jueves. 28.03.2024

Lluis Llach, la educación sentimental y sansueña

Gustavo Flaubert y, entre nosotros, Manuel Vázquez Montalbán dieron forma a ese concepto –educación sentimental- que nos ayuda a saber cómo hemos sido moldeados a través del tiempo.

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Las cosas tienen precio. Lo es del poderío
La corrupción, del amor la no correspondencia;
y ser de aquella tierra lo pagas con no serIo
De ninguna: deambular, vacuo y nulo,
Por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce…

Luis Cernuda.


Gustavo Flaubert y, entre nosotros, Manuel Vázquez Montalbán dieron forma a ese concepto –educación sentimental- que nos ayuda a saber cómo hemos sido moldeados a través del tiempo. Luis Cernuda, en ese maravilloso y trágico poema llamado Ser de Sansueña, nos habla con rabia de esa España madrastra que siempre ha defendido nuestra derecha ultramontana y que no tiene nada que ver con la que sentimos los hijos de Antonio Machado, León Felipe y Salvador Espriu.

Corría el año del Señor –entonces lo eran todos- de 1975 cuando un servidor –ferviente oyente de radio- escuchaba a Carlos Tena hablar de Bob Dylan. Tras poner varias canciones maravillosas del cantautor yanqui, Tena cambió de tercio y comenzó a hablar de Lluis Llach, de su trayectoria política y musical, avisándonos a todos los oyentes de que sus conciertos en el Palau –donde presentaba Viatge a Itaca- habían sido suspendido por orden de Martín Villa, quien para justificarse dijo que la prohibición de los conciertos de Llach había sido motivada porque el músico no dejaba de incitar al público incumpliendo de ese modo el reglamento de espectáculos. Murió el sanguinario y en enero de 1976, Llach celebró en el Palacio de Deportes de Barcelona uno de los conciertos más bellos de los celebrados en este país en toda su historia. Uno, con el bigote y la barba esbozada, con las feromonas desatadas y la cabeza y el corazón pletóricos, estudiaba quinto de bachiller y ese año tocaba viaje de estudios. Fuimos por Andalucía y durante los días que pasamos en Sevilla ocurrieron cuatro hechos que marcaron mi vida y la de otros muchos. Creo que fue el 4 de mayo –no tengo ganas de mirar internet, todo lo escribo de memoria- compré el primer número de El País –ese periódico fundamental para muchos hoy convertido en tristísima sombra de lo que fue-, asistí al estreno de El Gran Dictador en los cines Pathé entre cánticos revolucionarios durante toda la proyección y los palos de la policía, nos fue prohibida la salida después de las once de la noche por la ciudad salvo que fuese para ir a una discoteca hortera previamente concertada, y robé el disco de Lluis Llach Gener del 76 en unos grandes almacenes conocidos de todos.

Ese disco, que repasaba la ya extensa e intensa carrera del músico catalán, contenía algunas de las canciones más hermosas que he oído en mi vida: Silenci –cantada emocionadamente a coro por todo el público en medio de gritos de amnistía y libertad-, Abril del 74, Cal que neixin flors a cada instant y, entre otras muchas, La Estaca. Al año siguiente, con la barba un poco más hecha, una bufanda larga de colores que me hizo mi madre y una delgadez extrema que resaltaba el volumen de mi cabeza, marché a Madrid para estudiar algo que nunca estudié: Economía. Vivía en el barrio de Peña Grande y para ir al centro había que coger el 83, una autobús urbano al que algunos, no sé por qué, quizá por la guerra, llamaban camioneta. Madrid era una olla a presión y en cualquier lugar surgían protestas, muchas veces festivas. La ochenta y tres se convirtió en un pequeño campo de batalla donde todos los días cargaban los grises con sus horribles abrigos del mismo color y sus cascos como para derribar paredes: Llena hasta los topes, con la cara estampada en los cristales, todos los días, del fondo salían las primeras notas de La Estaca que enseguida cantábamos entusiasmados a coro. Algún chivato bajado en parada primera avisaba a la policía y raudos acudían para rompernos la crisma, llegando en ocasiones a entrar los grises por la puerta del conductor apaleando a todo quisqui, salíamos por la de atrás y volvíamos a entrar cantando por la de delante. Llach era para mí, mis hermanos y mis amigos, además de un músico excepcional del que todavía soy forofo, un icono de la resistencia contra el franquismo. Sus discos –Como un abre nu, Ara i aquí, Itaca, Gener, Olimpia, Campanades, El meu amic el mar, Somnien,Verges, Maremar…- corrían de mano en mano mientras que extremábamos el celo para que fuesen devueltos en forma y plazo. Todavía hoy conservo el Gener del 76 de aquel viaje sevillano como una reliquia, aunque debido al uso apenas son audibles sus canciones.

Llegó el año de 1980 y Llach ofreció una serie de conciertos -que fueron prolongados- en el Teatro Salamanca, en plena “zona nacional” de Madrid. Nunca en mi vida –y he visto cientos de conciertos de todo tipo- vi a un público tan entregado, tan entusiasmado, tan apasionado por un músico, por una persona. Asistí a tres de ellos y la comunión de emociones y sentimientos entre público y músico era tal que todavía hoy los recuerdo como uno de los acontecimientos más hermosos de mi vida. En octubre de 1982 los socialistas ganaron las elecciones con una holgada victoria que llenó al país de esperanza. Aquella noche fue, quizá, la más parecida a aquel 14 de abril que muchos tenemos en la memoria sin haberlo vivido. Pronto llegó la decepción y la OTAN, de entrada no. Llach puso de nuevo su guitarra, su piano y su voz contra la traición. Nosotros lo que pudimos, incluso nuestros cuerpos para ser aporreados. Celaya, Otero, Margarit, Valente, Martí i Pol, Salvat Papasseit, González, Guerrero, Labordeta, Raimon, Pi de la Serra, Ferreiro, Oskorri, Prada, Cano, Serrat, Aute, Silvio, Gil de Biedma, eran ya parte de nuestro paisaje, de nuestra educación sentimental que se había abierto paso dejando atrás a Sansueña.

A finales del 86 me casé. En el órgano de la Iglesia –sí, un ateo en misa, por última vez- sonaron tres canciones para perplejidad de mojigatos: La Internacional, Laura, de Llach y Cuatro Rosa, de Gabinete Caligari. Obligado por un trabajo que se llevó por delante buena parte de mi salud, me trasladé a Alicante. Allí volví a oír a Llach numerosas veces hasta su retirada, encontrando un refugio amable en un bar cercano a la Plaza Nueva dónde sólo se ponían canciones del cantautor de Verges salpicadas con algunas de Leonard Cohen. El tiempo pasó y la dejadez y la idiotez de los nuevos ricos sin formación retornaron al poder estatal a los herederos de Franco mientras en Catalunya, igualmente ciegos, se empeñaban en votar una y otra vez a Convergencia i Unió para mayor gloria de Andorra, Suiza y las privatizaciones. Sansueña regresaba sin haberse ido del todo, y fue Sansueña quien recurrió el Estatuto de Catalunya, quien boicoteó el cava, quién impuso reformas laborales salvajes, quién mutiló derechos, quién privatizó, quién empobreció, en Cataluña, y en el resto. Por eso hoy, cuando la derecha cavernícola estatal, la brutal derecha  catalana y la derecha egoísta europea comparten un mismo proyecto de sociedad desigual y antidemocrática, cuando los pobres no tienen dónde recurrir, cuando se pone en cuestión la función redistribuidora el impuesto sobre la renta eliminando tramos y acotando su proporcionalidad y progresividad, cuando los Estados y las regiones ricas se niegan a compartir un poco de su riqueza con quienes menos tienen, cuando el mundo camina otra vez hacia la oscuridad de la mano de las nuevas tecnologías de la globalización de la miseria, cuando la banca y las grandes corporaciones se adueñan del poder político, cuando la ruindad nos asedia y acojona, cuando la poesía es un sueño, recuerdo que tuve una educación sentimental, que España estaba dejando de ser Sansueña y que Lluich Llach era uno de los maestros esenciales. Por eso, hoy, cuando veo Llach al lado de los Pujol, de Mas y de lo que representan, siento un desgarro, una soledad demoledora y la sensación de que nos hemos vuelto locos todos, de que la tramontana ha trastocado nuestros sesos: Porque nadie podrá jamás negarme cual es mi educación sentimental, qué me une a las tierras y a los hombres que quiero y qué me separa, como al que más, de Sansueña. Sin Cataluña, sin los catalanes, lo que queda es Sansueña; con Pujol, con Mas, con Millet, con Boy Ruiz, sin Cernuda, Catalunya también es Sansueña.

-Ser de Sansueña-

Acaso allí estará, cuatro costados
Bañados en los mares, al centro la meseta
Ardiente y andrajosa. Es ella, la madrastra
Original de tantos, como tú, dolidos
De ella y por ella dolientes.

Es la tierra imposible, que a su imagen te hizo
Para de sí arrojarte. En ella el hombre
Que otra cosa no pudo, por error naciendo,
Sucumbe de verdad, y como en pago
Ocasional de otros errores inmortales.

Inalterable, en violento claroscuro,
Mírala, piénsala. Árida tierra, cielo fértil,
Con nieves y resoles, riadas y sequías;
Almendros y chumberas, espartos y naranjos
Crecen en ella, ya desierto, ya oasis.

Junto a la iglesia está la casa llana,
Al lado del palacio está la timba,
El alarido ronco junto a la voz serena,
El amor junto alodio, y la caricia junto
A la puñalada. Allí es extremo todo.

La nobleza plebeya, el populacho noble,
La pueblan; dando terratenientes y toreros,
Curas y caballistas, vagos y visionarios,
Guapos y guerrilleros. Tú compatriota,
Bien que ello te repugne, de su fauna…

                                                  Luis Cernuda.

Lluis Llach, la educación sentimental y sansueña