jueves. 28.03.2024

El miedo, arma de destrucción masiva

Se puede tomar como punto de partida de la nueva civilización del miedo el luctuoso 11 de septiembre de 2001, empero, la cosa viene de antes.

Es fácil imaginar el pavor que sentirían los hijos de Adán y Eva desnudos, andando entre fieras, volcanes, rayos, malezas impenetrables, sin conocer el fuego, el hacha o la rueda; es posible aproximarse al pánico de quien nace con el sol sin saber que es el sol y contempla como se aviene la noche oscura, larga, llena de los perturbadores sonidos del silencio, de lo desconocido; es sencillo ponerse en la piel de aquellos que vivieron a merced de los elementos sin más recursos para sobrevivir que la alerta constante, impenitente, agotadora. El hombre, que duda cabe, ha vivido la mayor parte de su ya larga historia mecido por el miedo, torturado por los presagios, por la evidencia de lo aciago, por el terror que dimana de los tiranos. Todavía hoy existen tribus perdidas que temen a lo mágico, a las tinieblas, a sus propias leyes heredadas e impuestas; todavía hoy los ciudadanos del “primer mundo” enfermamos de pánico debido a la insatisfacción que da la satisfacción material o a suposiciones poco contrastables.

En su larga andadura, fueron primero las fieras, la naturaleza, fuentes de vida y de muerte, motores, tal vez, de la evolución: Sobrevive el que se adapta, y el que es cruel para sentarse encima del que no lo es. Luego, el propio hombre se fue convirtiendo –Hobbes- en la principal amenaza para el hombre, el sacerdote, el gurú, el astrónomo, aquél que había observado por qué se escondía el sol tras las montañas y volvía a salir por las montañas del otro lado, aquél que supo de tormentas y avenidas, aquél que manejó el secreto del fuego sin contarlo y poco a poco, manejando lo desconocido, se erigió en jefe de la tribu. Vino la rueda, la ganadería, la escritura, el comercio..., la guerra: Los hombres se agruparon e inventaron las instituciones al frente de las cuales situaron a los más fuertes o desaprensivos, a los sabedores del secreto, de los secretos, los mismos que los mantendrían en la ignorancia, en el miedo para perpetuar su estirpe poderosa. Tiempos lejanos, con el averno siempre amenazante, con la hoguera purificadora para el confeso y el inconfeso, con los señores acorazados disponiendo de todo lo que la tierra daba gracias al esfuerzo del siervo. El mito, mantenido por los poderosos, señores de espada y cruz, intermediarios de los dioses, mantuvo durante centurias el fuego vivo del miedo.

Recientemente, hace dos o tres siglos, algunos sabios quisieron desmontar el mito. Nominalistas, humanistas, racionalistas, empiristas, enciclopedistas, idealistas, evolucionistas, positivistas, socialistas, republicanos, Occam, Erasmo, Montaigne, Descartes, Hume, Voltaire, Newton, Kant, Hegel, Darwin, Marx, Comte, Giner de los Rios atacaron al mito derrotándolo, desmontándolo pieza por pieza. El hombre fue saliendo de las tinieblas profusas y comenzó a ver la luz sabiendo el por qué de las cosas, de la vida, de la muerte, de la riqueza, del poder, de los milagros. No por eso dejó de guerrear, de matar impunemente: El siglo XX nos dejó millones de muertos por dinero, por mantener el poder, el privilegio, el siglo XXI no parece haber comenzado de modo diferente. Pese a ello –los señores del dinero y la guerra caminan aparte, contra la historia, contra la humanidad- los enigmas confiados a oráculos y sacerdotes parecían haber desaparecido.

Se puede tomar como punto de partida de la nueva civilización del miedo el luctuoso 11 de septiembre de 2001, empero, la cosa viene de antes. Aquel día y siguientes, hasta hoy, el mundo se cubrió de aviones suicidas que volaban por todo el planeta, los aeropuertos en “centro de seguridad”, los derechos humanos en papel mojado, las libertades fundamentales en prescindibles, el carbunco y las armas de destrucción masiva en algo cotidiano. Pero no, la vida cotidiana había dejado de existir “sólo” para las víctimas de aquel atentado, igual que había ocurrido con otros muchísimos atentados en aquel y en otros países, con los millones de muertos en “guerras de baja intensidad” o debido al hambre o enfermedades que en occidente se curan con una aspirina o un pinchazo de penicilina.

Las muertes debidas a las guerras o sus “efectos colaterales” en países del tercer mundo ya no llamaban la atención de nadie, tampoco las de los parias: Importaba la muerte, siempre atroz, de unos pocos, importaba a los desaprensivos tener una excusa para inocular de nuevo el miedo a lo desconocido, para inventar mentiras, para provocar el caos, para invocar a Marte,  para disminuir la democracia saltándose sus preceptos más sagrados, importaba, en fin, que el hombre privilegiado y comodón de la sociedad opulenta sintiese el miedo en el tuétano de sus huesos, pues el miedo es el principal enemigo de la libertad y la libertad nunca fue plato de gusto para los árbitros del partido amañado y cruel que en la actualidad se está jugando, un partido en el que el atacante, el oligarca, convencido de que los más ni siquiera se van a defender, pretende destruir todos los derechos que el hombre ha conquistado y ampliado a lo largo de siglos para mejorar su vida y las vidas de las generaciones venideras; empobrecer a los Estados, mediante el fomento del desempleo y la precariedad, hasta el extremo de que el mantenimiento de los servicios públicos sea inviable; llevar al negocio, al lucro incesante la Salud, la Educación, la Vejez y las Dependencias y convertir al trabajador en un ser temeroso incompatible con la dignidad.

Cuidado con el miedo, es mentira, y las mentiras terminan por arrasarlo todo. Sin embargo, puestos en la encrucijada en que nos han colocado, algo debemos tener claro si hemos de convivir con el miedo, que son los opresores quienes deben sentirlo a cada paso que den, porque sólo así, en nuestro largo devenir, el hombre ha podido progresar. Los poderosos tienen que volver a saber que nada de lo que tienen, absolutamente nada, está seguro, que estamos dispuestos a que tiemblen los cimientos de todos sus palacios, de todos sus sueños, de todas sus ambiciones. De ese modo –estoy seguro- sabrán que no sólo van a perder la batalla, sino también la guerra de la Historia. Ya lo hicimos, lo volveremos a hacer: Hagamos que el miedo cambie de bando. Las próximas elecciones podrían ser el primer paso si, de una vez por todas, anteponiendo el bien común al de la facción, aquellos partidos que defienden la fraternidad entre todos los seres humanos deciden –es su ineludible obligación- concurrir juntos.

El miedo, arma de destrucción masiva