones de Manuel Chaves en el “Caso ERE”. El prócer que había sido Presidente de la Junta de Andalucía, afirmó, sin sonrojo, no saber nada de donde habían ido a parar unas partidas que tenían que haber aliviado la situación de los trabajadores afectados por despidos o rescisiones temporales de empleo. La verdad es que yo tampoco.

De camino a la capital del Reino, observamos a tres ministros de la Corona y del PP, cantar emocionados aquella poética canción que aprendí en la escuela de mi pueblo en los años sesenta y que decía así: “Nadie en el Tercio sabía, quien era aquel legionario, tan audaz y temerario que en la Legión se alistó. Nadie sabía su historia, más la Legión suponía que un gran doolor le mordía como un lobo el corazón. Más si alguno quien era le preguntaba, con dolor y rudeza le contestaba: Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa de fiera, soy un novio de la muerte que va unirse en lazo fuerte con tal leal compañera...”. Un verdadero canto a la vida, al Ser Humano, a sus valores más universales y, por supuesto, a la libertad que despertó el entusiasmo de mi anfitrión y a mí me puso los pelos como escarpias. De llegada a Madrid, hicimos escala en la Universidad Rey Juan Carlos para preguntar -cuestión gastronómica- por la cantidad de títulos académicos firmados por Conde, quedando aterrorizado al conocer el montante. Nos enteramos de la renuncia de la Presidenta de Madrid a un Máster del que poseía título al parecer en regla. Quise pensar que todo lo que veía, oía y leía era fruto de de la influencia del demonio, porque era imposible renunciar a un título que no se tenía y mucho menos a uno que se tenía, pensando para mis adentros que sólo la Universidad otorgante podría anular un título por ella expedida. Me acordé de Esperanza Aguirre, de Ignacio González, Francisco Granados, López Viejo, Sepúlveda, Rato, Bárcenas y M. Rajoy, de su límpisima trayectoria profesional y política, del bien que han hecho a España, del favor regalado a tantos jóvenes obligándoles a emigrar, de la ley mordaza que permite multar gubernativamente a quien apetezca o encarcelar a raperos, humoristas, tirititeros, jornaleros, actores y otras gentes de vida descuidada. Pensé en Zoido advirtiendo que pitar al himno nacional es una falta muy grave que se perseguirá como Dios manda, en las medallas concedidas a vírgenes y cristos, en la contundencia con que actúa la Ley para lanzar o desahuciar a gentes sin nombre y lo que le cuesta embargar las cuentas de chorizos, sinvergüenzas y malandrines. Vi los hospitales privados construidos con dinero público, los públicos sin personal sanitario suficiente, las escuelas regidas por curas, la pobreza de los barrios de la periferia sur. Contemplé los restaurantes donde se trabaja gratis y con jornada laboral ilimitada, los ciclistas repartidores de pizzas y otros enseres por cuatrocientos euros al mes, los coches oficiales y ese centro de salud y bienestar que es el Senado. Me hablaron del dinero que España gasta en investigar remedios para enfermedades tan terribles como el cáncer, supe que menos que en propaganda oficial. Me enteraron de la barbaridad que paga el Estado por medicamentos de nueva generación o de vieja pero con nombre nuevo pudiéndolos copiar o comprar en La India por cuatro perras y pensé que me había equivocado de país, que este al que me había llevado el Maligno no era España, sino Sinvergonzonia, un triste lugar donde todas las tropelías estaban consentidas, donde ser honrado era un baldón, dónde el mérito era demérito y el amiguismo un blasón. Al llegar a la calle Génova, el diablo tomó su camino. Yo él mío, dispuesto a cumplir mi palabra aunque en ello me fuese la vida.

'Diccionario del franquismo', protagonistas y cómplices (1936-1978), de Pedro L. Angosto, ya a la venta.

Sinvergonzonia a vista de pájaro