martes. 19.03.2024

¿Para qué sirve un viejo?

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En 1973 Richard Fleischer estrenó la película distópica Soylent Green, proyectada en España con el título de Cuando el destino nos alcance. Basada en la novela de Harry Harrison ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, la película describe la situación del mundo tras un periodo de crecimiento económico y demográfico espectacular que dejó de lado las preocupaciones medioambientales y humanas. En un planeta en extremo contaminado, recalentado y poblado, con una minoría de ricos que maneja todos los resortes del poder y disfruta de un bienestar policial, y una inmensa mayoría de la población empobrecida y reducida a la mínima expresión vital, los gobiernos deciden que al llegar a una determinadad edad -recuerden a la jefa del Banco Centra Europeo y antes del FMI Christine Lagarde- las personas mayores deben morir. Se les lleva a una sala de cine, se les da una pastilla y se proyectan sus recuerdos más felices en una enorme pantalla de cine. La muerte llega lenta y dulcemente mientras la Pastoral de Beethoven suena como despedida final. Posteriormente, los cadáveres son retirados de la sala de cine y transportados a una factoría donde los convierten en galletas para alimentar a las masas harapientas que amenazan con asaltar los palacios de invierno de los ricos del mundo.

La película causó un enorme impacto en los jóvenes de finales de la década de los setenta del pasado siglo, sin embargo vista hoy, podría tener otras lecturas. Sin ir más lejos, pienso que esa muerte, tal como sale en la película, no sería tan terrible para personas con enfermedades terminales que así lo decidieran en lugar de los procesos traumáticos que todavía se emplean para alargar la vida cuando ya no existe porque el dolor ha vencido. Tampoco es hoy un film distópico en muchos aspectos porque aquello que veíamos como una barbaridad en aquel tiempo es hoy realidad en muchas partes del mundo: Una minoría cada vez más rica y desaprensiva domina los flujos de capitales, impone las políticas económicas, las guerras y las paces y, por qué no decirlo, los gobiernos que para subsistir han de plegarse a sus exigencias. Mientras tanto, al calor de la globalización un porcentaje cada vez mayor de la población se está empobreciendo, incluso en los países desarrollados, dónde las bolsas de pobreza ya no se localizan en determinados barrios marginales sino que se han extendido por buena parte de las ciudades sin esperanza: El capitalismo, los da por amortizados.

Los viejos sirven para quererlos, para amarlos, para admirarlos, para aprender de ellos, para saber que es la vida y en que consiste, y, sobre todo, para que puedan vivir con dignidad hasta el último día de sus vidas

Durante las últimas décadas, la forma de ser y pensar del americano medio se ha extendio a medio  planeta: Sólo vale quien triunfa, quien es competitivo, quien no tiene problemas para tomar las decisiones necesarias para lograr el éxito, quien no se detiene ante el sufrimiento ajeno. Los demás tienen bastante con sobrevivir con las sobras, con la beneficencia. Según ese darwinismo social que tanto impregna a las sociedades actuales, ni los viejos, ni los enfermos, ni los desgraciados tienen más derechos que los que han sido capaces de buscarse a lo largo de su vida. El sistema ofrece oportunidades para todos, están ahí para cogerlas, sólo los inútiles, los mansos, los disminuidos, los locos o los débiles mentales que piensan en lo común tanto como en lo personal, quedan descolgados de ese sistema perfecto que premia a los fuertes y a los esforzados y castiga a los zánganos y dubitativos.

Dentro de ese esquema, los viejos forman parte del grupo de inútiles a los que hay que mantener porque sus habilidades físicias e intelectuales han menguado. No sirven para producir ni para especular y, recordando otra vez a Christine Lagarde, son una carga para el sistema capitalista, que ante el aumento de la esperanza de vida está pidiendo a gritos bien una solución como la de la película de Fleischer, bien una dramática siega de las prestaciones por jubilación, cosa que desde luego no tendrán que hacer ni en Estados Unidos ni en Chile, países donde no existen las pensiones públicas. 

Se considera al viejo como una mercancia deteriorada, como una maquinaria obsoleta e inservible, como una fuente inagotable de gastos. Sin embargo, los viejos son la vida, la expresión más noble de la batalla contra el tiempo, de la resistencia del hombre a las leyes inhumanas de los mercados. Durante muchos años nos hemos olvidado de los viejos, aunque se nos llene el corazón de amor cada vez que nos acordamos de nuestros antepasados vivos o fallecios, la realidad es que cada vez más viejos son apartados de la vida para recluirlos en residencias sanitarias que no son otra cosa que aparcamientos donde se les deja con los de su edad para que juntos esperen a la muerte, mientras de domingo en domingo se pasa la familia para ver como va la cosa antes de ir al campo o a comer a un restaurante. El viejo ha sido considerado como un estorbo. Ese alejamiento egoísta, propiciado tanto por el trabajo de los hijos como por la comodidad, nos ha explotado en la cara con la pandemia que se los está llevando como si estuviesen condenados por alguna plaga bíblica de las que tanto oyeron hablar cuando los sermones infernales de los curas eran  de obligatoria escucha.

Pero no, no ha sido una plaga bíblica la causante de tanta muerte en soledad, de tanta desgracia, sino la dejadez humana, la entrega de un segmento tan esencial de los cuidados a las personas que más los merecen y los necesitan a empresas que sólo buscaban el beneficio sin importarles una mierda el bienestar de los viejos que tenían bajo su protección. El Gobierno Zapatero implantó en España una Ley de Dependencias que habría solventado esa incuria de haber contado con financiación suficiente. Nadie, o casi nadie, quiere dejar su casa, ni aun en los casos en que los años  hayan hecho más mella. La casa de uno es su santuario y allí están todos los recuerdos revoloteando como mariposas que todavía hacen soñar. La Ley de Dependencia pretendía que nadie abandonara su casa y en ella recibiese los cuidados necesarios en esa última etapa de la vida. El Gobierno Rajoy decidió dejarla sin fondos mientras crecían las residencias-aparcamiento gestionadas por empresarios de la construcción, del metal o de cualquier otra industria con ganancias suculentas. Florecieron cientos de resindencias, de asilos sin las más mínimas medidas higiénico-sanitarias, se relajaron las inspecciones y las medidas de control por parte de las Administraciones autonómicas y  el virus, de por sí terrible, encontró en ellas un lugar donde prosperar. Las tres cuartas partes de los asilos existentes en España pertenencen a empresas con ánimo de mucho lucro, muchas de ellas concertadas, es decir sostenidas con ingresos públicos. De lo que está sucediendo estos días en ellas deberíamos aprender la inmensa lección de que hay cosas que no se pueden dejar a la iniciativa privada, entre ellas el cuidado de nuestros mayores, de aquellos que lo dieron todo por nosotros y que merecen todo nuestro cariño, toda nuestras atención y el más profundo de los respetos. Esto no es, ni debe ser, Soilent Green. Los viejos sirven para quererlos, para amarlos, para admirarlos, para aprender de ellos, para saber que es la vida y en que consiste, y, sobre todo, para que puedan vivir con dignidad hasta el último día de sus vidas.

¿Para qué sirve un viejo?