El movimiento burgués catalán ha puesto de manifiesto, una vez más, que Europa va a la deriva, que camina con botas de siete leguas hacia modelos políticos cada vez más insolidarios, unívocos y excluyentes
Es cierto que en Catalunya, a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional contra el nuevo Estatut, fue fraguándose un movimiento de animadversión contra los promotores de aquel recurso que con el tiempo llevó a muchos a identificar esa agresión, ese problema, con una supuesta incompatibilidad con España, con el resto de los ciudadanos de España, criaturas poco preparadas, mansas e incapaces de valorar y reconocer las señas de identidad propias del País Catalán. Nos hallábamos inmersos –todavía lo estamos y va para largo- en una de las peores crisis económicas desde el franquismo, una crisis que dejó a millones de personas sin ingresos, sin posibilidades de volver a trabajar y en manos de los depredadores financieros. Ante tal situación los gobiernos presididos por Mariano Rajoy, principal constructor del autoritarismo castizo, y Artur Más, principal urdidor del procès, decidieron que había que seguir las recetas ultraliberales dictadas por el Fondo Monetario Internacional y someter a los españoles, incluidos los catalanes, a un shock traumático que les dejara patidifusos para muchos años. Sin ningún tipo de vacilación, ambas administraciones, como si actuasen al dictado de una misma autoridad superior, procedieron a efectuar recortes salvajes en Sanidad, Educación, Dependencias y demás servicios públicos básicos, procediendo posteriormente a aprobar una reforma laboral que convertiría en eventuales a la mayoría de los trabajadores hispanos. Se iniciaron las protestas, algunas, como las protagonizadas por las mareas educativas, sanitarias o los yayoflautas, multitudinarias y persistentes en el tiempo, pero que fueron diluidas porra en mano por las fuerzas de seguridad del Estado y los Mossos d’Esquadra siguiendo órdenes estrictas de sus superiores. Si violentas e inaceptables fueron las cargas policiales del 1 de octubre en Barcelona y otros lugares de Catalunya, no lo fueron menos las que protagonizaron los Mossos en los mismos escenarios para reprimir las protestas contra los recortes o por la policía del Estado para acallar a quienes lo mismo decían en el resto de España.
La crisis, qué duda cabe, ha sido mucho más dura en aquellos territorios que disponían de menos recursos, que eran más pobres, que venían de un atraso secular, pero afectó a todos y fueron, en muchísimos casos, los abuelos quienes abrieron sus casas, sus pequeños ahorros y sus menguados ingresos para acoger a hijos y nietos abandonados por los “mercados” y por un Estado –del que también formaba parte la Generalitat- que prefería mirar para otro lado mientras la miseria se adueñaba de las vidas de un porcentaje altísimo de la población, de una población tan castigada que ni siquiera tiene derecho a decidir que comerán sus hijos al día siguiente. Fue en ese contexto donde nacieron las leyes más autoritarias de las elaboradas por el Gobierno Rajoy, no para combatir una hipotética secesión, sino para domeñar por la fuerza bruta los más que posibles estallidos sociales que la recesión y las políticas neoliberales producirían. Empero, erraron, y no fueron, como había ocurrido otras veces, los más pobres, los que sufrían la crisis de un modo más formidable, quienes decidieron echarse a las calles para poner al Estado contra las cuerdas, sino un amplio sector de la burguesía, de las clases medias catalanas, convencidas de que España nunca les dejaría ser, de que España no sabría reconocer nunca la valía de Catalunya, su cultura, su forma de ser, sus potencialidades. La España pobre se había convertido, por obra y gracia de la crisis y las políticas destructivas aplicadas a ella, en una rémora, en algo inasumible, en un lastre para unos y otros. Mientras Rajoy había preparado toda una batería de leyes y disposiciones encaminadas a contener la rabia de los pobres, Artur Mas y los suyos se inventaban el Procès, acogiendo bajo su paraguas a todos aquellos que se sentían agraviados por la sentencia del Constitucional y a quienes habían sido perjudicados por el decaimiento de la economía y la corrupción sistémica, sin tener en cuenta que el partido de Mas era, en lo económico, tan reaccionario como el de Rajoy, y tan corrupto el partido de uno como el del otro, pues ambos habían creado amplísimas redes clientelares para las era menester acopiar ingentes cantidades de dinero fuese cual fuese su procedencia. Del tal modo fue esto así, que, pese a su terrible pasado contra el pueblo, una parte del pueblo catalán fue capaz de seguir a los herederos de Jordi Pujol para buscar su propio paraíso particular, y una parte considerable del pueblo español, también transversal, con ricos y pobres, con profesionales y parados, con conscientes y manipulados, continuaron dando vida a un partido de medianas convicciones democráticas y mucha certidumbre en la defensa de sus intereses personales y de clase.
Llegados a este punto, nos encontramos con un Gobierno central de clase, con clara tendencia al autoritarismo y ninguna política social para con los más desfavorecidos, y con un Gobierno catalán cesado, que no puso en marcha ninguna medida contra la pobreza y la exclusión, que recortó como el que más, que también utilizó la fuerza bruta contra los protestantes y que encabeza una revuelta en la que tampoco cuentan para nada los pobres, los desfavorecidos, los excluidos, ni los que no tienen futuro porque no tienen bandera que les acoja.
Momento incierto pues, días aciagos estos en los que los ricos, los poderosos, los privilegiados de la vida, se aferran a los poderes para quitarse de en medio esa pesada carga que son quienes fueron arrojados al estercolero de la vida por los “mercados”, a los “mansos” que llevan años viviendo en la casa de sus padres o de sus abuelos compartiendo sesenta metros cuadrados y quinientos euros al mes, soportando la humillación constante de creerse inútiles, inservibles, desahuciados, desesperados, sin resuello, sin nada que dar a nadie, ni siquiera a los seres que crearon con la idea de que algún día fuesen medianamente felices, sabedores de que ningún partido se ocupará de ellos ni alzará la bandera de los desheredados para mandar al quinto infierno a los adoradores de las naciones y la insolidaridad.
El movimiento burgués catalán ha puesto de manifiesto, una vez más, que Europa va a la deriva, que camina con botas de siete leguas hacia modelos políticos cada vez más insolidarios, unívocos y excluyentes, también que la izquierda, que tiene una ocasión de oro para reubicarse en el panorama político, está haciendo un ridículo espantoso al imbricarse en movimientos nacionalistas que no sólo le son ajenos, sino abiertamente contrarios a sus ideas fundacionales y a su razón de ser. Señores de la izquierda, en Europa hay una guerra de clases, los ricos, los poderosos son los que se rebelan, los pobres callan, ¿ustedes dónde están y a qué juegan? ¿Es hora ya de despertar de la siesta o esperamos a que todo esté hecho añicos?