jueves. 28.03.2024

El mundo, Chile y Cataluña

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Imagen de la represión en Chile por las últimas protestas.

Creo que a nadie se le puede escapar a estas alturas que desde la gran crisis-estafa de 2008, el mundo ha cambiado y no ha sido para mejor. Al capitalismo, único sistema económico conocido por el hombre desde que abandonó la vida comunal de los primeros tiempos, jamás le gustó la democracia, le resultaba lesiva, cara, ineficaz. Las revoluciones burguesas, la rusa y el movimiento obrero consiguieron imponerla en una parte del mundo en tanto la otra parte, la mayor, la más habitada continuaba viviendo en la pobreza más absoluta. Mientras en Europa teníamos derecho a treinta días de vacaciones, ocho horas de trabajo diario, hospitales, escuelas públicas y pensiones, en Asia, África, Latinoamérica y Estados Unidos ninguno de esos derechos, ni otros muchos, llegaron a tener rango constitucional.

Los derechos arrancados por los trabajadores conscientes a las oligarquías capitalistas europeas, sirvieron para que la democracia ampliase sus bases al garantizar los derechos de todos y fomentar políticas redistributivas que achicasen las desigualdades sociales. Sin embargo, tras la caída del muro de Berlín y la desaparición de la URSS -en la que existía un modelo de capitalismo de Estado rudimentario-, se produjo una desmovilización general de la izquierda europea y mundial, dejando todo el poder a la vieja plutocracia y a la nomenclatura de los partidos. Esa circunstancia fue aprovechada por Estados Unidos para imponer su modelo: La democracia que propone Europa nos sale muy cara, es inaceptable y es nuestro primer objetivo hundirla para que no sirva de modelo a los países en desarrollo o emergentes. El modelo tiene que ser el nuestro, nada de derechos sociales y económicos, poco de derechos políticos. El nuestro, el de Estados Unidos, es el único modelo válido y exportable a todo el mundo. Somos el país de las oportunidades, aquí el que vale se hace rico y el que no se hace rico es porque no vale. No hay que tener ninguna consideración hacia el que no acepte el camino del éxito que está a disposición de todos. Fue entonces, en los albores de la democracia española, cuando se impuso a escala global un único programa económico destinado a estigmatizar todo lo público y transferirlo a manos privadas, cuando se comenzó a destruir los sistemas fiscales proporcionales y progresivos cargando todos los impuestos a los trabajadores, cuando se comenzó, en fin, a poner en tela de juicio todas las conquistas políticas, sociales, económicas y culturales del siglo XX. Producir más barato, eliminar derechos que encarecen esa producción, ser competitivos olvidándose de que el ser humano es por principio un ser solidario, destruir la naturaleza hasta hacer la vida imposible fueron las pautas sobre las que comenzó a edificarse, de nuevo, el capitalismo depredador global que hoy disfrutamos y que nunca acabará con el planeta, pero sí, de seguir porfiando, con la vida humana.

El movimiento destructor de la democracia comenzó un 11 de septiembre de 1973 en Chile, cuando Estados Unidos y el ejército de la oligarquía chilena decidieron asesinar a Allende y a miles de sus seguidores para implantar en el país el primer laboratorio mundial del ultraliberalismo económico

Desde la imposición planetaria de las políticas depredadoras ultraliberales el mundo es mucho más feo y detestable. En la mayoría de los países del globo hay una sensación de malestar que se manifiesta, según el contexto socio-económico de cada zona, en formas mucho más parecidas a las del siglo XIX que a las que deberían existir en el siglo XXI. Es el motín callejero el que toma las calles de muchos lugares. Se inicia por una cuestión tal vez poco significativa, crece, se le añaden ingredientes al gusto, llega a la plenitud y se desvanece con los años porque en la era global todavía nadie se ha planteado que el motín no es la vía más que para el fortalecimiento del fascismo en una sociedad minada por el miedo a lo desconocido, a la pérdida de identidad, al forastero, al intruso, porque todavía hoy, cuando el capitalismo está perfectamente coordinado en todo el mundo, alguien piensa que puede hacer una revolución en un pequeño país y vivir de un modo diferente al que imponen las grandes corporaciones desde sus torres de marfil sin contar con otros países, con otras comunidades, con otros seres humanos que son vecinos o viven a diez mil kilómetros. Una revuelta, un motín, una algarada aislada sólo triunfará si su triunfo favorece al negocio, en caso contrario está condenada irremisiblemente al fracaso más absoluto y a la frustración de sus seguidores. Hoy los ciudadanos del mundo estamos siendo explotados, alienados, manipulados, envenenados y asfixiados por entes, corporaciones, multinacionales sin rostro, de las que apenas sabemos nada, y debería ser a ellas a quienes dirigiésemos nuestra ira, de forma coordinada, precisa, severa, contundente y pertinaz.

El movimiento destructor de la democracia comenzó un 11 de septiembre de 1973 en Chile, cuando Estados Unidos y el ejército de la oligarquía chilena decidieron asesinar a Allende y a miles de sus seguidores para implantar en el país el primer laboratorio mundial del ultraliberalismo económico. Allende era un socialdemócrata y quería para su país -el más estable de Suramérica- algo parecido a lo que existía en Francia, Austria o Bélgica. Su país era muy rico y para lograr sus objetivos debía tocar los intereses de los grandes propietarios de las minas, los latifundios y la industria. El cobre era intocable porque su dueño real era Estados Unidos y allí se acabó todo. Muerte, tortura, destrucción, doctrina del schock, la misma receta de siempre. Se privatizaron hasta los ríos, las playas, los jardines, los montes, los bosques, las universidades, el agua potable, la sanidad, las pensiones. Se hizo creer a los chilenos que eran clase media aunque su máximo dispendio fuese convidarse a una ronda de sangüiches, emparedados o completitos. El miedo al terror había obrado el milagro en uno de los pueblos más cultos de América. Sin embargo, llegó la hora de matricular a los muchachos en la secundaria, la universidad, el momento de cobrar la pensión y el de viajar, y vieron que vivían -como en el franquismo- en un espejismo infernal, que no podían vivir, que no merecía la pena vivir. Y es ahí donde nace la protesta chilena, tan necesitada para triunfar de la solidaridad de todos. El laboratorio del neoliberaismo está sufriendo en sus propias carnes la barbarie impuesta de una vida que no es vida y han dicho basta ya, hasta aquí hemos llegado. Chile será arrasado de nuevo si los países y las gentes que creen en la libertad  no le brindan todo su apoyo emocional y material. Y es tan crucial lo que allí está pasando ahora mismo, que del mismo modo que en Chile empezó todo este desastre, podría ser también el inicio de la muerte de un sistema tan depredador como criminal.

Por el contrario, en Cataluña, donde ya se han incorporado miles y miles de descontentos, excluidos y sin futuro al movimiento independentista, no hay ni un atisbo de generosidad. Por primera vez en la historia de los movimientos sociales de Cataluña, no se busca un bien general, un progreso que afecte a los más, sino que se sigue a personas y partidos que propugnan e imponen políticas ultraliberales devastadoras. Han confundido los objetivos, han errado el tiro, los lobos nunca van del brazo con las ovejas, y al mismo tiempo, han resucitado al fascismo español, uno de los más salvajes del mundo. No se pueden hacer las cosas peor, el unilateralismo en la era de la globalización es reaccionario y, lamentablemente, las consecuencias pueden ser nefastas para los partidarios de la independencia y para los que no lo son, más todavía si tenemos en cuenta que el movimiento obrero catalán, tan necesario, tan magnífico, se ha diluido en una protesta que va directamente contra los intereses de los trabajadores. Cuanto peor, no es mejor, es una catástrofe para todos.

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