jueves. 28.03.2024

Retorno al campo: Tímido cuento de Navidad

almendros

Uno de los pocos instrumentos que tiene España para combatir la desertificación es volver a la agricultura tradicional, a los cultivos tradicionales, apoyar a los hombres que viven, trabajan y comen del campo

En un precioso artículo sobre Jijona y el turrón, Gabriel Miró, con ese castellano limpio, puro, inimitable, llevaba a Sigüenza por las montañas que rodean a la capital mundial del turrón. Enamorado del paisaje de su tierra, pero especialmente de los almendros, algarrobos y olivos, temeroso de que el hombre se llevase la armonía y el silencio secular, Sigüenza sale de Alicante, atraviesa su huerta, la Santa Faz, San Juan, Muchamiel y Jijona: “Ya las montañas remotas–escribe el inmenso poeta alicantino-, tan cristalinas, tan delicadas, se presentan a nuestro lado poderosas, pardas, desolladas por el hombre, arboladas en lo blando y generoso de sus laderas abiertas por la rota espada del camino. Los almendros, los algarrobos, los olivos, los sembrados se crispan cansadamente en las inmensidades. Ya el campo se torna fragoso, umbrío...” Sigüenza va descubriendo la huerta, el mar, los lugares de recreo veraniego de la burguesía, las montañas inmaculadas y aquellas a las que el hombre heroico del campo ha arrancado bocados para llenarlos con sus manos de árboles cuyo fruto luego servirá para elaborar el delicioso dulce que antes de Navidad Sigüenza compra para acompañar la alegría y la tristeza de esos días.

Las montañas de Alicante, aterrazadas hasta el infinito por hombres de carne y hueso que semejan titanes, muestran hasta qué punto naturaleza y agricultura son complementarias cuando existen agricultores que aman la tierra y saben como obtener de ella sólo lo que ella puede dar. El almendro, el cereal, el olivo, la vid y el algarrobo han conformado el paisaje rural alicantino y buena parte del español. Ya Sigüenza, al contemplar algunas construcciones diseminadas, presagiaba cambios que quizá nunca imaginó hasta donde romperían el silencio que tanto amó, el paisaje que tanto veneró.

Si la presión urbanística desmedida –en tiempos de graves cambios climáticos- destruyó nuestro paisaje, la armonía y la belleza de que hablaban, extasiados, Miró y Sigüenza, expulsando a miles de pequeños agricultores y llenándolo todo de hormigón y basura -¡gracias, Sr. Aznar!-, lo mismo está ocasionando la Política Agraria Común. De siempre, España ha sido un país mayoritariamente seco, de ahí que nuestros ancestros –después de muchos experimentos fracasados- optasen por plantar árboles xerófilos, árboles que fuesen capaces de soportar largos periodos sin recibir del cielo más que inclemencias, de ahí que cultivasen cereales o vides en las grandes extensiones y sólo aprovechasen para hortalizas las vegas que rodeaban a los pequeños ríos cerca de las ciudades. Como se ha demostrado en el Amazonas, las tierras selváticas deforestadas no sirven para explotaciones agrícolas intensivas, quedando al cabo de pocos años  reducidas a desiertos donde no crece ni la más triste de las hierbas. Del mismo modo las tierras alicantinas, las tierras de las dos terceras parte de nuestro país sólo sirven para los cultivos tradicionales, son tierras calizas en su mayoría, ricas en potasio pero carentes de los oligoelementos y del agua necesaria para otras alternativas. La persistencia de los almendros, de las viñas, de los olivos, de los algarrobos, de las encinas, no es ya una cuestión estrictamente agrícola, es una cuestión ecológica de interés estatal.

Todas las previsiones salidas de las reuniones de París, más las que recientemente ha hecho públicas el Ministerio de Medio Ambiente, aseguran que en los años próximos lloverá menos y hará más calor. Sin embargo, las autoridades europeas parecen tener mucho interés en que se sigan arrancando viñas, olivos y almendros cuando son ellas mismas las que un día y otro advierten del alarmante aumento de la desertificación peninsular. Evidentemente es una política errónea y contradictoria, pues uno de los pocos instrumentos que tiene España para combatir la desertificación es volver a la agricultura tradicional, a los cultivos tradicionales, apoyar a los hombres que viven, trabajan y comen del campo, pues son ellos quienes mejor pueden enfrentarse a un futuro más que incierto. Una política agraria consecuente tendría que apoyar a esos hombres, como agricultores y como cuidadores del medio natural. La retirada progresiva de subvenciones, auspiciada por la dictadura del mercado y por la ampliación de la Unión europea, ha expulsado de la agricultura a miles de personas cuando ya eran pocas las que quedaban, provocando que hoy los campos de Gabriel Miró y Sigüenza semejen eriales donde yacen los restos retorcidos y desgarrados de los árboles que un día fueron plantados y replantados por el tesón de los hombres de la tierra, eriales que, como el toro estoqueado y moribundo, esperan la puntilla de manos de cualquier especulador.

Es preciso replantearse la política agraria comunitaria, necesario que se creen las condiciones precisas para que el campo atraiga de nuevo, para que el campo vuelva a estar habitado por sus naturales cuidadores, que no son otros que los pequeños agricultores que aman la tierra. Sólo así, podremos poner coto a la herencia del desmadre urbanístico, sólo así recuperar el paisaje perdido, agonizante. Con la que parece se nos viene encima a causa del cambio climático causado por la desastrosa acción del hombre depredador, sólo un plan racional de reforestación y el apoyo a los cultivos tradicionales puede poner puertas al desierto: Pese a las intensas lluvias que han asediado el Levante español, el desierto sigue ganando la partida, urge plantar árboles, millones de árboles, y cuidarlos con mimo en todas las tierras que no sean altamente productivas si queremos que la vida siga en los territorios devastados por el urbanismo especulativo propiciado por el Partido Popular y por un clima cada vez más agresivo, si deseamos que Gabriel Miró y su amigo Sigüenza vuelvan de nuevo a caminar por los castigados paisajes que un día fueron bellos.

Retorno al campo: Tímido cuento de Navidad