jueves. 25.04.2024

El robo y el saqueo, símbolos paradagmáticos del imperialismo

Como todo el mundo sabe, el imperialismo es la fase avanzada del capitalismo en la que todavía nos movemos. Asociamos esa palabra a los siglos XIX y XX, a las dos guerras mundiales, al crecimiento económico de Occidente, al expolio de África, Asia y Latinoamérica,  a la miseria, a la guerra, al hambre, y puede parecer que estamos hablando de algo del pasado, de un periodo histórico que desapareció hace tiempo, sin embargo, nada más incierto: El noventa por ciento de los conflictos bélicos habidos en el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, han sido urdidos, tramados y auspiciados por las políticas imperialistas depredadoras de las grandes potencias mundiales, especialmente por Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. El progreso económico de estos países, no se entendería sin las guerras de explotación, pillaje y expolio que organizaron y organizan en buena parte del mundo pobre. Aunque sean casos tópicos, sirvan como ejemplo los genocidios devastadores perpetrados por las tropas imperiales en Irak, Siria, Libia y el Congo. ¿Motivos para esa sangría interminable que reviste, con alta tecnología mortífera, rasgos de los pasados siglos? A nadie escapan, Irak tiene una de las mayores reservas de petróleo del mundo, Siria y Libia están situados estratégicamente en la ruta de las energías fósiles, y el Congo, tiene la desgracia de ser el principal productor mundial de coltán, mineral imprescindible para que los agraciados con la “lotería” de vivir en el mundo de los privilegios podamos tener ordenadores y celulares, un privilegio que ha costado ya la muerte de más de cinco millones de personas, claro que para la mayoría de los buenos ciudadanos del primero de los mundos, cinco millones no quiere decir nada, ni tiene siquiera que ver con personas, es una cifra más, una cifra sin ojos, sin sonrisas, sin lágrimas, sin mutilaciones, sin angustias, sin dolor, sin muerte. Se pasa la hoja del periódico y a otra cosa, que uno tiene muchos problemas con la configuración del ordenador y con el móvil bloqueado para que le vengan ahora a darle la murga con no se cuantos millones de asesinados. Total, son moros y negros y a mí me importa un bledo de dónde vengan los componentes de mi móvil, lo que quiero es tener uno y que funcione; y a mi me importa un higa de dónde venga el petróleo, lo que quiero es que mi coche tenga toda la gasolina que necesite. En fin, el imperio sigue utilizando los mismos métodos que siempre usó para estar en lo alto de la pirámide, aunque en los estratos inferiores sólo haya montañas de cadáveres.

Pero, aparte de lo expuesto, queríamos incidir un poco en una parte del imperialismo no suficientemente denunciada: El expolio cultural. Hace unos años se reabrió el Museo de Bagdad, un museo que guardaba los tesoros mesopotámicos que los ingleses no robaron mientras fueron dueños del país. Los robados yacen hoy en el Museo Británico, que más que un centro de difusión cultural es la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones, un inmenso almacén dónde se guardan obras de arte robadas en todos los países del orbe y que, por tanto, deberían ser inmediatamente devueltas a sus naturales dueños, pues los ladrones no se conformaron con llevarse sus riquezas naturales, con asesinar a miles y miles de personas inocentes, además quisieron arrebatarles su pasado, su historia, el legado de sus antiguas civilizaciones. Quienes conocían el Museo de Bagdad, lo han visto después de su reapertura y han tenido la valentía de hablar con un mínimo de ecuanimidad y sensibilidad, han mostrado su indignación ante lo que han visto, mejor dicho ante lo que no han visto, pues una parte considerable de sus tesoros han desaparecido de las vitrinas y en su lugar han colocado piezas de almacén y réplicas. Los originales todo el mundo sabe dónde están, esperando a que el tiempo obre el milagro del olvido para que puedan aparecer en museos públicos y privados de las potencias invasoras.

No es este un hecho nuevo, todos sabemos lo que hicieron las grandes naciones “modernas” en Egipto, Irán, Siria, India, Tailandia, México, Perú, Chad, Nigeria y tantos otros países. Empero hay un caso sangrante que por increíble podría simbolizar a todos los demás: El robo de los frisos y metópas del Partenón  por Gran Bretaña. En 1801, el cónsul británico en Atenas, Thomas Elgin, de acuerdo con las autoridades otomanas bajo cuyo poder estaba Grecia, se llevó para su país casi la mitad de los relieves que Fidias hizo para decorar la parte alta del majestuoso edificio, símbolo de una de las etapas más esplendorosas de la Antigüedad. No le importó nada al nuevo corsario el destrozo que causaba, el daño que hacía a la historia, al acerbo cultural de la Humanidad, a Elgin sólo importó tener una placa en el Museo Británico, ser condecorado por un rey o una reina, ser un verdadero patriota al servicio del engrandecimiento de su país. Empero, Elgin, se equivocó, porque quienes conocemos su nombre y su obra, como la del país que fue capaz de amparar un atropello de ese calibre, sabemos que sólo fue un ladrón, un ladrón de tamaño descomunal, pero al fin y al cabo, un ladrón, un chorizo, un mangante, un filibustero de la peor calaña. Han pasado los años, los siglos, los países se han ido conformando con arreglo a nuevas leyes, se han dado instrumentos para, en teoría, armonizar las relaciones internacionales, sin embargo, los frisos y metopas de Fidias siguen siendo el principal atractivo de ese museo que se llama británico pero que no tiene nada de tal, sino que es uno de los principales baluartes del expolio imperialista mundial.

La monarquía borbónica española, como tantas otras, consintió que una parte de los cuadros robados por Napoleón del Museo del Prado fuesen a parar a los museos nacionales ingleses en calidad de regalo o a los franceses en calidad de bienes robados no reclamados; que la Venus del Espejo de Velázquez, que había pertenecido a Carlos IV antes de regalársela a Godoy, fuese vendida por un noble español a otro británico por una cantidad ridícula; que vigas y puertas de la Alhambra de Granada y la Mezquita de Córdoba estén repartidas por diversos museos europeos y norteamericanos; que varios conventos románicos fuesen desmontados piedra a piedra y llevados a Nueva York; que uno de los patios más bellos del renacimiento mundial, el del castillo de Vélez Blanco, esté en el Metropolitan, que curas y nobles hayan enajenado una parte considerable de nuestro patrimonio, y lo sigan haciendo –véase lo ocurrido hace unos años en Caravaca, Murcia, con el monasterio de San José, fundado por Teresa de Ávila en 1576, expoliado y enajenado por las monjas carmelitas, sector reconstituido, a una inmobiliaria sin que las autoridades locales y autonómicas movieran un dedo para evitarlo-, en fin, cosas propias de un país culturalmente subdesarrollado y subyugado por unas clases dirigentes que con sus actos hicieron bueno el aserto de Samuel Johnson:  “El patriotismo –podríamos añadir la religión- es el último refugio de los canallas”. Empero, el robo de los frisos y metopas del Partenón, símbolo verdadero, con todos los peros que se quieran, de la civilización occidental en su grado superlativo, no fue el resultado de la pésima y malvada gestión de los gobernantes griegos, sino de los acuerdos entre un país “civilizado occidental”, el Reino Unido, y un país “civilizado oriental”, Turquía, sin que el pueblo griego tuviese nada que ver en la monumental rapiña.

Europa se dice hoy unida. De ella forman parte Gran Bretaña y Grecia. No puede haber unidad ni progreso ni civilización mientras un país usurpador como el Reino Unido siga exhibiendo en las vitrinas de sus museos los relieves que esculpió el gran Fidias y que tienen su lugar natural en el país que los vio nacer, en el  edificio para el que fueron hechas o, en su defecto, en el museo que se ha hecho en la Acrópolis ateniense para protegerlas de la contaminación. Mientras perdure esa situación anómala, tipificada en los códigos penales de todos los países, Europa será lo que son los países que han vivido y viven de los demás, un refugio de pillos, vivos y truhanes sin ideales ni moral.

El robo y el saqueo, símbolos paradagmáticos del imperialismo