jueves. 28.03.2024

Fascismo: España debe ponerse en paz consigo misma

franco

No se trata de reabrir ninguna herida, se trata de cerrarlas para siempre, de ponernos en paz con nosotros mismos, de decir de una vez por todas que Franco no ganó ninguna guerra, que quien la ganó a costa de la sangre y la miseria de miles de españoles fue el fascismo, que en España se manifestó como nacional-catolicismo

Hace unos años tuve la inmensa fortuna de conocer a José Antonio Alonso Alcalde, más conocido como el “Comandante Robert”. Fue durante las jornadas que organiza en Montauban la Asociación Azaña, la preciosa ciudad donde siguen enterrados los restos del que fuera Presidente de la II República española y uno de los intelectuales más clarividentes y cultos del siglo XX. Fue precisamente en el cementerio, mientras se preparaba un homenaje al autor de La Velada en Benicarló, que pudimos mantener una jugosa conversación que por mí, y tal vez por él, se habría prolongado durante muchas horas, pero que se interrumpió a la hora del almuerzo por las cosas del protocolo. Robert, creo que había cumplido entonces 91 años, tenía una controlada sonrisa que le iluminaba la cara, una sonrisa que salía del corazón y de la tranquilidad que da saber que uno ha cumplido con su  deber pese al terrible periodo histórico que le tocó sufrir y combatir. Me habló de la liberación de Foix, de como prepararon, siendo muchos menos, la encerrona a los nazis que terminó con su apresamiento y con la rendición de la ciudad. También de los múltiples sabotajes que, junto a cuatro compañeros españoles, planearon e hicieron contra comboyes nazis en los que murieron muchos de ellos; del precio que los alemanes habían puesto a su cabeza y de su mayor decepción. Al igual que la mayoría de los exiliados, el comandante Robert esperaba que el paso siguiente tras la caída de Hitler y Mussolini sería librar a España del último tirano fascista. A tal fin, y para provocar la reacción aliada, el Partido Comunista, que era el suyo, planeó la invasión del Valle de Arán, esperando que los aliados cumpliesen con la palabra dada y diesen los pasos necesarios para expulsar a Franco y sus amigos del poder y de España. No fue así, los guerrilleros republicanos entraron en Arán pero no contaron con la ayuda de absolutamente nadie, más bien con el rechazo de unas democracias timoratas que temían mucho más ya al poderío soviético que al repugnante hombrecillo dedicado a matar y torturar españoles, al fin y al cabo era hombre muy obediente con los poderosos y jamás les crearía un problema. Para Robert, como para todos los demócratas españoles, aquello fue una traición, la inmensa traición de las democracias a España, el primer país en sufrir los envites del nazi-fascismo y, por la indolencia internacional, el último en librarse de ellos, si es que nos hemos librado porque creo que no. A Robert, hablando de aquellos días, de aquella felonía, se le saltaban las lágrimas mientras apretaba los puños: Lo había dado todo, había arriesgado su vida hasta puntos increíbles para combatir al nazismo en Francia, sin embargo, la Francia de De Gaulle, la Inglaterra de Churchill y Attlee y los Estados Unidos de Truman optaron por mantener al último fascista de Europa en el poder, ahora como aliado y obediente esbirro. Lo de la represión insaciable era asunto interno de España. 

Francia, en un gesto tardío, muy tardío -siempre ocultó la participación de los republicanos españoles en la liberación del país- dio a Robert la Legión de Honor, la medalla de la Resistencia, la Orden Nacional del Mérito y la Ciudadanía de Honor de Foix. En el homenaje que se le rindió en Dun, el historiador Bruno Vargas, de la Universidad de Toulouse, pronunció las siguientes palabras: “Querido amigo Robert, con este acto cumplimos con tus últimas voluntades y tu deseo de que sean esparcidas tus cenizas en tierras del Ariège. En este lugar que tanto amabas y donde junto con tus camaradas de la Tercera brigada del XIV cuerpo de guerrilleros luchasteis y recuperasteis las libertades que hoy disfrutamos todos nosotros”. 

Aunque tarde, los homenajes a Robert, a La Nueve y a los miles y miles de republicanos españoles que contribuyeron a liberar Francia de la opresión nazi, se dieron a partir del año 2000, incrementándose año tras año gracias a la labor de historiadores como Vargas, Dreyfus, Berdah y otros muchos que han regresado a los héroes del olvido en que estaban. Francia ha dado su reconocimiento con todos los honores, mientras que en España, personas como el Comandante Robert no goza de ninguna condecoración, de ningún reconocimiento salvo el parque que le dedicó la ciudad de Gijón hace unos años. Aquí los homenajes son para los asesinos, para los criminales que sumieron al país en un espantoso infierno de que a menudo, cuando despierto de mis ensoñaciones, creo que no hemos salido todavía. Pese a lo que reza en la Ley de Memoria Histórica, pese a lo ordenado por Naciones Unidas y el Parlamento Europeo, aquí siguen en pie cientos de monumentos al fascismo en forma de cruces, placas, calles y nombres de instituciones, y lo que es peor, aquí es posible que los dos partidos principales de la derecha y muchos de sus votantes continúen viendo a Franco y su obra como algo maravilloso, como un periodo de desarrollo y de bienestar en el que a nadie pasaba nada salvo que se metiera donde no le llamaban, es decir que, por ejemplo, se le ocurriese nombrar la palabra Libertad. Un pueblo que había mostrado su fiereza en muchos episodios históricos, se había convertido bajo el terror franquista en otro manso, sumiso, indolente y satisfecho de su condición servil, había que sobrevivir, aunque mientras así actuaba la mayoría, una minoría irredenta continuó combatiendo a la dictadura desde las montañas, los pueblos, las fábricas, las calles, siendo torturados, descuartizados, colgados de los pinos y fusilados por cientos. Se lo pueden preguntar al general Pizarro, o sino, como ya no vive, a su nieto Manuel Pizarro, íntimo de Aznar -vicepreside FAES- y presidente de ENDESA cuando fue privatizada y entregada a la empresa pública italiana ENEL.

En otra ocasión maravillosa, pude conocer a José Alonso Sellés, hijo de José Alonso Mallol, quien fuera, entre otras cosas, Director General de Seguridad en 1936 y partidario de encarcelar a todos los militares golpistas antes de que se produjese el golpe. Caminé con él por las calles de Alicante. Era un hombre bueno en el sentido machadiano de la palabra. Iba contemplando las calles de su Alicante y comentando lo que había antes en tal sitio y sacando a la luz muchos recuerdos de su niñez. Al llegar a la plaza que hay junto al Teatro Principal se paró, y con los ojos brillantes por las lágrimas, me dijo: Ahí estaba mi casa, ahí mi madre y mi abuela, mi padre que entraba y salía con mucha gente, las puertas abiertas siempre, la cocina funcionando a todas horas. Era el paraíso, hasta el mismo día en que tuvimos que irnos. Ahora hay un banco, y aquí siguen todos los que mataron la democracia, y yo que soy hijo de alguien que se jugó la vida por defenderla, soy mexicano gracias a los acuerdos de Negrín y Prieto con el general Cárdenas. Yo soy mexicano, y mis hijos también, y los asesinos siguen siendo españoles. Nos mataron, y a los que sobrevivimos, nos robaron la vida. Todavía tengo en la retina la mirada limpia, sesuda, tranquila, emocionada de aquel hombre grande que al llegar a la Plaza del Ayuntamiento, tras unos minutos de silencio, me dijo: “Creo que el escudo de la ciudad está muy anticuado, ahora deberían poner una hormigonera, una grúa y un árbol talado, se corresponde más con la realidad”. No pude por menos que reírme: Estábamos en plena burbuja inmobiliaria.

Personas como el comandante Robert, como Francisco Boix, el fotógrafo de Mauthausen,  como Amado Granell, el hombre que liberó París, como José Alonso Mallol, el hombre que pudo evitar la guerra, como Guillermina Medrano, como los miles y miles de españoles que lucharon por la libertad dentro y fuera de España, merecen el respeto y la admiración de todas las personas que creen en la libertad, la justicia y la democracia, pues ellos se dejaron la vida por nosotros, por nuestra dignidad como ciudadanos libres. Quienes mantuvieron el fascismo en España, sólo ameritan el mayor de los desprecios. No se trata de reabrir ninguna herida, se trata de cerrarlas para siempre, de ponernos en paz con nosotros mismos, de decir de una vez por todas que Franco no ganó ninguna guerra, que quien la ganó a costa de la sangre y la miseria de miles de españoles fue el fascismo, que en España se manifestó como nacional-catolicismo, que no es posible vivir con cientos de miles de compatriotas desaparecidos, exiliados, expatriados, que este país ha sufrido mucho con la pandilla de degenerados que mandaron durante cuarenta años y con sus descendientes que todavía andan en los Parlamentos, que, como personas decentes que somos, no estamos dispuestos a vivir ni un día más con los restos del fascismo que todavía nos atenaza, roba y corrompe. Y si a Franco no lo quiere enterrar su familia en un cementerio cualquiera, que lo tiren al mar, en el más lejano y perdido que haya.

Fascismo: España debe ponerse en paz consigo misma