miércoles. 24.04.2024

La eterna Transición

Quienes sucedieron a Suárez son simples sombras que apenas ven más allá del horizonte de sus narices...

El 13 de diciembre de 1979 los estudiantes de Madrid fuimos convocados a diversas movilizaciones contra la Ley de Autonomía Universitaria que pretendía imponer el ministro de Educación Luis González Seara. A primera hora de la mañana, miles de universitarios tomamos los trenes que comunicaban la Universidad Autónoma con el centro de la capital para asistir a la manifestación que recorrería varias calles del barrio de Moncloa. Aunque habíamos preparado aquellas protestas con mucho cuidado y esfuerzo durante meses, jamás pensamos que la concurrencia fuese tan masiva. Decenas de miles de jóvenes, a los que se unieron trabajadores de empresas en huelga, recorrimos el itinerario aprobado cantando canciones de Labordeta, Llach, Celdrán, Pastor y otros cantautores hasta entonces casi prohibidos. El ambiente era extraordinariamente alegre hasta que desde las calles adyacentes los antidisturbios, sin previo aviso, comenzaron a disparar pelotas de goma y a apalear a los manifestantes. Varios amigos cayeron heridos, dispersándonos unos hacia Cuatro Caminos, otros, hacia Princesa. Recuerdo que yo escapé por Princesa y que antes de llegar, una señora de unos sesenta años que venía de hacer la compra con dos pesadas capazas fue derribada por uno de los proyectiles lanzados por aquella gentuza que decían representaba a la Ley. Intentamos ayudarla, llevarla debajo de un soportal, pero la brutalidad policial no nos permitió otra cosa que correr. Tras varias horas de saltos, carreras y palos, muchos nos volvimos a concentrar en la Ronda de Valencia, dónde por la tarde había otra manifestación. Pese a los incidentes de la mañana, la calle estaba abarrotada y el tono de la protesta seguía siendo igual de pacífico y festivo hasta que comenzamos a oír disparos de fuego real. Nunca había oído en directo algo así, primero fueron rachas, muchos disparos seguidos que parecían iban al cielo, pero después, pasado un rato, oímos detonaciones secas. Al momento, la noticia corrió como la pólvora: La policía acababa de matar a dos jóvenes a bocajarro: José Luis Monañés Gil y Emilio Martínez Menéndez Gil. Aterrorizados mis amigos y yo corrimos hacia Tirso de Molina, pero todas las calles estaban tomadas por uniformados armados. Subíamos, bajábamos, nos escondíamos debajo de los coches, llorábamos desesperados de miedo y rabia. Trémulo como pocas veces en mi vida, decidí largarme de allí atravesando un control, dándolo todo por perdido. Desde un portal, un hombre me llamó y me hizo pasar. Cerró el portón, y dentro rompí a llorar como sin nunca lo hubiese hecho antes.

Aquella noche, de madrugada, oí al ministro del Interior decir que los dos asesinados eran agentes del KGB, que llevaban sesenta mil pesetas en los bolsillos y que eran profesionales de la algarada y el desorden, hijos de la masonería y el comunismo. El ministro nombrado por Adolfo Suárez era Antonio Ibáñez Freire, un teniente general fascista que había obtenido la Cruz de Hierro de los nazis por su heroísmo en el frente ruso dentro de la División Azul. La policía bajo su mando dijo que acorralados cerca de la Glorieta de Embajadores por una multitud rabiosa se vieron obligados a disparar. Testigos presenciales vieron a los autores meter el dedo en los orificios que sus balas habían causado en el cuerpo de los asesinados mientras pisaban su sangre. Clemente Auger no creyó la versión del ministro, tampoco la de sus policías, y procesó a los asesinos. Era la primera vez que eso ocurría en España, pero se quedó en eso. Ningún miembro de la policía, ningún miembro del Gobierno fue condenado por aquellos actos brutales que se saldaron con dos muertos y decenas de heridos, muchos de ellos por arma de fuego. La Ley de Autonomía Universitaria fue retirada.

No sé si Suárez era consciente de quién era Ibáñez Freire, pero imagino que sí, también lo difícil que fue aquel tiempo para un hombre educado en el franquismo y al que se había encomendado dar los pasos necesarios para que España tuviese una Constitución Democrática y dejase de ser la reserva espiritual de Occidente que él mismo había contribuido a perpetuar desde su cargo de Secretario General del Movimiento y desde Televisión Española. ¿Si Suárez sabía quién era Ibáñez Freire, por qué lo nombro ministro del Interior? El verdadero poder seguía residiendo en el Ejército africanista, el ejército que ganó la guerra contra los rojos y quería seguir ganándola eternamente. Nada se podía hacer sin ellos. Suárez, después del aviso que le dio el Almirante Pita da Veiga tras la legalización del Partido Comunista la Semana Santa de 1977, sabía que estaba vigilado de cerca y que en su gobierno era obligatorio que hubiese un militar que representase a las fuerzas del pasado. Ese militar en 1979 fue Ibáñez Freire, y sus usos idénticos a los empleados en la dictadura. Entre tanto, Suárez creía que teniendo contentos, hasta dónde era posible, a los militares se podían iniciar reformas en otros sectores, para lo que contó la ayuda inestimable de Francisco Fernández Ordóñez, un hombre moderado y liberal criado a la sombra del régimen pero que había evolucionado. Ordóñez se encargaría de llevar a cabo el cambio de modelo fiscal aprobando el impuesto sobre la renta y la ley del Divorcio, para lo que contó con el apoyo nada desdeñable del Cardenal Tarancón, persona conservadora pero que sabía que la dictadura había llegado a su fin, que comenzaba otra etapa. Si todo marchaba bien, el tiempo se encargaría de dejar de lado a los militares franquistas: Las víctimas irían a menos y, con el tiempo, habrían sido un mal menor…

Sin embargo, el tiempo no llegó, y lo que si llegó fue una escalada brutal del terrorismo etarra siguiendo la conocida estrategia “de cuanto peor, mejor”. ETA, convertida en movimiento mesiánico y redentorista, comenzó a matar a destajo, indiscriminadamente. Un día sí y otro también, las calles se llenaban de sangre, y los funerales se convertían en concentraciones facciosas cada vez más peligrosas. El ruido de sables aumentaba, pero ETA no se daba por aludida, creían que estaban en la lucha final, cuando lo que de verdad estaban haciendo era fortalecer a la derecha franquista y castrar la capacidad de respuesta de la izquierda, que temerosa de lo que se venía encima comenzó a autolimitarse y a moderar el contenido de sus programas.

Adolfo Suárez fue un hombre muy leal a sus jefes, jamás los habría traicionado. Adoró a su mentor, Herrero Tejedor, en los últimos años de la tiranía, también al rey, pero no contó con lealtades del mismo tipo: A él pocos, muy pocos, le fueron fieles. Rodeado de unos cuantos amigos, muy pocos, y de muchos logreros que hoy militan en el Partido Popular, en alguna gran empresa multinacional o energética, Suárez se vio solo, en la más absoluta de las soledades, no porque el Partido Socialista le hiciese una fuerte oposición durante un año, sino porque su equipo se fue diluyendo, porque las ratas fueron abandonando el barco al olor del peligro. El 23 de febrero de 1981, al ver como unos desarmados con tricornio zarandeaban a su amigo Gutiérrez Mellado, Suárez acudió en su socorro y se mantuvo firme en el escaño sin consentir echarse al suelo en medio de los disparos del pasado. Aunque quizá no fuese consciente de lo que hacía en ese momento, fue un canto a la supremacía del poder civil, que era entonces o parecía ser, el poder democrático. Empero aquella forma de hacer política tan personal fracasó. El poder militar se había suicidado aquel triste día de febrero, pero quedaban otros intactos que no tardarían en reverdecer. No se tocó a la Iglesia católica, principal propietaria de España en todas las Comunidades Autónomas; no se tocó a los jueces; se permitió que los franquistas declarados y sin muestra alguna de arrepentimiento siguiesen ocupando cargos de mucha responsabilidad en las distintas Administraciones y en las empresas privadas; se olvidó a los que estaban enterrados en cunetas por haber defendido a régimen democrático de la II República; no se depuró a la policía ni, y es lo peor, se acometió una reforma integral de la Educación que sirviese para formar ciudadanos conscientes, críticos y libres, dejando que los modos corruptos del régimen franquista siguiesen siendo predominantes entre nosotros. Suárez hizo lo que pudo, esas cuestiones no eran urgentes para él en aquel momento. No fue suya toda la responsabilidad, nadie después tocó nada y se dejó estar. En eso llegó Aznar, y luego el que hoy nos preside para nuestra desgracia. Fin de un ciclo.

Descanse en paz Adolfo Suárez, la vida dejó de sonreírle demasiado pronto. Quienes, con idénticos o parecidos orígenes, le sucedieron, son simples sombras que apenas ven más allá del horizonte de sus narices. En constante transición.

La eterna Transición