jueves. 28.03.2024

Díaz-Ayuso y Quim Torra o la incompetencia más cruel

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Al grito de “Pujol enano habla castellano”, José María Aznar llegó al poder en 1996 y con él lo más rancio de la política española, esa que aceptó la democracia a regañadientes y a cambio de que no se tocasen las estructuras de poder y corrupción heredadas del franquismo. Aznar no tardó en pactar con Pujol, lo necesitaba y ambos compartían valores morales de parecida etiología: Los dos representaban a formaciones trinconas, marrulleras, cazurras y patrioteras. Años después, cuando Rajoy recurrió el nuevo Estatuto de Cataluña auspiciado por Maragall y Zapatero, muy poco votado por los catalanes y parcialmente anulado por el Tribunal Constitucional, la derecha mesiánica, egoísta, cínica e insolidaria del territorio más próspero del país hizo su aparición para declararse incompatible con España. La suerte estaba echada. En Cataluña y en Madrid habían llegado al poder los más puros, los representantes de las esencias patrias, de la diferencia. Castizos, meapilas, pisaverdes, oportunistas, desencantados, tristes, mediocres y talibanes se adueñaron de los principales medios de comunicación, montaron estructuras clientelares para perpetuarse en el poder e hicieron de la política una cosa sólo apetecible para gente sin entrañas.

Aznar fue expulsado del poder por mentiroso y guerrero, Pujol por diversos manejos todavía sin sentencia. Les sucedieron personajes todavía más mediocres que ellos, más cínicos y, por tanto, más atrevidos, dispuestos a convertirse en representantes mayestáticos del hecho diferencial de cada casa. Gallardón, Aguirre, González, Cifuentes, Garrido y Díaz Ayuso imprimieron a la política madrileña un sesgo castizo, ramplón, populista, farandulero y privatizador que terminó cristalizando en pestilencia y putrefacción sin que ello afectase en demasía a sus perspectivas electorales, o lo que es lo mismo a sus intereses económicos. Todos ellos contribuyeron de modo indubitable a la construcción del hecho diferencial madrileño con música de Manolo Escobar y Julio Iglesias, con mariscadas recién traídas de Galicia, con banderas enormes ante las que llorar emocionados por el tamaño. Ellos eran España, la de siempre, la de la familia, la de la estirpe, la cursi, la mezquina, la cruel, la que Costa mandó arrojar al mar con siete cerrojos y Machado dividió en dos, la que muere y la que continúa, para helarnos el corazón.

Entre tanto, en Cataluña, al calor de los fuegos del Estatut diezmado, de la chulería simplona de Rajoy y amigos, del Espanya ens roba, del mesianismo irredento, volvía a renacer la patria perdida tras la unión dinástica de Isabel y Fernando, aquella patria que cantaron los poetas de la Renaixença -Verdaguer, Oller y Guimerá-, aquella del Jocs Florals y de las misas en honor de Casanova. El esplendor perdido, la invasión de los que ignoraban las esencias, de los charnegos maleducados y pestilentes que sólo sabían ir en manada a las fábricas y a los tajos para ser explotados como sólo un charnego puede serlo. Había que limpiar la casa, que dejar a salvo a la honorable familia Pujol, que recuperar aquella grandeza imperial de los tiempos de Roger de Lauria y Roger de Flor, dos guerreros italianos tan aficionados a cortar cabezas como a servir a Dios y al rey. Cataluña habría sido mucho más próspera y justa si no se hubiese visto contaminada con las influencias malignas de allende el Ebro, si hubiese podido ser ella misma sin tener que mantener a los millones de vagos y miserables que desde el resto de la Península le chupaban la sangre. Artur Mas, Carles Puigdemont y Joaquím Torra se encargaron de dar el gran paso hacia adelante para librar de una vez por todas a su querida y sufrida patria de los parásitos que llevaban siglos desangrándola. Daba exactamente igual lo que hubiese hecho la familia Pujol, lo mismo que las escuelas y los hospitales hubiesen sido objeto de privatizaciones salvajes, que la vida para los trabajadores fuese cada día más difícil, que la policía apalease a quienes protestaban contra las privatizaciones o pedían unos servicios públicos de calidad. Lo importante, lo verdaderamente crucial era el hecho identitario, convertirse en un Estado con fronteras y embajadores, con banderas, banderas por todos lados, y lágrimas.

Isabel Díaz Ayuso y Joaquím Torra son los herederos de ese orden de cosas, los representantes fidedignos de los hechos diferenciales de sus respectivos territorios. Ayuso del casticismo trincón españolista. Torra del esencialismo trincón catalán. Ambos de la incompetencia más supina y dañina. Y en eso llegó la epidemia más terrible de los últimos cien años y con esos mimbres no se podía esperar otra cosa. Si al principio Torra exigía el confinamiento de Cataluña, Ayuso decía que no sabía cómo se hacía eso; si Ayuso se iba a llorar a misa o a tomar el té para excusar o retrasar su presencia en la Conferencia de Presidentes, Torra ponía pegas a la UME para la construcción de hospitales de campaña; si ambos unas veces pedían la supresión del Estado de Alarma, luego pedían su vigencia una vez decaído o la reforma de layes para poder hacerlo ellos. Si durante todo el mes de mayo y el mes de junio desde el ministerio de Sanidad se dijo una y otra vez que el virus seguía ahí y que con la “nueva normalidad” sólo se podría controlar su expansión contratando a miles de rastreadores y sanitarios de atención primaria, resulta que ni Ayuso ni Torra se dieron por aludidos, que ellos sabían más y que en todo caso siempre cabría la posibilidad de responsabilizar a Sánchez de los muertos y heridos por dejación de funciones.

Suena a chiste, pero no lo es. Es una tragedia de extraordinarias dimensiones sanitarias, económicas y culturales cuya solución depende ahora mismo en dos de las zonas más afectadas por la epidemia –bombas de relojería- de dos personajes carentes de las mínimas dosis de empatía, de la vocación de servidores públicos exigibles a cualquier ciudadano, de la capacidad para anticiparse a los problemas cuando ya se tiene experiencia y de la generosidad de que son capaces quienes hace tiempo superaron el espíritu aldeano. Pese a todo ello, pese a su calamitosa gestión de la epidemia, no se preocupen, tanto el pueblo de Madrid como el pueblo catalán volverán a darles su confianza sin el menor regomeyo porque tanto Torra como Ayuso son, a día de hoy, los más preclaros paladines del alma mayoritaria de esos pueblos. El gobierno central social-comunista masón y bolivariano siempre será el responsable de cuanto pase aún sin tener competencia alguna en materias exclusivas de Madrid y Cataluña.

Díaz-Ayuso y Quim Torra o la incompetencia más cruel