jueves. 28.03.2024

Embrutecimiento, corrupción y exclusión social

Hace ya muchos años organizamos en una ciudad del noroeste murciano, en las estribaciones de la Sierra de Segura, un homenaje a Miguel Hernández. Fue en tiempo de la transición que transijo con todo, hasta con el veneno heredado del franquismo que ahora sale por todos los poros del cuerpo apaleado de este país, secularmente castigado por quienes jamás lo han querido pero se llenan la boca con la palabra patria. La dictadura había dejado a millones de personas en la oscuridad, apartadas incluso de sus recuerdos más íntimos, de sus raíces más sentidas, sin embargo en aquellos años se palpaba en el ambiente esperanza, ilusión y una ambición por saber que se plasmó –entre otras cosas- en los miles y miles de personas que llenaron las escuelas para adultos y las universidades populares, también en aquel homenaje al que acudieron muchas personas mayores porque aquel nombre lejano les sonaba familiar, porque les gustaban sus versos, porque estaban convencidas de que aquello era algo bello y justo.

Estábamos una noche recitando poemas de Miguel en una calle del casco viejo, dispuestos, espray en mano, a dejar la huella hernandiana en uno de sus vetustos muros desvencijados. Cuando uno de nosotros, no recuerdo bien, iba a rematar la faena poniendo “Miguel Hernández, poeta del pueblo”, se acercó la Guardia Civil para decirnos que teníamos que disolvernos de inmediato. Mientras discutíamos con el cabo o el sargento sobre el concepto “disolverse”, uno de los guardias, mirando aquellos versos y leyéndolos con dificultad, dijo, “no sabía que ese Miguel Hernández fuese de Caravaca”. Pese a la tensión del momento no pudimos evitar la risa y lo que pudo acabar como el rosario de la aurora, terminó con un carcajeo general. Traigo esta anécdota a colación porque en aquellos años no sólo éramos los jóvenes quienes intentábamos recuperar lo muchísimo que nos habían robado, sino que muchas personas mayores, calladas durante décadas, mostraban una avidez por conocer tan grande que les impelía a acudir a cualquier acto que en ese sentido se organizase, siendo muy frecuente ver a viejos sin apenas lecturas acercarse a ojear los libros que exponíamos de la editorial Losada o embelesados con los poemas malamente recitados de nuestros poetas silenciados.

A finales de los años ochenta la cosa comenzó a cambiar, entramos en la Comunidad Europea, nos hicimos nuevos ricos y aprobaron conceder canales de televisión privada a grupos empresariales muy de derechas que nada tenían que ver con la educación del pueblo y sí mucho con su embrutecimiento. Se inició entonces una carrera vertiginosa para ver quién era capaz de tener una programación más troglodita, más áspera, más cutre, más demoledora, y en esa carrera participó también con mucha ilusión la Televisión Pública heredada del franquismo y su sindicato vertical. A mediados de los noventa, las televisiones se llenaron de obregones, sevillas, dragós, buruagas, dávilas, usías, morenos, marcianos, culebrones insoportables y toda una batería de programas de cotilleo que terminaron por captar a una parte de la población vacunada contra el conocimiento y el espíritu crítico. Las nuevas televisiones privadas de la democracia, sin abandonar el adoctrinamiento propio del franquismo, y las televisiones públicas en competencia con ellas, lejos de ayudar a abrir el espacio ideológico y cultural del país, contribuyeron de modo ostensible al embrutecimiento de la población, al desinterés por la “Res Pública” y al desprecio por la militancia en cualquier organización que obligase a abandonar el sofá aunque fuesen sólo unos cuantos días al año: Yo no milito en ningún partido porque todos son iguales, no me afilio a ningún sindicato porque están vendidos, no voy a manifestaciones porque no sirven para nada, no acudo a la reunión de la Asociación de Vecinos porque son una mafia… Los efectos fueron tan destructivos que el natural vivero ciudadano de donde tenían que nutrirse las organizaciones políticas quedó en barbecho, dejando el paso expedito a aquellas personas que concebían la política como un modo de enriquecimiento personal y de ascenso social. Los colegios concertados y confesionales cada vez más abundantes y las nuevas tecnologías concebidas como un fin en sí mismas coadyuvaron a crear un tipo nuevo de personaje poseído de sí mismo e incapaz de ver más allá de su propia baba. De ese modo, en una década, la que va del triunfo de Aznar en 1996 al de Zapatero en 2004, burbuja financiero-inmobiliaria por medio, llegamos a construir un espacio de convivencia absolutamente idílico para políticos desaprensivos y empresarios especuladores y trincones. La corrupción, consustancial a todos los sistemas políticos pero minimizada en los países humanamente más desarrollados, habitó entre nosotros como en ningún país de nuestro entorno, fue sembrando huevos y captando clientes entre los más ricos y desalmados, pero también entre los más pobres y abandonados, en aquellos que siempre creyeron que resultaba mucho más rentable para esta vida efímera estar al lado del poderoso y sus limosnas, que contra él y sus matones. La acción política y empresarial de los peores quedó fuera del control de las instituciones que ellos mismos dominaban, pero sobre todo del control del pueblo, de un pueblo que se había desentendido de la política porque decía que todos eran iguales, porque al calor del lujo y el despilfarro provocado por el ladrillazo las gambas eran más grandes, las cervezas más frescas y los vinos más generosos.

Aquello se acabó, de pronto, de golpe y porrazo, pese al aterrizaje suave del que hablaban algunos ministros de Zapatero que no pudieron lograrlo. Como un tsunami, el pinchazo de la burbuja arrasó con todo dejando exhaustas las arcas del Estado, a millones de personas en el paro y, otra vez, a los más pobres que habían acudido al trabajo previo abandono de los estudios, en el más profundo analfabetismo, eso sí un analfabetismo lleno de deudas, de pisos y coches financiados por los bancos mediante préstamos ofrecidos casi a la fuerza prometiendo la felicidad eterna que da el consumo sin límite. Sin casa, sin estudios, sin coche, debiendo al banco el alma y la vida, sin un céntimo que llevarse a la boca, centenares de miles de personas pasaron a las filas de la exclusión mientras los causantes de esa situación continuaron acreciendo sus fortunas de modo ilegal, robando, prevaricando, defraudando, privatizando. Para ellos –malandrines, bergantes y bellacos de nuestros días- nunca existió la crisis, ni la burbuja, ni la cárcel, con un pueblo en su mayoría indolente y resignado, con una televisión dedicada a mantenernos la mirada y el pensamiento siempre en otro lugar, los canallas continuaron haciendo de las suyas, duplicando y triplicando el precio de las obras en connivencia con los grandes empresarios, llevándose las comisiones que apetecían por contratar o subcontratar, por privatizar o externalizar, elaborando leyes para protegerse de los protestantes y atemorizarlos, encarcelando a los díscolos, amenazando a los disidentes. Hasta nuestros días.

Pese al grito de vitalidad de mediados de mayo de 2011, cuando miles de personas hartas de tanto abuso, tanta brutalidad y tanta corrupción decidieron tomar calles y plazas, un porcentaje nada desdeñable de ciudadanos –en plena posesión de sus facultades mentales- decidieron otorgar su voto al partido que hoy gobierna el Estado, al partido que se ha dedicado a devaluar al país en todos los sentidos, a favorecer a los que más tienen y a diezmar a los más desfavorecidos. La corrupción, el embrutecimiento y la exclusión han crecido en estos últimos años como no lo habían hecho desde la dictadura, sin embargo ni eso ni el empobrecimiento creciente, ni el endeudamiento abismal, ni al austericidio que amenaza con sumirnos en otra nueva crisis de consecuencias catastróficas, disuaden a esos ciudadanos de seguir entregando su voto a los peores, aun teniendo un nuevo partido de derechas –primo hermano- al que entregar su confianza. No hacen falta demasiados estudios sociológicos para explicar ese triste fenómeno heredero del franquismo, pero sí trabajar para cambiarlo democráticamente, para hacerles ver a los menos recalcitrantes que hay votos que hacen muchísimo daño, a todos.

Embrutecimiento, corrupción y exclusión social