viernes. 29.03.2024

Europa contra sí misma: La decadencia neoliberal

Hollande y amigos dicen estar en guerra contra un enemigo que está dispuesto a inmolarse y no teme, por tanto, ninguna ley, ninguna bomba.

Hasta la derechización casi completa de la política europea acaecida en los años noventa, con la imposición en todos y cada uno de los países –miembros o no de la Unión Europea- de las políticas neoconservadoras, existía una política agraria común que, con mayor o menor fortuna, pretendía mantener habitado y productivo el medio rural: Hoy, cuando se han retirado buena parte de las ayudas al sector y las que quedan las reciben los grandes propietarios, no hay más que darse una vuelta por las antes productivas huertas mediterráneas para ver como toneladas y toneladas de naranjas, limones, albaricoques, melocotones, sandías, patatas, cebollas y productos lácteos se pudren en la tierra abandonada o en las cámaras frigoríficas de las cooperativas que tiempo atrás se fundaron con fondos de ayuda al desarrollo procedentes de la misma UE; cómo en las vegas más fértiles se han construido miles de edificios que hoy, después de la gran estafa neocon, mezclan su silueta fantasmagórica con escombros y con algún bancal que todavía se empeña en mantener vivo, a golpe de azadón, algún viejo inasequible al desaliento. Entre tanto, mientras el campo sigue perdiendo población, mientras las huertas van quedando yermas gracias a esa nefasta política, la mitad de los habitantes del planeta están a las puertas de una hambruna de proporciones desconocidas debido a la especulación con alimentos.

Se podía haber hecho mejor, pero se hizo como se hizo y de algo sirvió: Miles de pequeños agricultores siguieron cultivando la tierra, manteniendo el paisaje, apoyados en unos precios mínimos de retirada que los protegían de bucaneros e intermediarios malnacidos, también de los especuladores urbanísticos que han destrozado nuestro litoral y lo que hay más adentro del litoral; miles de viviendas solitarias, de cortijadas arruinadas, fueron rehabilitadas y reconvertidas en casas de turismo rural que sirvieron –pese a los defraudadores y pícaros- para dinamizar territorios deprimidos, recuperar parte de nuestro patrimonio y promover una actividad vacacional civilizada y sostenible que en países como España era casi desconocida. Hoy, todo eso, por la presión del Reino Unido, siempre chantajeando, siempre mirando su propio interés a costa de quien sea y de lo que sea, todo ese mundo está abandonado, dejado de la mano de ese Dios al que todavía muchos se atreven a implorar, aun a sabiendas de que sus ruegos, sus plegarias no despiertan en él más que estruendosas carcajadas, pues tiene despacho en Wall Street y todo lo humano le es ajeno.

Se habló, me estoy refiriendo al periodo Delors, que no era ningún marxista peligroso, de establecer un espacio social europeo que garantizase a todos los habitantes de la Unión los mismos derechos laborales y asistenciales; de abrir el comercio a los países subdesarrollados y en vías de desarrollo, pero imponiendo un control para que los trabajadores de esos países no fuesen niños, contasen con seguridad social y un salario digno. Ya ladraban los neoconservadores, ya a través del Caballo de Troya inglés, habían tomado posiciones en las almenas más altas. Dijeron no a las propuestas de Delors y Delors se fue. Quedaron González, Mitterand y Koln. Durante unos años mantuvieron los fondos de cohesión, las ayudas a los sectores en declive, las distintas partidas destinadas al desarrollo de los países más atrasados. Sucumbieron. Las políticas sociales, agrarias, de igualdad, eran, en opinión de los cafres que en los noventa se hicieron con el poder europeo, un despilfarro que sólo servía para mantener a vagos, gandules y caraduras. Había llegado la hora de la excelencia y la eficacia, de que los mejores, los más capaces “llevasen” las cosas del dinero público europeo. Y se hicieron con el botín. Y eliminaron las políticas agrarias, y comenzaron a elaborar directivas para “liberalizarlo” todo, para que el capital y sus dueños se movieran a sus anchas, sin restricciones, sin límite para con sus desafueros y su codicia, y convirtieron al inmigrante –que había llegado al continente dejándolo todo, jugándose la vida para poder sobrevivir, viendo como morían sus compañeros, sufriendo los rigores de la persecución policial o de la guerra por petróleo- en un delincuente con el que se podía hacer cualquier cosa, desde explotarlo miserablemente hasta apalearlo, vejarlo, insultarlo, encarcelarlo o repatriarlo como a un animal desahuciado. Todo ello porque con su trabajo habían ayudado a incrementar los fondos de nuestra seguridad social, todo ello porque con su sangre nueva habían contribuido a rejuvenecer a la vieja Europa, todo ello porque se encargaban de hacer los trabajos que los europeos con pedigrí no querían hacer, todo ello porque con su sudor lograron que nuestra riqueza se multiplicara como los panes y los peces en aquella escena bíblica.

No contentos, estos nuevos salvajes que vinieron de Viena, Chicago y alrededores, la emprendieron con los derechos consolidados de los trabajadores. Autorizaron despidos libres, deslocalizaciones industriales de corporaciones transnacionales  subvencionadas y jornadas laborales interminables; impidieron al Estado ser propietario de empresas de servicios esenciales, arruinaron la enseñanza y la sanidad pública, se cargaron el tejido productivo del país y el sistema financiero y nos sacaron –sin contar con nosotros para nada- el dinero de los bolsillos para reflotarlo mientras nos ahogaban con sus hipotecas y ponían sus dineros particulares a salvo de tempestades; persiguieron a los que pensaban diferente, a quienes no estaban dispuestos a pensar que Sadam o Gadafi era los cocos del mundo y el rey de Arabia, no; a quienes veían una esperanza para América en Chávez, Morales y Correa, y escribían contra Bush y sus lacayos europeos por atizar a Marte para que llenase los campos de todos el mundo de sangre de inocentes; a quienes, teniendo presente que los judíos sufrieron una de las persecuciones más brutales del siglo XX, no estaban dispuestos a que ahora ellos empleasen los mismos métodos, inspirándose en la teoría de la guerra preventiva, para aniquilar a un pueblo indefenso y pobre como el palestino. Ampliaron Europa cuando estaba a medio hacer para hacerla inviable, permitieron y fomentaron la fragmentación de Yugoslavia, la constitución de un montón de Repúblicas independientes retrógradas en lo que antes había sido la URSS, dejaron a África a su suerte, es decir entregada a la muerte lenta en sus países esquilmados o la rápida en las pateras de la muerte.

No contentos con tanto desmán, la nomenclatura europea decidió atacar de lleno uno de los pilares fundamentales del Estado democrático: El Derecho a la Educación. Y se inventaron Bolonia para que –detrás de mucha farfulla y muchos eufemismos- la Universidad se convirtiese en un reducto reservado a las élites, para que los hijos de los trabajadores supieran de antemano que ese nunca sería su sitio, para prolongar secularmente la injusticia y el nepotismo, para eliminar de una vez por toda esa cosa tan absurda a la que llaman humanismo y no es más que una carga insufrible e improductiva para las Haciendas públicas y los bolsillos de los particulares.

Por si fuera poco, ahora cuando de nuevo el terror vuelve a golpear el corazón de Europa de forma tremenda, lejos de de ir a las raíces del problema para atajarlo de una vez por todas, Hollande y amigos dicen estar en guerra contra un enemigo que está dispuesto a inmolarse y no teme, por tanto, ninguna ley, ninguna bomba, y la Comisión Europea autoriza a Francia a saltarse el déficit no para aliviar la pobreza sino para sembrar Oriente de más sangre en una nueva cruzada que, como las anteriores, no servirá para solucionar nada, olvidando que el mundo musulmán está habitado por más de 1500 millones de personas, olvidando quién se inventó al ISIS y quién lo armó y lo arma. Y para ello se pide disminuir los derechos que a todos nos asisten en pos de una seguridad carcelaria.

Unas veces por estas cosas, otras por aquellas, aquí ya no se puede hablar de los verdaderos problemas que nos llevan de verdad a la decadencia política, económica, social y cultural; de los problemas que como el paro, el vaciado de la democracia, el creciente autoritarismo, la deslocalización, la corrupción y el gobierno de las corporaciones multinacionales, nos llevan a ninguna parte. Esta Europa es un fraude. No quiero ni puedo afirmar que inexorablemente lo tenga que ser de por vida. Es más, espero que algún día cambie gracias a la toma de conciencia de quienes mantenemos ese tremendo aparato burocrático que no está al servicio de los ciudadanos, sino todo lo contrario, para hacerles la vida imposible. La Europa actual, gobernadas por enemigos de la democracia, ha dejado de creer en su tradición liberal-democrática, progresista, culta, y se ha convertido en una lonja de mercaderes perversos, de desaprensivos, de forajidos. Esa Europa no conviene a nadie, es una Europa que huele a naftalina germánica, a pasado, a herrumbre, es una Europa que ha perdido su identidad y la busca en lo que parece fenecido al otro lado del Atlántico. Decir no a esa Europa redefinida hace años por Blair, Berlusconi, Merkel o Aznar, es decir sí a la Europa de los derechos humanos, a la Europa de la razón, a la Europa de las libertades, a la Europa del asilo, a la Europa progresiva que será la del mañana. Cuando tanto hemos esperado, nada pasa si hay que tirar el edificio y volverlo a construir sobre esas premisas: La gente bien nacida, los amantes de la libertad, ni andan con forajidos ni les obedecen.

Europa contra sí misma: La decadencia neoliberal