martes. 16.04.2024

La mano invisible que mueve la miseria

Desde que comenzó la crisis se ha impuesto en el inmenso sector de hostelería un tipo de contrato que los afectados conocen como “veinte, cuarenta, sesenta”, que más o menos quiere decir lo siguiente: “Te contrato por cuarenta horas semanales, cotizo por veinte y trabajas sesenta”. Ese odioso sistema que ha auspiciado la última reforma laboral del Partido Popular es un ejemplo paradigmático de lo que está pasando en la España de la corrupción, la miseria creciente y la alienación consciente. Con un ejército de parados que no bajará de los cuatro millones ni aunque pagásemos por trabajar, tener una ocupación remunerada ya no garantiza poder afrontar los gastos mínimos que genera una familia para subsistir -comida, agua, teléfono, luz, aseo, ropa- ni eso que desde hace un tiempo han dado en llamar conciliación de la vida laboral y familiar. No, aquí quien no tiene trabajo espera el milagro año tras año hasta llegar a la molicie y la desesperación, y quien lo tiene ha de consagrar cada hora de su vida a la tarea que no le permite vivir y al descanso imprescindible y urgente que exige trabajar más de doce horas diarias bajo la atenta mirada del negrero de turno. El paro lleva inexorablemente a la degradación de las personas que lo sufren largo tiempo, el trabajo que genera el capitalismo triunfante, la mano invisible que mueve la miseria, frustración, agotamiento físico e intelectual y resignación ante la perspectiva próxima de pasar al otro lado si en algún momento se te ocurre protestar o llamar a las cosas por su nombre.

¿Qué ha pasado para que un país como España –que siempre ha tenido sumergida un alto porcentaje de su economía con el consentimiento de la Autoridad- haya vuelto en un espacio de tiempo tan corto a las relaciones laborales existentes en los años setenta? La economía sumergida siempre ha sido una tentación para el empresario español, tentado constantemente a pasarse al lado oscuro para maximizar beneficios disminuyendo los gastos de administración y explotando aún más a los trabajadores desunidos. Sin embargo, esa variable imperecedera entre nosotros, no explica lo sucedido, aunque sí un porcentaje del paro irreal. La implementación de las políticas ultraconservadoras iniciada en los primeros años ochenta necesitaba para su perfecto funcionamiento, de la apertura del mercado laboral a todo el mundo, sobre todo a aquellos países más poblados y más férreamente controlados por el poder político. La deslocalización industrial ha sido el instrumento más eficaz que la mano invisible ha dado a los explotadores de todo el mundo para desmontar el sistema de relaciones laborales creado en Europa –y sólo en Europa- desde mediados del siglo XX, un sistema que fue mejorando hasta los años ochenta y que los grandes hombres de dinero decidieron dinamitar conforme la fuerza de los sindicatos de clase fue decreciendo y el miedo a la URSS desapareció. Países como España, con una industria prestada en su inmensa mayoría, han sufrido este fenómeno de manera más contundente que otros países europeos, pero el proceso va avanzando y poco a poco terminará por colonizar a un continente tan desunido y egoísta como sus trabajadores.

En los últimos treinta años no ha habido problemas para que países y continentes enteros hayan pactado la apertura de zonas de libre comercio, empero esos mismos países han sido incapaces siquiera de proponer un añadido a esos tratados que obligue a los signatarios a respetar los derechos laborales esenciales, salario digno, protección social, descanso semanal, vacaciones y seguro de vejez, de tal manera que el pretendido libre comercio no es tal porque los dueños de los medios de producción se han largado con las maquinarias a países que violan sistemáticamente los derechos humanos y, por tanto, los laborales. Bajo el pretexto de que el comercio libre es la mejor arma para acabar con la pobreza, lo que se ha hecho ha sido extender la pobreza a áreas cada vez más grandes del planeta, podía haber sido al revés, extendamos el modelo europeo a todo el mundo, compitamos entre iguales, pero eso ni convenía a los dueños de todo ni tenían obligación de hacerlo porque ninguna presión social les impelía a hacerlo.

Ante las negras perspectivas que se habrían para la colonizada y especulativa economía española, gobernantes y economistas dijeron que era imprescindible aumentar la productividad, y economistas y gobernantes oficiales se pusieron a ello, no invirtiendo en investigación, sino expulsando a los investigadores y desmontando las leyes que garantizaban y protegían los derechos de los trabajadores. La primera medida fue un torpedo dirigido a la línea de flotación de unos sindicatos domésticos y debilitados por la falta de militantes activos, y consistió en cargarse los convenios colectivos con una serie de escusas legales propias de patio de colegio. Al disminuir drásticamente el valor de los convenios y autorizar cien formas diferentes de contratar y despedir a los trabajadores, la negociación entre patrones y trabajadores se retrotrajo a 1960, llegando a un grado de desprotección laboral tal que hoy en día la mayoría de los trabajadores “negocian” individualmente sus condiciones laborales con el patrón, lo que convierte a sus compañeros en eventuales competidores y, por ello, enemigos. Lejos de mejorar, los anuncios de nuevos recortes y nuevas “reformas” que impondrá el futuro gobierno Rajoy-Felipe González-Susana Díaz, con la sagaz supervisión de la Comisión Europea, auguran la liquidación casi total de lo que queda en España de Estado del Bienestar, que será sustituido por el estado de malestar y resignación generalizada.

Aparte de las peculiaridades españolas, organizaciones internacionales como la OCDE o la OIT han informado días atrás de que más del cuarenta por ciento de los jóvenes europeos que tienen entre 20 y 35 años no encontrarán trabajo. Así mismo, sabemos que dos mil quinientos millones de trabajadores de todo el mundo carecen de cualquier derecho laboral y humano. Ante esa perspectiva hay dos opciones, seguir imponiendo medidas económicas ultraconservadoras hasta hacer del planeta un inmenso campo de concentración de la miseria, o reducir la jornada laboral a escala planetaria mediante acuerdos que, como los de libre comercio, obliguen a los firmantes. Todas las revoluciones industriales acaecidas hasta la fecha combatieron el paro que generaron las máquinas limitando la jornada laboral, el tiempo de trabajo. Asistimos a la más intensa de todas las revoluciones tecnológicas, hasta el extremo que si hoy se usasen todas las tecnologías existentes con jornadas laborales de doce horas como las que existen en el sector de la hostelería española, más de la mitad de la población iría al paro. Si no se acomete a escala mundial esa disminución drástica del tiempo de trabajo y una reforma muy progresiva de los sistemas fiscales, España, Europa y el mundo caminan hacia la mayor situación de miseria y falta de libertades conocida desde la Segunda Guerra Mundial. Así es la mano invisible que mueve al mercado.

La mano invisible que mueve la miseria