jueves. 28.03.2024

Montesquieu, Marx y la decadencia de la democracia del S. XXI

democracia

“Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”, Montesquieu


No creo que descubra nada al afirmar que la División de Poderes de que hablaba Montesquieu basándose en Locke y otros filósofos anglosajones, está siendo dinamitada en toda Europa, pero de un modo especial en España

Las luces de la razón y la libertad, que llevaban revoloteando por Europa desde el Renacimiento, propiciaron la aparición de los Enciclopedistas franceses en el periodo de máxima decadencia de la monarquía absoluta. Diderot, D'Alambert, Turgot, Quesnay, Rousseau, Voltaire, Montesquieu y hasta ciento sesenta especialistas en las distintas ramas del conocimiento quisieron recopilar en una monumental obra, de forma crítica y asequible, todo el saber producido por la humanidad hasta entonces. De aquel esfuerzo titánico salieron los fundamentos que darían lugar a la Revolución Francesa: División de poderes, soberanía nacional y popular, laicismo, divulgación de la cultura,  derechos humanos, libertad, igualdad y fraternidad. Fue Montesquieu quien en uno de sus ensayos más celebrados -El espíritu de las leyes- elaboró la célebre teoría de la división de poderes como base primera de la democracia: “Cuando el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo se reúnen en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza porque puede temerse que el Monarca o el Senado hagan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiránicamente. No ha libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo. Si no está separado del Poder Legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos, como que el juez sería legislador. Si no está separado del Poder Ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor. Todo se habría perdido si el mismo hombre, la misma corporación de próceres, la misma asamblea del pueblo, ejercieran los tres poderes: el de dictar leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o los pleitos entre particulares...”. Para evitarlo, Montesquieu proponía un sistema de pesos y contrapesos, de poderes y contrapoderes que obligasen a cada uno de ellos a controlar al otro respetando su campo de actuación. El Legislativo elaboraría las leyes, el Ejecutivo gobernaría de acuerdo con ellas, y el Judicial resolvería las querellas entre los dos y entre particulares, debiendo ser elegido o destituido en caso de delito  por mayoría cualificada del primero.

No creo que descubra nada al afirmar que la División de Poderes de que hablaba Montesquieu basándose en Locke y otros filósofos anglosajones, está siendo dinamitada en toda Europa, pero de un modo especial en España, país donde la mayoría absoluta de un partido o el acuerdo con otros para tenerla permite al Ejecutivo ejercer un dominio absoluto sobre el Congreso y el Poder Judicial, y eso, tal como decía el filósofo francés en el siglo XVIII, la concentración de poderes en una sola persona o ente, no es democracia sino tiranía: En la actualidad, bajo el Gobierno del Partido Popular, Mariano Rajoy se salta constantemente las decisiones del Parlamento, postergando o anulando su aplicación bajo argumentos peregrinos que no tienen el menor valor democrático. También nombra al Presidente del Poder Judicial, que es el encargado de gobernar a los jueces, y a la mayoría de miembros del Tribunal Constitucional. No creo que haya que decir mucho más para concluir que estamos ante una democracia viciada con claros signos de autoritarismo.

En los albores de la democracia liberal -no olvidemos que España fue uno de los primeros países del mundo en tener una Constitución de ese cariz: La Pepa-, ni las mujeres ni los pobres en general tenían derecho a voto. Ese derecho se reservaba únicamente a aquellas personas que pagaban contribución, es decir que tenían propiedades o rentas altas. Durante el siglo XIX, debido a la presión de los trabajadores, a las revoluciones de 1830, 1848 y 1871, se fueron admitiendo en las Normas Fundamentales de los países más avanzados del continente derechos políticos y sociales que abarcaban a segmentos cada vez más amplios de la población, pero no sería hasta finales de ese siglo y principios del XX cuando el Sufragio Universal masculino se fue abriendo paso, incluso en España, eso sí, falseado gracias al turno pacífico en el poder ideado por Cánovas y Sagasta. El voto femenino comenzaría a implantarse después de la Gran Guerra.  La revolución rusa provocó el pánico entre los gobiernos europeos que vieron la necesidad de tomar medidas para evitar el contagio comunista y mantenerse en el poder. Sin embargo, esas medidas no terminarías de cristalizar sino después de las dos catástrofes bélicas mundiales del siglo XX, dando lugar a lo que hasta hace poco hemos conocido como Estado del Bienestar, sistema político que recoge muchos de los postulados defendidos por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1848: Supeditación de la propiedad privada al interés general, impuestos fuertemente progresivos, creación de una banca pública determinante en el crédito, implantación de transportes e industria públicas, educación pública y gratuita para todos los niveles y prohibición del trabajo infantil.  

Aunque parezca mentira ese momento de esplendor europeo que transcurrió entre el final de la II Guerra Mundial a la caída del muro de Berlín, se está diluyendo gracias a la pasividad de la ciudadanía que ha permitido que en todo el continente se impongan políticas económicas reaccionarias y antiguas que propugnan el achicamiento del Estado, el cercenamiento de derechos políticos, económicos, sociales y culturales, de tal modo que hoy apenas quedan industrias ni bancos estatales, el interés general está sometido al de la oligarquía y las grandes corporaciones globales y los grandes servicios públicos están siendo laminados para convertirlos en negocios a los que se accederá según la cuenta corriente del ciudadano o súbdito. Si esta corriente es general en toda Europa, en España ha llegado al paroxismo sin que aquí hayamos llegado a saber de verdad que fue el Estado del Bienestar. Un gobierno formado por individuos que creen tener derecho de pernada ha dejado reducidos los derechos de los trabajadores a la mínima expresión, supeditando su existencia a la voluntad del empresario o emprendedor; ese mismo Ejecutivo que ha eliminado la división de poderes, está reduciendo progresivamente la importancia de los impuestos directos, afanándose por llevar la carga impositiva a aquellos que graban el consumo, en especial los productos esenciales, permite, además, la existencia de sociedades que tributan al uno por ciento, es decir, nada, anula la posibilidad de crear una banca pública de envergadura con las entidades financieras rescatadas con dinero de todos, hace mangas y capirotes de las sentencias judiciales que les perjudican y convierte la democracia que era de todos en aquello que decían Marx y Engels en fecha tan lejana como 1848: “El Poder político no es, en rigor, más que el poder organizado de una clase para la opresión de la otra...”.

La llamada democracia europea está prescindiendo de todo el legado acumulado desde el Renacimiento. En España, sin haber llegado a cuajar, aunque pareciese que sí durante poco más de una década y en algún momento del gobierno Zapatero, nos están llevando a aquellos tiempos anteriores a Montesquieu que Franco implantó de nuevo en pleno siglo XX con el consentimiento y la ayuda de las grandes democracias occidentales. El deterioro en que ha entrado el régimen, nos obliga a todos a implicarnos en la construcción de uno nuevo que prescinda para siempre de corruptos, prevaricadores y gentes de mal. Estamos capacitados para ello y vamos a hacerlo pese a que los vientos globales soplen a contracorriente. El aire se ha vuelto irrespirable, Pi y Margall, Salmerón, Figueras, Giner de los Ríos, Azaña, Machado, Kent, Campoamor, Domingo, Costa, Nelken, de Burgos, Zambrano, Lejárraga, Hurtado, Gimpera, Sampedro y miles de seres extraordinarios que vivieron por hacernos mejores, soplan nuestras velas. Atrás, la herrumbre.

Montesquieu, Marx y la decadencia de la democracia del S. XXI