viernes. 29.03.2024

La patria del hombre es la humanidad

PATRIA

Los esclavizamos, les robamos, violamos a sus mujeres y a sus niños, quemamos sus casas, bombardeamos y minamos sus tierras, contaminamos su agua, colocamos en sus palacios presidenciales a bestias serviles que se enriquecen a costa del hambre de sus pueblos pero que obedecen sin rechistar al amo occidental, destruimos sus selvas, reventamos a balazos a sus elefantes, hipopótamos y leones, ¿y todavía queremos que se queden allí?

El 28 de marzo de 1939, cuando sólo faltaban cuatro días para que los fascistas proclamasen que habían ganado la guerra que provocaron, miles de personas se amontonaban en el puerto de Alicante, humilladas, desesperadas, destruidas. En los días previos, el Gobierno de la República había acordado con diversos armadores que acudiesen a los puertos valencianos para rescatar al mayor número posible de personas. La mayoría de ellos, presionados por las autoridades de sus respectivos países, se negaron a cumplir lo acordado y dieron la vuelta hacia su lugar de origen antes de fondear en puerto alguno. En el puerto de Alicante, al mando del capitán Archibald Dickson, se encontraba el carguero Stanbrook, un buque de mi cuatrocientas toneladas que iba a ser cargado con productos hortofrutícolas. Desoyendo las órdenes de su compañía naviera, el capitán Dickson, al ver la enorme multitud que llenaba el puerto alicantino, decidió cambiar naranjas por personas, ordenando a la tripulación que entrasen tantos refugiados en el barco como cupiesen. Así se hizo y el barco viajó hasta Orán escorado hacia un lado y por debajo de la línea de flotación. El capitán Archibald Dickson moriría seis meses después en el Mar del Norte al ser hundido su barco por torpedos alemanes procedentes de un submarino que ya había combatido contra la II República en aguas españolas. Dickson será recordado eternamente por que antepuso su condición de persona, de ser humano a la de marino y a la de mercader, de sus jefes desconocemos los nombres, se han perdido para siempre en el estercolero de la historia.

Desde que el neoliberalismo se impuso en el mundo, desde que ocupó el corazón de Europa, el autodenominado “viejo continente”, comenzó a perder el alma, vendiéndosela a Mefistófeles a cambio de alargar unos cuantos años más la decadencia que inexorablemente imponen las políticas austericidas. Pudo Europa, los hombres y mujeres de Europa, haber reflexionado sobre su pasado, sobre el daño que a lo largo de los siglos infringieron a millones de seres humanos y haber sacado conclusiones recordando a quienes también desde entonces comenzaron a hablar de humanismo, democracia y derechos humanos. No lo hizo y prefirió atar sus destinos -de la mano del caballo de Troya británico- a los de Estados Unidos, un gran país que no ha conocido la paz desde que nació, que no ha dejado de matar desde que izó su bandera en lo alto del Capitolio. A las órdenes de un patán miserable -G. Walker Bush-, Blair, Aznar y Barroso declararon la guerra a Irak y a todos los territorios del Oriente donde nace el petróleo, esa maldición que está destruyendo el planeta y ocasiona la muerte de millones de personas para enriquecer a unas cuantas familias medievales, esa maldición que en la actualidad podría ser sustituída sin mucho esfuerzo por energías renovables compatibles con los ecosistemas si no fuese porque en el mundo siguen mandando animales bípedos como Trump, Rajoy, Soria -el del impuesto al sol que hoy parece estar en el paro pero cobrando del Erario-, el fascista amigo de Puigdemont Matteo Salvini, May, Ader, Putin o Macri.

No contentos con asolar Irak, los mandatarios más miserables del planeta -entre los que se encontraban muchos dirigentes de países europeos- decidieron aniquilar Siria, Libia, Yemen, Afganistán y cualquier otro país que no se sometiese al ordeno y mando occidental mientras ponían alfombra de terciopelo a los jefes de las dictaduras medievales de Arabia Saudí y Emiratos Árabes, mientras cargaban el zurrón bélico de Israel con toneladas de armas de destrucción masiva adornadas con una formidable patente de corso que le permitía asesinar palestinos a destajo sin la menor protesta de los “civilizados”. Pues bien, quienes por millares acuden a Europa desde los países del otro lado del Mediterráneo -hoy Mar de los muertos-, no lo hacen por gusto ni porque odien a sus padres o a su tierra, lo hacen porque Europa y Estados Unidos han destruido sus hogares, sus haciendas, sus medios de subsistencia, porque han visto como bombas criminales arrojadas desde aviones que no veían han llenado sus países de sangre arrebatándoles padres, hijos, hermanos y amigos, porque no queda un palmo de tierra sin pólvora, una casa sin metralla o una materia prima sin robar. Desde el petróleo al coltán -tan necesario para los móviles que nos convirten en autómatas imbéciles-, desde los diamantes al gas natural, desde el oro hasta la madera, casi todo lo que hace que Occidente funcione proviene de esos lugares condenados desde que a los Dioses les dio por montar su casa allí. El trozo más rico de la tierra, el que más materias primas aporta al mundo, es, en virtud de la colonización y la guerra, el más pobre el mundo, el más castigado, el más masacrado sin que los altos mandatarios del mundo vean todavía llegada la hora de reflexionar, pedir perdón y reparar el inmenso daño hecho desde que el hombre blanco puso sus garras en el paraíso. 

Los esclavizamos, les robamos, violamos a sus mujeres y a sus niños, quemamos sus casas, bombardeamos y minamos sus tierras, contaminamos su agua, colocamos en sus palacios presidenciales a bestias serviles que se enriquecen a costa del hambre de sus pueblos pero que obedecen sin rechistar al amo occidental, destruimos sus selvas, reventamos a balazos a sus elefantes, hipopótamos y leones, ¿y todavía queremos que se queden allí? ¿Tenemos algún derecho, hay alguna ley humana que les impida huir del infierno y buscar el mínimo de felicidad a que tiene derecho cualquier persona independientemente del lugar donde haya nacido, su sexo, raza, cultura o condición social? Parece ser que sí, que si tenemos ese derecho, que si existe esa ley porque así lo piensan millones de ciudadanos de Dinamarca, Italia, Gran Bretaña, Francia, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Alemania, Suecia, Noruega y España, millones de ciudadanos que no quieren que su magnífica raza se vea mancillada por los oscuros, que sus costumbres superiores se vean modificadas por desgraciados que apenas tienen otro objetivo que sobrevivir, que sus hijos tengan descendencia con ellos dejando una mancha imborrable en el magnífico árbol genealógico que parte de Haakon el Bueno, Wifredo el Pelòs, Pelayo, Roland o Íñigo Arista. Sí, porque en Europa, ahora somos xenófobos y racistas, salvo que el extranjero no sea pobre y vaya derramando dólares y euros en cantidad tal que le permitan comprar almacenes Harrods con un telefonazo. Sin embargo, y por suerte, España parece haber comenzado a cambiar -aunque en el subsuelo sigan reinando enromes cantidades de odio y de inhumanidad-, y es desde nuestro país que se han mandado un mensaje claro al resto de Europa: Esos que viajan en el Aquarius, son personas exactamente iguales que nosotros, mucho más valientes y generosas, y tienen derecho a vivir entre nosotros en tanto en cuanto no seamos capaces de reparar todo lo que hemos destruido en sus países de origen para que puedan vivir allí con dignidad. Por primera vez en mucho tiempo, una decisión, un gesto que nos honra como país.

La patria del hombre es la humanidad